Estudio Bíblico

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La naturaleza y el carácter de la Iglesia.



LA COSMOVISIÓN CRISTIANA BÍBLICA (21).

LA NATURALEZA Y EL CARÁCTER DE LA IGLESIA.



Introducción.

La Iglesia es el único organismo en la tierra depositario de la Verdad de Dios (1 Tim 3:15), y entre ello, de la Cosmovisión de Dios para el mundo. Y no solo es la depositaria de ese tesoro, sino la comisionada responsable delante de Dios para enseñar y llevar a la práctica esa cosmovisión (Mat 28.18-20) en todas las esferas de la vida de las personas y sus naciones de tal manera que se orienten y caminen bajo Su luz y sean bendecidas (Sal 33:12, Mat 6:33).

Para que ello suceda, en principio, la Iglesia necesita una revisión, una reorientación, una nueva reforma, para que aquellas cosas que no están funcionando de acuerdo con esa cosmovisión, se alineen a ella, para manifestar primero en sí misma lo que va a enseñar hacia afuera. Y una de las cosas fundamentales en que necesita reformarse es en lo relacionada con su carácter apostólico. Aún cuando desarrollaremos este tema más adelante, en principios es necesario establecer que lo apostólico no se refiere al reconocimiento o nombramiento de apóstoles (aunque lo implica), sino a la recuperación de un carácter, una forma de ser, un estilo de acción.

Jesús, como el Apóstol de nuestra fe, fue enviado por el Padre al mundo, en una clara intervención en la historia, como el Señor de la Historia, que El es, para establecer las bases del retorno del mundo entero (no solo las personas, sino la familia, las organizaciones, las naciones, las relaciones, las actividades, etc.), al diseño original de Dios para él (Luc 19.10). Cuando Jesús establece a los que continuarían Su obra en el mundo, que primero fueron discípulos, los establece como apóstoles (Mar 3:13-19, Mat 10.1-5) y los envía al mundo para transformarlo (Mat 5:13-16, Mat 13:33). Es sobre ese propósito y carácter transformador (apostólico) que se establece y se fundamenta la Iglesia (Mat 16:18-19).

En consecuencia, la cosmovisión bíblica y sus implicaciones, demandan de la Iglesia una transformación, y un re-enfoque de su acción orientado hacia el ejercicio de influencia y transformación hacia afuera, hacia el mundo, para re-establecerlo, re-fundarlo, sobre la base del propósito de Dios, de establecer el Reino en plenitud sobre él (Jer 15.19, 1 Cro 12:32, 2 Cro 7:14, Mat 6:10, Col 1:15-20), lo que en primer lugar implica la necesidad de romper nuestros paradigmas de funcionamiento eclesiástico ajustándolas a la cosmovisión y propósito original de Dios.



Rompiendo nuestros paradigmas de funcionamiento eclesiástico.

Los paradigmas son todos aquellos pensamientos que nosotros tomamos como definitivos, incuestionables, y que nos sirven como el mapa para conducirnos en cuanto a los asuntos esenciales de la vida, tales como los pensamientos acerca de Dios, el universo, la vida, la iglesia, el trabajo, nuestro lugar en el mundo, etc.

Esos pensamientos son la base de nuestra acción en la vida y de las respuestas que damos a las circunstancias que enfrentamos. Cuando esos pensamientos tienen una base incorrecta, obviamente nos van a dar como resultado conclusiones y acciones incorrectas (Prov 23:7), y lo contrario también es verdadero.

Ello implica que, para que nuestras acciones produzcan los resultados correctos que deriven en calidad de vida (que es el propósito de Dios para nosotros, 3 Jn 2, Jn 10:10, Rom 12:2), necesitamos que estén fundamentadas en los pensamientos correctos (Prov 23:7), que deben derivar de los principios correctos para el funcionamiento de todas las cosas, de lo contrario vamos a fracasar.

