Estudio Bíblico

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La sanidad de las naciones y la intercesión.



LA SANIDAD DE GUATEMALA (Y LAS NACIONES) A TRAVÉS DE LA INTERCESIÓN.
 
 
 
Texto bíblico.

2 Cro 7:14. “si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra.”



Introducción.

Para nadie es un secreto que la situación de Guatemala es caótica, y por lo menos, en los últimos tiempos, se ha ido deteriorando aceleradamente: corrupción en y del gobierno y las empresas, pobreza, violencia y muerte, impunidad, narcotráfico, etc. Para muchas personas, dentro del Cuerpo de Cristo, pareciera que no hay solución alguna para esta problemática. Por ello, se “encierran” entre las cuatro paredes de la iglesia (en la realidad es que ese encierro es solo una pretensión) tratando de escapar a la realidad y se concentran en una forma de oración cuyo eje central es que Cristo venga pronto, arrebate la iglesia, vengan los tiempos del fin y Cristo establezca Su reino milenial de paz. Pero ni la desesperanza, ni la pasividad, ni la solución del arrebatamiento de la Iglesia son respuestas conforme a la enseñanza bíblica.

Dios quiere la sanidad de las naciones, y entre ellas Guatemala (2 Cro 7.14, Mat 13:33, Apo 21:24), una sanidad que aunque no vaya a ser perfecta totalmente, es sanidad, transformación, “shalom”, de Dios. Y nosotros, como Cuerpo de Cristo, estamos comisionados, mandados, ordenados, a procurarlo con todas nuestras fuerzas para la gloria de Dios.

La sanidad de la tierra que Dios quiere traer a Guatemala, no solo porque es Su voluntad escrita en la Biblia, sino porque desde hace mucho tiempo, de múltiples formas, ha reiterado expresamente el llamado de Guatemala a ser luz para todas las naciones de la tierra (y la evidencia práctica lo comprueba), comienza, tal como nos lo enseña específicamente el pasaje de 2 Cro 7:14, por la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, el pueblo sobre el cual Su Nombre es invocado. Y comienza por la humillación, la oración, buscar Su rostro y la conversión de nuestros malos caminos. Aún cuando la Iglesia en general, aparentemente ha cumplido con ello, en realidad solo lo ha cumplido parcialmente.

En primer lugar, porque realmente, una gran mayoría de creyentes, no nos hemos terminado de humillar (abatir, derribar, humillar, quebrantar, someter, subyugar) totalmente delante del Señor, lo que significa una renuncia a nuestro yo, ego, opiniones, planes, religiosidad, doctrinas, celo denominacional, división, etc., procurando la plenitud del Señorío de Cristo en nuestras vidas (arrepentimiento genuino, regeneración verdadera, temor de Dios, obediencia, santidad). Lo hemos declarado (la “oración del pecador” o la “oración de conversión”), pero una gran mayoría no nos hemos esforzado porque verdaderamente sea una manifestación constante en nuestras vidas (los frutos, el testimonio delante de los demás para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos, Mat 5:16). Por supuesto que nuestras vidas pueden haber mejorado, podemos tener una conducta mejor que la de los que no conocen a Cristo, pero no es a eso a lo que nos llamó el Señor. El nos llamó a buscar la plenitud de Su Señorío (de lunes a domingo, todos los días, las 24 horas de cada día, los 60 minutos de cada hora, Jn 3:30, Gal 2:20, 1 Ped 1.13-18) y no de un señorío teórico –por “fe”- sino un Señorío real, evidente, manifiesto, notorio a los ojos de todo el mundo (Hch 17.6), y que por sus frutos (frutos de arrepentimiento) produzca una influencia tal que transforme el entorno a nuestro alrededor.

