Estudio Bíblico

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La voluntad de Dios.




Introducción.

Todos queremos, de alguna manera, conocer la voluntad de Dios para nuestras vidas.
La mayoría de nosotros inquiere o busca la voluntad de Dios para alguna o algunas de las facetas de nuestra vida: matrimonio, trabajo, ministerio, finanzas, etc.
Pero muy pocas veces nos percatamos que por encima de estas facetas particulares de la voluntad de Dios hay una que es general, que abarca todo nuestro ser.

Esa faceta general de la voluntad de Dios para nosotros es más importante que todas las facetas particulares, es donde todo comienza en el Señor, es la que sirve de fundamento a todas las demás facetas.

La Palabra de Dios nos enseña la importancia de ella:
Mat 7:21-23: quién no hace la voluntad de Dios, no importa que le diga “Señor”, no entrará en el Reino de los cielos.
Mar 3:35: Jesús dice que la persona que hace la voluntad de Dios es su hermano o hermana, y por lo tanto, hijo o hija de Dios (Jn 1:12).
Jn 9:31: Dios no oye a los pecadores, pero si alguno es temeroso de Dios y hace Su voluntad, a este oye.



¿Cuál es la voluntad de Dios para nosotros?

1 Tes 4:3, 7: nuestra santificación. Por encima del bienestar económico, el éxito, el reconocimiento, que nos vaya bien en la familia, etc., la voluntad de Dios es nuestra santificación. Las demás no serán auténticas bendiciones si no parte de esta (Mat 6:33).
Rom 8:28-30: que el carácter de Cristo –la imagen de Cristo-- (santo) sea formado en nosotros
Efe 4.11-13: la función de los ministerios (apóstol, profdeta, evangelista, pastor y maestro) es, entre otras, que todos lleguemos al varón perfecto, a la estatura de la plenitud de Cristo. Y eso es carácter.

Entonces, la voluntad de Dios es que seamos santos, que manifestemos en toda nuestra manera de vivir, el carácter que manifiesta Cristo, no solo en su ministerio terrenal como el Hijo del hombre, sino también como el Hijo de Dios.



Nuestra parte en la manifestación del carácter de Cristo.

La formación y desarrollo del carácter de Cristo en nosotros es un asunto de Dios (2 Cor 3.18) a través de Su Espíritu Santo.
Cuando nacemos de nuevo, la semilla de ese carácter es implantado en nosotros (1 Ped 1:23), está “contenida” en la nueva naturaleza que recibimos, la naturaleza divina (2 Ped 1:4).

Lo que a nosotros nos toca es no estorbar la manifestación de ese carácter.
Notemos que 2 Ped 1:4 dice que esa naturaleza divina nos ha sido dada una vez que huimos de la corrupción que hay en el mundo.

En consecuencia, lo primero que necesitamos hacer para que esa naturaleza divina, ese carácter de Cristo comience a manifestarse en nosotros es huir del pecado. Y ello implica: ARREPENTIMIENTO genuino.



Arrepentimiento.

El arrepentimiento genuino es odiar lo que Dios odia (el pecado “evidente”, pero también los menos evidente: los deseos de los ojos –codicia, avaricia, envidia--, los deseos de la carne –placeres y/o pasiones desordenadas, ira, chisme, contienda, venganza, etc., y la vanagloria de la vida –orgullo, engreimiento, vanidad, soberbia, altanería, etc. (1 Jn 2:16). En fin, todas las obras de la carne (Gal 5:19-21). Sin verdadero, genuino, real arrepentimiento, --aborrecer el pecado genuinamente-- no puede haber un carácter santo. Por ello, el Evangelio comienza y se fundamenta siempre en el arrepentimiento:
Cuando Juan el Bautista inició el ministerio de preparar el camino de Señor, comenzó con “Arrepiéntanse” (Mat 3:1-2).
Cuando Jesús comenzó a predicar el Evangelio del Reino comenzó con “Arrepiéntanse” (Mat 4:17).
Cuando Jesús comisionó a sus discípulos para ir a compartir el evangelio con las ovejas perdidas de la casa de Israel la instrucción que les dio es que predicaran sobre el “arrepentimiento” (Mar 6:12-13). Y posteriormente, cuando los comisionó para ir a los gentiles el mandamiento fue el mismo (Luc 10:13).
Cuando Pedro predicó en Pentecostés, el mensaje culminante fue: “Arrepiéntanse” (Hch 2:38), y lo mismo sucedió cuando predicó en el “pórtico de Salomón” después de la sanidad del cojo de nacimiento (Hch 3:19).
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Arrepentimiento genuino no solamente es reconocer o confesar que hemos pecado. Es cambiar totalmente de dirección con respecto al pecado. En la parábola del hijo pródigo (Luc 15:11-32) vemos un caso de verdadero arrepentimiento, al punto que Jesús habla de este arrepentimiento como un “volver en sí”. Veamos las características de ese arrepentimiento:
En primer lugar, el muchacho tiene un cambio de sentimiento: después de haber aborrecido la casa de su padre, reconoce que en ella hasta los jornaleros tienen abundancia de pan, están bien. Por lo tanto su sentimiento cambia de aborrecimiento a aprecio.
En segundo lugar, el joven piensa: volveré a mi padre y le diré que he pecado contra el cielo y contra él, por lo que hay un cambio de pensamiento.
En tercer lugar, hay un cambio de voluntad. Después de haber huido de la casa de su padre toma la decisión de regresar.
Y finalmente, hay un cambio de acción: regresa.
Todo ello implica que hay un viraje total en la dirección de su vida: de estar empecinado en estar lejos, regresa; de llevar un estilo de vida agraviante a su padre en desobediencia a su autoridad y normas, toma un nuevo estilo de vida bajo su autoridad.
Y como resultado, ese hijo es hecho nuevo: de estar “muerto” pasa a “revivido”, de estar “perdido” pasa a ser “hallado” (Luc 15:32).