La fuente de los principios está en el origen de todas las cosas. El que crea las cosas determina los principios verdaderos bajo los cuales esa cosa va a funcionar correctamente. Cuando ignoramos los principios bajo los cuales funcionan las cosas, lo que resulta es en el abuso de ellas. Y en relación con la Iglesia ello también es cierto.

El origen y fuente de todas las cosas es Dios (Gen 1.1, Rom 11:36). Por esa razón la Palabra de Dios nos manda a que busquemos los principios del funcionamiento de todas las cosas (nuestra vida, el trabajo, la familia, etc.) en Dios, que no pensemos de las cosas como piensa el mundo sino como piensa Dios (Rom 12:2) para que comprobemos Su buena voluntad, agradable y perfecta respecto a ellas y nosotros, y que todo pensamientos lo llevemos “cautivo” a la obediencia a Cristo (la Palabra de Dios y los principios que ella nos enseña, 2 Cor 10:3-6).

Los pensamientos que son contrarios a los principios bajo los cuales fueron establecidas todas las cosas por Su Creador (Dios), son principios que derivan del pensamiento humano separado de Dios (Rom 1:18-31), a los que la Biblia llama fortalezas, argumentos y altiveces, que necesitamos derribar de nuestra mente para dar lugar a los pensamientos y principios de Dios.

Y ello es cierto con relación a los principios y el carácter de la Iglesia también. A lo largo de la historia de la Iglesia, por cuestiones coyunturales, la Iglesia adoptó algunas cosas organizacionales y acciones que tal vez fueron adecuadas para ese momento coyuntural, pero que no lo eran para otros momentos, y que sin embargo, se fueron quedando como parte de su carácter y su naturaleza. Así como Dios guio a los Reformadores en el siglo XVI a reformar las doctrinas fundamentales de la Iglesia tocantes a la salvación, así hoy Dios está levantando un mover, por Su Espíritu Santo, para reformar el carácter y la naturaleza de la Iglesia para incrementar su eficiencia y eficacia en un mundo que, debido a la operación del ministerio de la iniquidad, está medio muerto a la orilla del camino esperando la manifestación de los hijos de Dios para ser libertado de la corrupción a la que ha sido sometido (Luc 10.25-37, Rom 8.19-21) como consecuencia del pecado.

Cuando contrastamos los principios bíblicos relacionados con la Iglesia que fueron establecidos por Dios en Su Palabra y que se evidencian en el accionar y los resultados de la Iglesia de los primeros tiempos, con los principios y el carácter de la Iglesia de hoy y sus resultados, podemos ver una cantidad de diferencias, que merman su eficiencia y eficacia, en cuanto al plan pleno de Dios para ella, en todas las áreas de su accionar. Aún cuando la Iglesia hoy está cumpliendo un papel muy importante en el mundo, Dios la está llamando a un papel aún mayor, principalmente ahora que estamos mucho más cerca de los últimos tiempos y de la restauración de todas las cosas (Hch 3.21, Mat 17.11) que debe suceder antes de la segunda venida de Cristo, lo que implica también la restauración de la Iglesia, restauración que dará como resultado que su gloria postrera sea mayor que la primera (Hag 2:9, Jn 14:12, Prov 4:18).

Ello implica la necesidad de una revisión de los principios acerca de la naturaleza y el carácter de la Iglesia, con una mente amplia, dispuesta a realizar los cambios de paradigmas que sean necesarios, aún cuando ello pueda ocasionar resistencias y oposición en nuestras mentes, para convertirnos en los odres nuevos (Mat 9.16-17, Mar 2:21-22, Luc 5:37-38) que Dios requiere para echar el vino nuevo que El está trayendo para estos tiempos previos a la segunda venida de Cristo (Dan 2:21, Joel 2.23-29, Hch 3:19-21).

Para ello, no necesitamos sino ir a la Palabra de Dios y revisar los principios que desde el principio fueron establecidos para la Iglesia, y restaurarlos dentro de ella, así como relegar a segundo término todas aquellas cosas que si bien pueden no ser contrarias al plan de Dios para la Iglesia, no constituyen prioridad de acuerdo con la Palabra de Dios (Ecle 1:9, Jer 6:16, Isa 40:8).