En segundo lugar hemos orado y ayunado intensamente, en muchos lugares, por mucho tiempo, pero, en una gran mayoría de casos, nuestra oración no ha sido un clamor porque venga el Reino de Dios del cielo a la tierra y la voluntad de El sea hecha en la tierra como se hace en el cielo (Mat 6:9-10), comenzando por nosotros mismos, sino para que se haga en otros, afuera de nosotros, y para que Dios haga nuestra voluntad (Sant 4:2-4). Si vamos a orar por el cambio de Guatemala necesitamos estar dispuesto a que el cambio comience por nosotros, pero no un cambio formal, sino un cambio real, profundo, de nuestros pensamientos, sentimientos, decisiones, actitudes, motivaciones, etc., para que estén alineados a los de Dios, no solo en la iglesia, sino en todos los ámbitos de nuestras actividades (en nuestros matrimonios y familias, al hacer negocios, en el trabajo, al relacionarnos con las personas, al manejar el dinero, etc.,) para que toda nuestra vida se ajuste al propósito y voluntad de Dios (Rom 12:2, Efe 4:22-24, Col 1:18-21, Sal 1.1-3). Y ello implica, necesariamente, una transformación total de la vida (no solo de lo que nos molesta o estorba o inquieta, sino de todo, aún aquello que nos da comodidad, seguridad, placer, etc.; Luc 14:33). El cambio de Guatemala va a avanzar cuando nosotros comencemos a cambiar todas las cosas que Dios nos enseña en Su Palabra que no le agradan (aún cuando ya seamos salvos) y que nosotros no hemos querido ver, o si las hemos visto, hemos pospuesto el cambio, y se va a desarrollar en la medida en que cada uno de nosotros desarrolle en todas las áreas de su vida, en todas sus actividades y en todas sus relaciones, la nueva naturaleza que Dios ha puesto en nosotros (2 Ped 1:3-11). En esencia, se trata de entender el cristianismo no solo como salvación y bendición, sino como la transformación profunda de nuestro estilo de vida para que refleje el carácter y la acción de Cristo en nosotros y a través de nosotros (Rom 8:29, Gal 5:21-23, Jn 3:30, Gal 2:20, etc.).

En tercer lugar necesitamos buscar el rostro del Señor (2 Cro 7:14, Mat 22:36-38), no tan solo sus manos. Una gran mayoría dentro del Cuerpo de Cristo hemos buscado las manos del Señor (la salvación, la sanidad, la liberación, la bendición, la prosperidad, el éxito, etc.) pero no Su corazón (el dolor por el pecado y la injusticia; el cuidado del pobre, la viuda, el huérfano; el dolor por el quebrantamiento, la opresión, la pobreza, la enfermedad, la explotación, la corrupción, etc.,). Dios es Persona, y como tal, quiere ser amado, buscado, relacionarse con nosotros como tal, no como un “cajero automático” al que se le presiona el botón de nuestros deseos (la oración) y nos tiene que conceder lo que le pedimos. Es cierto que Dios es Amor, Bondad, Gracia, Favor, pero también es Autoridad, Poder, Justicia, Rey. Es cierto que Dios da, pero también demanda obediencia, respeto, santidad, Es Padre y es Dios. Por Su posición, autoridad y responsabilidad, Dios no está para cumplir nuestra voluntad, sino para que nosotros cumplamos la de El (Mat 6:10), que solo la vamos a conocer, y cumplir, cuando lo busquemos de corazón, como Padre –Persona- más que como proveedor. Nosotros vivimos para El, no El para nosotros (Gal 2.20, Fil 1:21), y ello se debe ver manifestado, no en nuestras intenciones sino en nuestras acciones.

En cuarto lugar, 2 Cro 7:14 nos enseña que necesitamos convertirnos de nuestros malos caminos. Ello implica que necesitamos hacer un alto en nuestro ajetreado ritmo de vida y activismo religioso, y permitir que el Espíritu de Dios escudriñe nuestros corazones genuinamente, que nos muestre nuestros caminos (Sal 119:59) para que volvamos nuestros pies (acciones privadas y públicas, vida) a Sus testimonios, a la Palabra. Necesitamos considerar detenidamente que Dios a través de Su Palabra no solo nos llama a ser hijos (Jn 1:12), no solo nos enseña que hemos recibido el Espíritu de adopción por el cual podemos decirle a Dios “Abba” (papito) (Rom 8:15-16), sino que también nos llama y enseña a ser hijos obedientes, santos, con temor de Dios (1 Ped 1:13-17) en toda nuestra manera de vivir (no solo en algunas cosas). Para convertirnos de nuestros malos caminos necesitamos un genuino arrepentimiento que resulte no solo de examinar nuestras vidas delante de Dios y Su Palabra (2 Tim 3:16), sino de un dolor profundo porque le hemos fallado, porque a pesar de Su amor no le hemos amado a El por encima de nosotros y de nuestros propios planes y gustos (2 Tim 3:4) y le hemos “usado” más que entregarnos a El completamente. A partir del reconocimiento profundo de nuestros pecados personales, podremos pasar a la siguiente etapa del arrepentimiento de nuestros malos cominos, ya no como personas, sino como iglesia.