Si en nuestro corazón no hay un total giro en el cambio de dirección de nuestra vida con respecto al pecado, a las obras de la carne, a lo que hacemos que viola la Palabra de Dios, y no hay una pasión genuina por las cosas de Dios, entonces necesitamos clamar porque a nuestras vidas venga un genuino y permanente “espíritu de arrepentimiento” que nos haga huir de la corrupción que hay en el mundo, que desarrolle la nueva naturaleza que tenemos en Cristo.

Y esto nos lleva a una segunda cuestión fundamental en cuanto a hacer la voluntad de Dios: el genuino arrepentimiento nos lleva a la regeneración.



Regeneración.

La regeneración se refiere al cambio radical que el Espíritu Santo realiza en la persona cuando esta, habiendo oído y creído la palabra de Dios, recibe a Jesucristo como Salvador. La persona pasa del dominio del pecado al dominio del Espíritu, e inicia el crecimiento y el progreso espirituales cuya meta es la perfección, el llegar a ser semejante a Cristo (Mt 13.23; Jn 3.5; Ro 8.29; 2 Co 5.17; 1 P 1.21-23).
El nuevo nacimiento y la regeneración no constituyen etapas sucesivas en la experiencia espiritual; se refieren al mismo acontecimiento, aunque lo contemplan en diferentes aspectos. El nuevo nacimiento destaca la comunicación de vida espiritual en contraste al anterior estado de muerte espiritual; la regeneración destaca el inicio de un nuevo estado de cosas en contraste con el viejo

Ello implica que no solo nos es necesario nacer de nuevo (el inicio del proceso), sino ser regenerados (el proceso continuo de perfeccionamiento), y esa regeneración significa desarrollar la nueva naturaleza que hay en nosotros, y ello es obra del Espíritu Santo, pero solo va a ser posible, si verdaderamente estamos arrepentidos de la vieja manera de vivir y permitimos que el Espíritu Santo haga la obra de regeneración en nosotros. A esto es a lo que se refieren:
Jn 3:30: “es necesario que El crezca, pero que yo mengüe”;
Gal 2:20: “Con Cristo estoy juntamente crucificado y ya no vivo yo, Cristo vive en mí”
Jesús cuando dijo que nadie podía ser su discípulo a menos que tomará su cruz, se negará a sí mismo y le siguiera.
Efe 4:22-24: despojarnos del hombre viejo, viciado conforme a los deseos engañosos de la carne y vestirnos del nuevo creado.

Si en nuestra vida, a pesar de haber nacido de nuevo, no hay una regeneración en proceso, un cambio de vida evidente y en desarrollo, una victoria sobre el pecado, los deseos de la carne, la vanagloria de la vida, los deseos de los ojos –las obras de la carne-- es porque no estamos despojándonos del hombre viejo, permitiendo ser regenerados por el Espíritu Santo, por lo que necesitamos arrepentirnos de ello también, rendir nuestra voluntad y someterla al Espíritu, para que la obra que El comenzó en nosotros sea perfeccionada (Fil 1:6) y todo nuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea santificado –regenerado- por Dios (1 Tes 5:23).