El origen de la Iglesia.

La Iglesia es el más poderoso organismo (Cuerpo –Efe 5:22-32, 1 Cor 12.1-31--, no organización) que existe sobre la faz de la tierra, establecida, sustentada y edificada por el Señor Jesucristo (Mat 16:18, Hch 2:47, 1 Cor 3:7, Col 2:19), formada por todos aquellos que han reconocido de corazón y de hecho que Jesús es el Señor (Rom 10:8-10), el Hijo de Dios (Mat 16:16) encarnado y resucitado de entre los muertos, diseñada para ejercer una poderosa autoridad e influencia transformadora (Mat 16:18-19, Mat 18.18-19, Hch 1:8) en el medio en el cual existe (Mat 28.18-20, Rom 8:19-21) con el objeto de restaurar la plenitud del Reino de Dios sobre toda la creación (personas, relaciones, organizaciones, estructuras, sistemas, cosas, Luc 19:10, Jn 3:16, Rom 8:19-21, Mat 6:10, Col 1:15-20, 2 Cor 5.17-20, Mat 5:13-16, Mat 13:33, Hch 17:6).

De hecho, la Iglesia original hizo exactamente eso según lo testifican Hch 17.6, Hch 2:41-47, Hch 4:32-35: se constituyó como una nueva comunidad donde todos sus miembros estaban ocupados plenamente con Dios y los unos con los otros, que en medio de sus actividades cotidianas testificaban con su vida y de Palabra acerca de Cristo, estableciendo una nueva forma de vivir frente a la sociedad a la cual pertenecían, influyéndola para transformarla de acuerdo a la misión que Jesús les había dado directamente: establecer la autoridad de Dios en la tierra, evangelizando y discipulando a las naciones para enseñarles a guardar lo que Dios nos ha mandado (para funcionar de acuerdo a esos principios y no de acuerdo con los principios del mundo cuyo fin es muerte, malestar, frustración, decepción, etc., Prov 16:25).

La Iglesia fue diseñada por Dios para conquistar, para avanzar (Efe 3:10-11, Efe 6:12-18) la plenitud del Reino de Dios (no a sí misma solamente) en el mundo (Hch 1:8, Mat 28.18-20), para transformar lo natural por medio de la transformación de lo espiritual (Heb 11.3, Mat 16:18-20). Fue diseñada con la capacidad de llenarlo todo (Mat 16:15, Hch 1:8, Mat 28.18-20), tomarlo todo (Efe 1:23), influenciarlo todo (Mat 5:13-16), transformarlo todo (Mat 13:33), y ello, a pesar de la oposición por más fuerte que fuera, que no prevalecería, predominaría ni influiría sobre ella (Mat 16:18-20).

Jesús vino en carne para restaurar aquello que Dios comenzó en el principio y quedó inconcluso por consecuencia del pecado (Luc 19:10) para que la Iglesia, en su Nombre, concluyera lo que Dios comenzó con Adán y Eva antes de la caída (Rom 8:19-21, Mat 28:18-20, Col 1:15-20).

En consecuencia, la Iglesia es la portadora del poder y la autoridad de Dios (Mat 28.18), tanto en el ámbito espiritual como en el natural, para someter todas las cosas, tanto las que existen en el mundo espiritual como en el mundo natural, bajo los pies de Cristo (Efe 1:22-23, Heb 10:12-13).



La naturaleza de la Iglesia.

La Iglesia es la creación más poderosa de Dios (Mat 16:18-19, Efe 1:18-23, Heb 10:12-14) y su poder abarca tanto el mundo espiritual como el mundo natural, para transformarlos a ambos de acuerdo con la voluntad de Dios. Esto es muy importante, porque tradicionalmente la Iglesia ha retraído su influencia únicamente al mundo espiritual, sin considerar el plan de Dios para ella en el mundo natural y social ni todas las implicaciones y potencialidades de su estar en esas otras dos dimensiones del universo de Dios. En ese sentido, frente al mundo natural y social la iglesia del último siglo (los 1900 años anteriores no fue así) ha sido como el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano (Luc 10:25-37): indiferente, pasiva, escapista.