Muchas veces hemos orado sobre este pasaje, pero hemos orado por el arrepentimiento de los que no se han convertido a Cristo, lo cual no está mal, es bíblico y es el deseo de Dios (1 Tim 2:4), pero lo que este pasaje nos enseña, es que necesitamos examinar nuestros caminos y arrepentirnos y convertirnos del mal que hay en nosotros, en primer lugar (Sal 119:59), que antes de ver la paja que hay en el ojo ajeno veamos la viga en el propio (Mat 7:1-5).



Arrepentimiento de nuestros pecados personales.

Siguiendo con el tema del arrepentimiento de Su Iglesia, que es la condición básica para que Dios sane la tierra, es obvio que como parte de ello necesitamos también arrepentimiento por nuestros pecados, los cotidianos, aquellos a los cuales estamos “acostumbrados”, que no nos son demasiado molestos, y que por ello, no les ponemos atención y los cometemos constantemente: el juicio, la crítica, el chisme, la murmuración, la irritabilidad y la impaciencia, el afán y la ansiedad, la insensibilidad a las demás personas, el orgullo y el menosprecio a los demás, la falta de contentamiento y agradecimiento, etc. La Palabra de Dios contiene una lista exhaustiva de las cosas que le desagradan a nuestro Padre, que por otro lado nos llama a una obediencia y santidad como la de El (si es que somos sus hijos e hijas, 1 Ped 1:13-18) y no nos deja opción más que la de procurar con todas nuestras fuerzas (espirituales, del alma y físicas) alcanzar esa santidad (un mandamiento olvidado). Es cierto que quizá nunca alcancemos la santidad absoluta (Fil 1:6) pero nuestra responsabilidad, si amamos a Dios como El quiere ser amado y Su Espìritu Santo nos capacita para amarlo, es procurarla diligentemente (Jn 14:21, Jn 14:23, Col 3:22-25, Heb 12.1-4) y llegar a alcanzar el mayor grado de santidad que nos sea posible.

Lamentablemente hoy, hay muchos hijos e hijas de Dios que procuran más el bienestar económico, el éxito social, la comodidad y seguridad de lo material, que agradar a Dios (2 Tim 3:4-5, 1 Jn 2:15-17) y alcanzar el mayor grado de santidad que nos sea posible. De hecho, en un número grande de congregaciones, la predicación de la auténtica santidad está ausente, ya sea porque se enfoca de manera legalista (una santidad por nuestras propias fuerzas y recursos, sin un genuino amor, entrega, comunión y dependencia para con Dios), o porque solo se trata marginalmente, o porque el tema ni siquiera se considera en las predicaciones (ya sea porque la gente se puede sentir ofendida y retirarse de la iglesia, o bien por un equivocado entendimiento de la gracia en cuanto a que, una vez reconocido Cristo como nuestro Señor y Salvador, ya no se requiere de nosotros el cumplimiento de los mandamientos, estatutos y decretos que menciona la Palabra de Dios).

Si somos sinceros y no superficiales en nuestra comprensión de la Palabra de Dios necesitamos reconocer que nuestra justicia (cumplimiento de los mandamientos, estatutos, preceptos e instrucciones de Dios contenidas en Su Palabra) requiere ser mayor que la de los fariseos (Mat 5:20-48), y que hemos fallado rotundamente en el cumplimiento de ese mandamiento, arrepentirnos y volvernos a Sus caminos. Necesitamos convertirnos en personas que no solo conocen “El Libro” sino que meditan en él de día y de noche, en él tienen su delicia, y lo ponen en práctica en todos los hechos de su vida, en el más alto grado posible (Sal 1:1-3, Jos 1:8, Rom 12:1-2). Las naciones son, entre uno de sus factores más importantes, el resultado de lo que hay en el corazón de las personas que la conforman (Prov 23:7), por lo que si nuestra nación necesita un cambio (y es evidente que lo necesita) ese cambio debe comenzar por nuestro corazón, y el único que puede cambiar nuestro corazón es Dios, por lo que necesitamos con urgencia volvernos a El, permitirle que penetre hasta lo más recóndito de ellos y que nos transforme por entero a través de la obra regeneradora del Espíritu Santo y nuestro compromiso a la obediencia a Su Palabra. Entonces avanzará el cambio de Guatemala. Cuando Dios ha cambiado naciones, tal como nos lo enseña la Palabra de Dios y la historia de la Iglesia, siempre ha comenzado por cambiar el corazón de una persona, que por su ejemplo, amor, pasión y fidelidad a Dios y Su Palabra y la autoridad que le da el testimonio de su vida, impacta e influye en otras persona que se contagian de ello que también impactan e influyen en otras y así sucesivamente hasta terminar en un avivamiento y transformación sanadora de las naciones (los jueces, David, Nehemías, los Apóstoles del Cordero, Pablo, los Reformadores, etc.). Y Dios no ha cambiado. Dios va a obrar el cambio de Guatemala, y de las naciones de la tierra, cambiando el corazón de las personas, primero de sus hijos e hijas, y después de los que necesitan ser salvos (1 Tim 2:4).