Otra señal de alerta es la pasión por Dios y lo que El ama. El desarrollo del proceso de la regeneración en nosotros nos lleva a apasionarnos cada vez más por las cosas de Dios, por Su presencia, por Su intimidad, por las cosas que El ama. Si esa pasión no está presente en nuestras vidas de una forma constante es porque ese proceso de regeneración no se ha estado desarrollando en nosotros. Así como la cabra tiende al monte y la carne a las cosas de la carne (por eso los pecadores son tan “apasionados” o “entregados” al pecado), así el regenerado manifestará una pasión por su nueva naturaleza, por las cosas del Espíritu, que lo alejará de las cosas de la carne (Jer 24:7, Ezeq 11:19-20).

Después del arrepentimiento y la regeneración, otra condición que necesitamos para hacer la voluntad de Dios en nuestras vidas es el temor de Dios como nos lo enseña Jn 9:31.



Temor de Dios.

El temor de Dios no solo implica respeto y honra a Dios, implica lo que la palabra temor significa según el Diccionario de la Real Academia Española: “pasión del ánimo, que hace huir o rehusar aquello que se considera dañoso, arriesgado o peligroso, recelo de un daño futuro”. El temor de Dios siempre nos es necesario para mantenernos firmes y victoriosos, incolumnes, santos, contra el constante asedio de la tentación y el pecado –que nunca van a cesar en nuestras vidas--.

El temor de Dios implica saber, conocer y tener la convicción en nuestro corazón que Dios es Dios tal como nos los enseña la Biblia: que El es amor (1 Jn 4:8) pero también fuego consumidor (Heb 12:28-29), que es misericordioso pero también tiene un día para la manifestación de su ira (Sal 86:15); los siete sellos, las siete trompetas y las siete copas de la ira de Dios), que nos ama pero también nos disciplina y castiga (Prov 3:12, Heb 12:6), que es amor pero también es fuego purificador y jabón de lavadores (jabón que presiona fuertemente la ropa contra el piso de una pila para limpiarla de su inmundicia) (Mal 3:2). Es temor por la consecuencias del pecado, por perdernos, aunque sea solo temporalmente, la intimidad de la presencia de Dios en nuestras vidas, de entristecerlos, contristarlo (Efe 4.30) por causa de nuestro pecado, de que Su nombre sea vituperado por los demonios –el pecado constituye un vituperio en contra de Dios, Heb 6:6-, etc.

Si en nuestros corazones falta temor de Dios, necesitamos arrepentirnos y pedirle que envíe a nuestros corazones Espíritu de temor de Jehová (Isa 11:2) que es una de las siete manifestaciones del Espíritu Santo, para que nos haga entender diligentemente en el temor de Jehová (Isa 11:3) que es el principio de la sabiduría y del conocimiento de Dios (Prov 1:7, Prov 2:5).

El temor de Dios nos lleva a la obediencia y a la santidad.



Obediencia y santidad.

Veamos con muchísima atención lo que nos enseña 1 Ped 1:13-16:

Primero: sin invocamos por Padre a Dios, necesitamos conducir nuestras vidas en temor todo el tiempo. Si el temor de Dios falta en nuestros corazones, también cabría hacernos la pregunta de si realmente somos hijos o hijas de Dios, y si hay alguna duda, necesitamos arrepentirnos genuinamente de nuestros pecados y abrir nuestros corazones al Señor para que venga a morar en nosotros (Apo 3:20).

Segundo: como hijos obediente, no nos conformemos a los deseos que antes teníamos, los deseos de la carne (pasiones incontroladas), los deseos de los ojos (codicia, envidia, avaricia, etc.), la vanagloria de la vida (orgullo, soberbia, prepotencia, autosuficiencia, etc.), despojarnos del hombre viejo totalmente.

Tercero: ser santos (hacer la voluntad de Dios) en toda nuestra manera de vivir (en todas las cosas y áreas de nuestra vida y en todo lugar).

No hay pretextos para no caminar en una vida de consagración y dedicación a Dios y en una vida de pureza, no son válidos delante de Dios pretextos como “no tengo tiempo”, “soy humano y por eso peco, porque no soy perfecto”, o “el diablo me hizo pecar”, o cosas similares a estas.

Delante de Dios solo hay una cosa válida: esforzarnos por alcanzar y vivir en Su voluntad (Mat 6:33, Mat 11:22, 2 Tim 2:1, Heb 12.4).



Conclusión.

Cinco cosas nos son necesarias, y necesitamos buscarlas diligentemente en nuestras vidas, para caminar en la voluntad de Dios:
Arrepentimiento.
Regeneración.
Temor de Dios.
Obediencia.
Santidad.

24 Ene 2011
Referencia: Santidad.