Es el organismo a través del cual Dios manifiesta Su poder en el mundo para transformar vidas (salvación, sanidad, liberación, restauración, etc.) que después deberían ir al mundo a transformar familias, comunidades y naciones (Mat 13.33). Es el único organismo que, a pesar de todas las imperfecciones y limitaciones que pudiera tener, representa a Dios en la tierra, tiene la bendición y habilitación de Dios para impartir vida a las personas, y manifiesta Su poder.
Es la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo (Efe 1:23).
Es la que tiene toda la autoridad de Dios en el cielo y en la tierra (Mat 28.18-20).
Las puertas del infierno (del mal) no prevalecen contra ella (Mat 16.18).
La única que tiene las llaves del Reino (Mat 16:19).
Todo lo que ata o desata en la tierra es atado o desatado en el cielo (Mat 16:19).
La única que tiene el poder de transformar el mundo para bien (Mat 13:33, 2 Cro 7:14).
La única que oye y entiende la Verdad de Dios (Jn 14:6, 2 Cor 4:3-6) y que es columna y baluarte de esa verdad (1 Tim 3:15).

Es el único organismo en el mundo, formado por personas, que tiene casi dos mil años de existencia, establecida en todos los países del mundo sin excepción, con más de mil quinientos millones de personas como miembros (el 20% de la población mundial), en quienes reside el poder de Dios (aunque no lo sepan actualmente, Efe 1.17-19) que implica el más grande potencial para cambiar el mundo en el que vivimos hoy.

Aún cuando la Iglesia cuenta con organizaciones, instituciones, jerarquías, recursos materiales, etc., la Iglesia son las personas (Hch 2:38-47, 1 Cor 12:18), no esas cosas. Dios y Su poder residen en las personas, no en todas esas cosas. Las cosas son los medios y los recursos para manifestar al mundo el poder de la Iglesia, pero no son la Iglesia. La Iglesia son sus miembros, las personas, aún con todas sus imperfecciones pasadas, presente y futuras (Fil 1:6, Gal 6:1), en las cuales y a pesar de ellas, Dios ha decidido hacer Su morada (Jn 14:23), formar Su carácter (Rom 8:28-29), sembrar Su fruto (Gal 5:22-23), y todo ello, para manifestarse en el mundo espiritual, social y natural, trayéndolos de nuevo a Su plan y propósito originales (Rom 8:19-21).

Al ser la Iglesia las personas y la suma de personas, si bien cada iglesia y/u organización tiene sus particularidades, todos formamos parte de una sola iglesia, distribuida sobre la faz de la tierra en forma de congregaciones locales, y más aún, somos parte de una sola familia: la de todos aquellos que hemos sido hechos hijos de Dios por la fe en Jesucristo, de tal manera que la enemistad, la división, los celos, las iras, las contiendas, etc., no deberían ser parte de nuestras relaciones, sino la unidad, la comprensión, la tolerancia, la paz, la bondad, la benignidad, y todos los componentes del amor. Por esa razón Jesús nos enseñó que deberíamos ser conocidos por el amor entre nosotros a pesar de nuestras diferencias secundarias (Jn 13:35). Y esta comprensión de que todos somos un solo cuerpo, una sola familia, una sola Iglesia es esencial, si es que vamos a tomar en serio el propósito y reto de Dios de ser sus embajadores para transformar el mundo que nos rodea (Ecle 4:9-12, Amós 3:3).



La Iglesia es también un estilo de vida.