El método de Dios para la transformación de las naciones es siempre el de la transformación de personas que estén dispuestas a vivir de acuerdo a Su voluntad. El caso de Ester es significativo. Inicialmente, ella no quería intervenir a favor de su pueblo (Est 4:1-11), pero el Espíritu Santo, a través de Mardoqueo, impacta su corazón, transformándolo (Est 4:12-14), entendiendo que si va a haber alguna transformación a favor de su nación eso la implica a ella personal y activamente. Entonces ella ayuna y ora buscando a Dios y Su preparación para la obra que El le había encomendado (Est 4:15-16), y Dios le da la gracia y el favor para provocar un cambio a favor de su nación. De la indiferencia pasó a la acción, de un corazón que procuraba solo por ella pasó a un corazón que procura por la nación entera. Un gran cambio que Dios obro en su corazón y que quiere obrar en el nuestro también (Est 8:6) porque El no hace acepción de personas (Deut 10:17, Hch 10:34, 1 Ped 1:17).

En resumen, no solo se trata de orar que Dios transforme la nación, lo cual está bien pero es insuficiente. Se trata también de orar que Dios comience por transformarnos a nosotros mismos, y por convertirnos en las personas de El que El pueda usar activamente para transformar nuestras naciones, y asumir el compromiso que ello implica: nuestra transformación y la transformación de la nación (Mal 4:5-6). Dios en este tiempo va a levantar una generación de hijos Suyos, hombres y mujeres, llenos del Espíritu de Elías, que estén dispuestos a entregar sus vidas, si fuera necesario, para el triunfo del Señor frente a los baales y jezabeles y sus profetas, que se han levantado en este tiempo en el nombre de satanas a robar, matar y destruir las naciones, que son la herencia que Cristo nos ha entregado para que en Su Nombre (Sal 2:8-10, Mat 28.18-20, Rom 8:17) tomemos posesión y establezcamos, aunque sea de manera imperfecta, Su Reino sobre ellas (Mat 6:10).

¿Estamos dispuestos a aceptar el reto de vivir al 100% en medio de todas nuestras actividades como Dios espera? ¿Estamos dispuestos a entrarle activamente a la transformación de nuestras naciones?


 
 

Arrepentimiento de los pecados que hemos cometido como Iglesia.

Hasta ahora hemos hablado básicamente de los aspectos relacionados con el arrepentimiento personal. En esta parte vamos a tratar acerca del arrepentimiento de los pecados que hemos cometido como Iglesia.