La Iglesia como un organismo de personas, implica una determinada caracterización de sus relaciones, que se convierte en un estilo de vida, porque somos hijos de Dios, y por lo tanto, familia los unos de los otros, todo el día, todos los días, semana tras semana y año tras año. El ser iglesia no es cuestión de unas cuantas horas y actividades a la semana, sino todo el tiempo. Somos iglesia cuando nos reunimos y estamos juntos, y somos iglesia cuando cada uno va a sus actividades cotidianas, aunque no las haga junto con otros creyentes. Jesús, con su ejemplo y en la comunidad que estableció con sus discípulos y seguidores dejó esto bien en claro (Luc 8:1-3) y la Iglesia primera lo entendió y aplicó inmediatamente, tal como el Libro de Hechos nos enseña también claramente, y no solo en sus características generales, sino también en sus características más específicas en Hch 2:41-47 y Hch 4:29-35:
• Estaban juntos.
• Eran de un corazón y un alma.
• Perseveraban cada día en:
o El templo y por las casas.
o La doctrina de los apóstoles.
o La comunión unos con otros.
o El partimiento del pan.
o Las oraciones y las alabanzas.
• Tenían en común todas las cosas, repartiendo a cada uno según su necesidad.
• Comían juntos con alegría y sencillez de corazón.
Como consecuencia de ese estilo de vida, que era tanto privado como público, y que los demás lo veían, incluyendo a los no cristianos, sucedieron tres cosas:
• Sobrevino temor a toda persona.
• Tenían favor con todo el pueblo.
• Daban testimonio de la resurrección de Jesucristo.
• Muchas señales y maravillas eran hechas.
• Abundante gracia era sobre ellos.

Todo ello, incuestionablemente, no era una forma que comportamiento que solo se diera en las reuniones regulares de la Iglesia, sino que era una forma de vivir diaria, constante, permanente, que la encontramos repetida en otros pasajes del Nuevo Testamento.

La Iglesia, entonces, vista desde la perspectiva de la cosmovisión y el diseño de Dios, es no solo un lugar de reunión, sino un lugar de desarrollar y modelar para el mundo un nuevo estilo de vida, que les produzca sed, como la sal, y que alumbre las tinieblas en las que se encuentran por culpa de estilos de vida impíos, para que se vuelvan a la luz de Cristo y a Su estilo de vida, haciéndonos entonces para ellos la sal y la luz de la tierra como Cristo nos enseño en Mat 5:13-16. En tal sentido, la iglesia es el modelo relacional para transformar el mundo, transformando sus relaciones, sus estructuras y sus sistemas impíos en justos. La Iglesia, por lo tanto, no puede vivir encerrada entre las paredes de un edificio, sino debe ser expuesta, visible para el mundo, de tal manera que el mundo se vuelva a nosotros, a nuestro estilo de vida (Jer 15:19). Pero ello implica, entonces, que cada uno de nosotros cambie sus paradigmas (vieja cosmovisión) respecto a la Iglesia, y se vuelva de todo corazón a la cosmovisión y al plan de Dios para vivir como la Iglesia que El diseñó y no como la Iglesia que diseñaron en los últimos cien años, los teólogos y las organizaciones eclesiásticas.




La individualidad de cada iglesia local.

En el plan y propósito de Dios para la Iglesia nunca estuvo que esta fuera uniforme en todas sus manifestaciones y expresiones. Así como no son iguales todos los hijos de una familia ni son iguales todos los miembros de un cuerpo, sino que hay variedad en cada familia y en cada cuerpo, así la Iglesia universal se manifiesta en una variedad de iglesias locales, cada una en un lugar y un tiempo, con unas personas y un liderazgo, específicos, acorde con el propósito específico de Dios para cada una, llamada a ejercer su ministerio, autoridad y poder, dentro de esas especificidades (1 Cor 9:19-23).

Como no todas las personas son iguales, así tampoco las iglesias deben serlo de tal manera que cada persona pueda encajar en una de ellas. La variedad y la diversidad de Iglesias son parte del propósito y la misericordia de Dios que provee para cada quién un medio de alcance, desarrollo, formación y cuidado, donde se sienta cómodo y este acorde a sus características personales. Lo que a Dios le interesa no es la uniformidad sino la salvación de cada persona con sus características individuales y personales.

De tal manera que las diferencias entre una iglesia local y otra, aún su diferente filiación a una u otra denominación, o las doctrinas secundarias que afirmen, no deberían ser, por ninguna razón, un impedimento para que pudiéramos trabajar en equipo, apoyándonos unas a otras, desarrollando compañerismo y planes, que respetando la identidad y características particulares de cada una, nos encaminen a todas a participar en el cumplimiento del propósito general de Dios de salvar a las personas y transformar las relaciones y el mundo en el que viven, entendiendo que ello no solo es posible sino que es una necesidad en la obra de Dios (Jn 17.11, 21-22).

Que esto es parte del plan de Dios lo vemos manifestado de muchas maneras en la Escritura. En primer lugar, en las siete cartas a las siete Iglesias de Apo 2 y 3. Allí se evidencia que cada iglesia era diferente la una de la otra, con sus propias características, su propio nivel de desarrollo, sus fortalezas y debilidades propias y sus propios problemas. También vemos la variedad de esas características y especificidades en las epístolas dirigidas a iglesias que forman parte del Nuevo Testamento. Y podemos ver también que esas iglesias, a lo interno, también tenían sus diferencias entre sí, las cuales no debían ocasionar ninguna división, sino complementariedad (1 Cor 1:11-13, 1 Cor 3:4-9, 1 Cor 3:21-23) y respeto.

La realidad es que algunas iglesias son más inclinadas hacia el evangelismo, otras hacia la oración, otras hacia la guerra espiritual, otras hacia la alabanza y la adoración, otras hacia la labor social, otras hacia los grupos celulares, y así sucesivamente, lo cual es el plan de Dios que necesitamos respetar y aprovechar a favor del cumplimiento de Su plan para nuestras comunidades y naciones, en lugar de pretender la uniformidad y convertirnos en estorbo para el cumplimiento del plan de Dios a través de incesantes e innecesarias discusiones y/o contiendas acerca de nuestras diferencias secundarias, sin aprecio de lo que verdaderamente nos une: la salvación en Cristo, la Paternidad de nuestro Padre Dios y Su propósito de transformar el mundo para que regrese al propósito original por el cual El lo creo.



La Iglesia necesita funcionar con un programa bien definido.

La Iglesia no es una creación humana. Es una creación de Dios y por lo tanto, en su funcionamiento debe estar orientada a cumplir con el propósito que le ha asignado su Creador. La visión de Dios para la Iglesia está bien clara-

Mar 16:15-18: ir y predicar el evangelio (las buenas nuevas de la salvación) a toda criatura para que recibiendo y viviendo el Señorío de Cristo en su vida, sea salva (Rom 10:8-10), lo que se manifiesta, en primera instancia, en el cumplimiento de la ordenanza del bautismo, y en una vida transformada y transformándose continuamente (2 Cor 5:17-18). Para ello ha sido dotada del poder del Espíritu Santo (Hch 1:8) que se manifiesta en señales y maravillas que respaldan la Palabra y convencen a los incrédulos.

Mat 28.18-20: las personas salvas, al incorporarse a la Iglesia, requieren ser discipuladas, es decir, enseñadas (oír y entender) a guardar (practicar) todas las cosas (principios) que Jesús nos ha mandado en Su Palabra que constituyen los principios del Reino de Dios y su justicia (Mat 6:33), que transformaran su entorno social y natural (las naciones), trayendo el Reino y la voluntad de Dios del cielo a la tierra (Mat 6:10) y reconciliando todas las cosas con Dios (2 Cor 5:18, Col 1:15-20), trayéndolas bajo el Señorío de Cristo (Efe 1:9-10).

Efe 4:11-16: para desarrollar a las personas convertidas en discípulas, Dios nos define un programa muy específico y detallado:
Perfeccionarlos (completar, ajustar, hacer aptos, preparar, entrenar, enseñar, instruír, formar).
Para la obra del ministerio (de reconciliar todo lo que hacen con Dios): enseñar los principios de la Palabra que son aplicables a la vida espiritual, individual, familiar, financiera, laboral, social y eclesiástica.
Para la edificación del Cuerpo de Cristo: evangelismo, servicio y discipulado.
La unidad de la fe: doctrinas bíblicas.
El conocimiento de Dios (relación, intimidad, oración, adoración).
La estatura del varón perfecto (carácter cristiano).
La plenitud de Cristo (servicio y ministerio).
El desarrollo de los dones.