Necesitamos reconocer que, en gran medida, hemos fallado en mostrar el amor de maneras prácticas, más allá del evangelismo, a un mundo que está medio muerto. En la parábola del buen samaritano (Luc 10:25-37) Jesús nos enseña la importancia de hacer misericordia de una forma práctica. Un hombre estaba medio muerto al lado del camino y un sacerdote y un levita, seguramente por estar concentrados en sus actividades religiosas, pasaron de largo sin brindarle ninguna ayuda ni apoyo, sin mostrar ninguna sensibilidad respecto al dolor del moribundo. Detrás de ellos venía otro hombre que se bajo de su caballo, vendó al herido, lo subió al caballo y se lo llevó a un mesón, cuidó de él ese día y al día siguiente se lo encargó al mesonero, mientras él regresaba. Aplicándolo a nuestro caso podemos decir que el hombre medio muerto representa al mundo agobiado de problemas cuyas soluciones no llegan haciéndose día a día mayor su magnitud (violencia, pobreza, enfermedad, corrupción, inmoralidad, desintegración familiar, homosexualidad, inmoralidad, etc.). El sacerdote y el levita representan a la iglesia, que encerrada en las cuatro paredes de sus edificios y entretenida en sus actividades eclesiásticas (cultos, programas y actividades), se ha vuelto mayoritariamente insensible a las necesidades del mundo a su alrededor. Una gran mayoría de creyentes no ha levantado sus manos de manera sistemática y diligente para atender las necesidades derivadas de esos problemas y tampoco sus líderes y pastores han creado oportunidades para hacerlo. Grandes sectores de la cristiandad hoy, nunca, nunca, han visitado enfermos, alimentado a los hambrientos, visitado a los que están presos, hecho misericordia con los pobres, las viudas y los huérfanos. Quizá han ayudado alguna vez u ofrendado alguna vez, pero nunca se han involucrado sistemáticamente con sus recursos, tiempo y esfuerzo, en aliviar las necesidades de un mundo en crisis, y mucho menos, participado en tareas de acción y transformación. Han vivido un cristianismo egocéntrico (Dios para ellos) en lugar de un cristianismo bíblico (nosotros para Dios y el prójimo).

Adicionalmente, a pesar de que la Iglesia tiene el espíritu de sabiduría e inteligencia que viene de Dios y ser la columna y el baluarte de la verdad (1 Tim 3:15), y heredar la naturaleza profética y la misericordia de Cristo como su cuerpo, tampoco ha alzado su voz para confrontar el pecado que invade a nuestra sociedad a todo nivel, como lo hicieron los profetas del Antiguo Testamento, como lo hizo Juan el Bautista y como lo hizo Jesús, y tampoco ha aportado soluciones creativas para resolverlos y/o por lo menos aliviarlos. Peor aún, algunos, en una interpretación equivocada de la enseñanza bíblica, asumiendo que antes de la segunda venida de Cristo la iniquidad aumentará, y queriendo escapar a la actual situación del mundo a su alrededor, han retirado a la iglesia totalmente de la vida pública, supuestamente para que la maldad se incremente y Cristo venga pronto, en un escapismo totalmente anti-bíblico y anti-cristiano. Como Iglesia, por nuestra indiferencia y escapismo, le hemos entregado a Satanás y sus servidores el mundo de los negocios, el arte, la educación, los medios de comunicación, el gobierno y la política, la elaboración de leyes y la aplicación de la justicia, etc., espacios que han sido tomados por el humanismo secular –mucho de él, áteo— utilizándolos para alejar a las naciones de Dios y acercándolas al pecado en todas sus manifestaciones (Rom 1:18-31), agravando, de paso, las magnitudes de los problemas que enfrentan nuestras naciones y nosotros como creyentes (Prov 16:25).

Habiendo crecido significativamente en números (del 5% de la población hace 50 años, al 50% hoy) no hemos crecido en influencia como sal (freno a la corrupción) y luz (mostrar un camino mejor para el mundo que el que está siguiendo), y mucho menos como levadura transformadora (Mat 13:33). El pecado en lugar de disminuir ha aumentado, igual la pobreza, la violencia, la corrupción, la inmoralidad, etc. ¿Será que la iglesia perdió su sabor, su luz y su poder transformador? Yo creo firmemente que no. Creo que estuvimos por muchos años equivocados sosteniendo una actividad eclesiástica que, si bien es parte de lo que Dios quiere que hagamos, no es todo lo que El quiere de nosotros. El nos dio el poder para que las puertas del Hades tuvieran que retroceder delante de la Iglesia, para que la luz en nosotros echara fuera todas las tinieblas, para que deshiciéramos las obras del diablo, para que restauráramos los fundamentos, y todo ello, no solo en la iglesia y en nuestras vidas personales y familias, sino en nuestras naciones, en el mundo exterior. Es el tiempo de arrepentirnos de nuestros pecados de indiferencia, escapismo, abandono, dejadez con respecto a los problemas que hay en el mundo y se han agravado, y que oremos y busquemos soluciones para ponerlas en práctica (Mat 7:7), soluciones que alivien los problemas de nuestros conciudadanos, muchos de ellos además, hermanos en la fe, y lleven a la transformación de la nación que Dios nos ha dado como herencia. Es el tiempo de dejar el silencio frente al aborto, la homosexualidad y el lesbianismo, la muerte de pilotos del transporte por las extorsiones de las maras, el narcotráfico, la corrupción, el clientelismo político, la desintegración familiar, el deterioro del medio ambiente, la codicia en los negocios, la impunidad, el abuso, etc.