Como se deduce por los anteriores pasajes, este es un programa que nosotros tenemos que planear, estructurar, coordinar, desarrollar, evaluar y retroalimentar, con la ayuda y la dirección del Espíritu Santo, pero es nuestra responsabilidad. No se trata que Dios lo haga por nosotros. Nosotros lo tenemos que hacer, porque así El nos lo instruyó, y en el proceso, El nos va a guiar y ayudar, pero insistimos, nosotros lo tenemos que llevar adelante.

Parte de la pérdida de eficiencia y eficacia de la Iglesia, y de la falta de cumplimiento del propósito de Dios para la Iglesia en el mundo actual, es que nosotros no hemos estado desarrollando las instrucciones de Dios de una manera intencionada y planificada. Existen muchos líderes cuyo único fin es predicar mensajes de la Palabra pero sin ninguna intencionalidad, sin ningún objetivo específico en mente, y por ello, en las Iglesias hay sentadas pasivamente millones de personas que semana a semana escuchan mensajes de la Palabra de Dios, pero cuya influencia es mínima en su mundo circundante (cuando podría ser máxima) y que por ello mismo se transforma (si es que se transforma) mínimamente, a una velocidad menor que lo que se transforma por efecto del ministerio de la iniquidad, dando como resultado un mundo cada día peor, en lugar de un mundo cada día mejor.

Y lo peor del caso es que justificamos esa situación en una pésima pero conveniente “interpretación” de pasajes bíblicos, argumentando que eso es conveniente porque de esa manera Cristo va a venir más rápidamente y “espiritualizando” de esa manera nuestra ignorancia, negligencia, pasividad y escapismo, que en realidad nos convierten en una especie de esquizofrénicos espirituales en medio de un mundo que está hoy más que nunca, urgido de la manifestación de los hijos de Dios. Según la correcta interpretación bíblica, la iniquidad debe incrementarse en el mundo hasta que lo que la detiene (la Iglesia) sea quitada (arrebatada) de en medio (2 Tes 2:7), no antes. El incremento de la iniquidad en el mundo en los últimos cincuenta años es una afrenta y una tremenda llamada de atención a la Iglesia que no ha cumplido con Su responsabilidad, y peor aún, una afrenta a Dios mismo de parte del diablo, que la Iglesia nunca debió haber permitido. Pero aún estamos a tiempo de revertir la situación (Dan 2:21, Hch 3:21).

El verdadero conocimiento y aplicación de la cosmovisión bíblica nos deja sin argumentos para mantenernos en esa posición de esquizofrenia, y nos debe animar a redoblar nuestros esfuerzos para intervenir (en lugar de escapar) activamente (en lugar de ser pasivos) en el mundo de la iniquidad de hoy, que no puede ni debe prevalecer contra nosotros, la Iglesia, sino que debe retroceder en todo lugar frente a nuestro avance para establecer, con la dirección y el poder de Dios ayudándonos, Su Reino y su justicia.



El carácter de la Iglesia.

La naturaleza sobrenatural de la Iglesia configura su carácter fundamental: el carácter apostólico. La Iglesia tiene un carácter apostólico, en primer lugar, por cuanto ella es enviada de Cristo con un mensaje para el mundo. El significado primario de las palabras “apóstol” y/o “apostólico” es precisamente ese: comisionada de Cristo (con poderes milagrosos), enviada, mensajera, embajadora del Evangelio, enviada en una misión. Y la iglesia cumple con todas esas definiciones o conceptos, como lo veremos cuando desarrollemos las características de lo apostólico.

En segundo lugar, el carácter de la Iglesia es apostólico por cuanto es el Cuerpo de Cristo, y Cristo fue enviado por el Padre (Jn 3:16) como el “apóstol y sumo sacerdote de nuestra fe” (Heb 3:1). El cuerpo y la cabeza participan de la misma naturaleza, de tal manera que si Jesús fue y es apóstol, la Iglesia también lo es.