Como la iglesia auto-limitó sus funciones al evangelismo y se olvidó del mandato a la transformación de las naciones, a proyectarse hacia el exterior de sí misma, poco a poco, casi imperceptiblemente, pasó de predicar un Evangelio del Reino a un evangelio individualista y egoísta (mi salvación, mi sanidad, mi restauración, mi bendición, mi provisión, mi unción, mi ministerio, etc.), y de allí paso a construir reinos eclesiásticos y denominacionales, olvidando la construcción del Reino de Dios, aflorando la división, los celos, las envidias, la competencia, y resquebrajando la unidad que hoy necesitamos retomar. Es el tiempo de arrepentirnos no solo de haber abandonado el Evangelio del Reino, sino de la perspectiva egocéntrica y de los reinos denominacionales que construimos a expensas de Dios y Su Reino (Jer 18:15), pero además, necesitamos confrontar los paradigmas que han sostenida nuestra labor eclesiástica con la Palabra de Dios tal como está escrita (2 Tim 3:16-17), y derribar todo aquello que necesite ser derribado (2 Cor 10:4-6), renovando nuestro entendimiento (Rom 12:2) y volviendo nuestros caminos a las sendas antiguas (Sal 119:59, Jer 6:16, Isa 61:1-10).

Necesitamos arrepentirnos de haber desterrado doctrinas fundamentales del cristianismo, tales como la doctrina del arrepentimiento (Mat 3:2, Mat 4:17, Mar 1:15) y los frutos de arrepentimiento (Mat 3:8, Luc 3:8), de la genuina regeneración (2 Cor 5:17, Hch 3:19), del temor de Dios (Jer 2:19, 2 Cor 7:1, Efe 5:21, 2 Cro 19:7, Prov 1:7, Sal 111:10), de la obediencia y la santidad (1 Ped 1:13-16, Heb 12:14, Mat 5:48), del Reino (Mat 6:33, Mat 6:10, Mat 9:35, Mat 24:14, Hch 1:3), del juicio eterno (Heb 6:2, Apo 2 y 3, 1 Cor 3:12-15), etc., edificando nuestras vidas y las de nuestros hermanos y hermanas en la fe sobre este fundamento.

También necesitamos arrepentirnos de los dobles estándares (doble ánimo, Sant 1:8, Sant 4:8) con los que hemos vivido (uno piadoso para dentro de la iglesia y las actividades eclesiásticas) y otro mundano para el resto de nuestras actividades. Necesitamos entender que el cristianismo no es una mentalidad eclesiástica sino un estilo de vida que tiene que invadir toda nuestra vida interior (pensamientos, sentimientos, decisiones, palabras, etc.) y toda nuestra vida pública (familia, trabajo, vida social, ciudadanía, etc.) de tal manera que todo lo hagamos para la gloria de Dios (Col 3:22-24) y no para la nuestra.

Y finalmente, necesitamos arrepentirnos de no haber provisto para la nación, gobernantes justos, un liderazgo justo, en todos los ámbitos (Mar 10:42-45). No solo no los hemos preparado, sino que además de ello, hemos dejado solos y hasta condenado, a los pocos que se han levantado para ello, acusándolos de meterse con el diablo, o haber caído de la gracia, cuando muchos de ellos estaban obedeciendo, aun sin ciencia y sin preparación, un llamado para el cual Dios los había designado (Efe 2:10, Rom 12:8 –los que presiden--). Peor aún, hemos elegido, vez tras vez, gobernantes a sabiendas que eran injustos, prefiriéndolos a ellos frente a hermanos en la fe que podrían haber tenido un mejor desempeño por el hecho de que sobre ellos reposaba el Espíritu de Dios. Es el tiempo de arrepentirnos, de rectificar, de obedecer lo que nos enseña la Palabra de Dios en todos los ámbitos y en este específicamente (Deut 17:14-20, Exo 18:19-21).

Quizá todo ello no sea fácil, pero no es imposible. Para Dios nada es imposible Quizá no todos reconozcan y acepten lo que hemos compartido, pero Dios puede hacer mucho con pocos apasionados (los Doce Apóstoles, Pablo, los Reformadores) ¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino? (Est 4:14).
 
 
 

24 Mar 2016