En tercer lugar, la manifestación del carácter apostólico de la Iglesia se manifiesta en el hecho de que al inicio (la fundación) de la Iglesia, Jesús no ordenó evangelistas, pastores, profetas ni maestros, sino apóstoles (Luc 6:13, Mat 10:Mat 10.1-2, Mar 3:13-19), Y ello fue así porque para que la Iglesia tuviera el carácter apostólico, debía estar establecida y edificada sobre el fundamento de los apóstoles (Efe 2:20), con lo cual tendría un doble fundamento apostólico: el fundamento primario y sólido de Cristo, el Apóstol de Dios (1 Cor 3:11), y el fundamento de los Apóstoles del Cordero (Apo 21:14) para mantener el carácter apostólico que iba a ser responsabilidad de quienes establecieron el resto de las iglesias en todo el mundo como los apóstoles del Espíritu (1 Cor 3.10).

Ahora bien, el carácter apostólico no significa solamente la existencia de ministerios apostólicos, sino más importante aún, la manifestación de una serie de características, cualidades y funciones, entre las cuales podemos mencionar:
• Carácter sobrenatural.
• Carácter familiar: unidad en medio de la diversidad.
• Carácter maternal: cuidado.
• Carácter paternal: formación.
• Carácter innovador y transformador.
• Carácter ministerial.
• Carácter guerrero, ofensivo e invasivo.



El carácter sobrenatural.

Dios, por medio de Jesucristo, diseñó la Iglesia para manifestar al mundo Su carácter sobrenatural. En el momento mismo en que Jesús establece el fundamento de la Iglesia (Mat 16:18-19), establece el carácter sobrenatural de ella, para vivir y operar en lo natural (la tierra) y en lo sobrenatural (el cielo), para que las puertas del Hades no prevalezcan contra ella (lo que es la indicación de un llamado a la Iglesia también sobrenatural: el llamado a la guerra espiritual) y le entrega la posesión de las llaves del Reino de los cielos (llaves que tienen que ser sobrenaturales porque el Reino es sobrenatural, no natural; y que simbolizan el acceso a un conocimiento –Efe 1:9-10, 17-19-- y a una autoridad –Mat 28:18-19, Hch 1:8, Mat 16:15-18—privilegiados, y sobrenaturales).

El carácter sobrenatural de la Iglesia influye y determina:
a) Un tipo de relación sobrenatural de la Iglesia con Cristo a través de la oración, la alabanza y la adoración.
b) El ejercicio de una autoridad sobrenatural en medio del mundo para transformarlo (discipularlo –Mat 28.18-20--, y establecer el Reino de Dios en la tierra –Mat 6:10--).


La oración sobrenatural.

La Iglesia del Señor Jesucristo fue diseñada para tener una intimidad muy intensa, permanente, persistente, con Cristo. El es Su cabeza y ella es Su cuerpo. Y el Cuerpo necesita, para funcionar efectivamente, para cumplir su propósito, mantener una intensa intimidad con la Cabeza, además de una obediente intimidad. Y esa intimidad se alcanza en gran medida, solo a través de la oración, que en sus inicios es mayormente una oración de petición, pero que va evolucionando gradualmente a una oración de intimidad.

En Mat 21:12, Mar 11:17 y Luc 19:46, cuando Jesús limpia el templo de los cambistas, define la casa de Dios como una casa de oración, y si bien la casa física en el Antiguo Testamento era el templo, ahora somos cada uno de nosotros, los templos del Espíritu Santo (1 Cor 6:19). Luc 18:1, 1 Tes 5:17, Rom 12:12, Hch 1:14 y 1 Ped 4:7, nos exhortan a orar sin cesar, constante y perseverantemente.

El trabajo de los apóstoles en la Iglesia primera, como debería ser el de los ministros eclesiásticos hoy, era mayormente el de persistir en la oración y en el ministerio de la Palabra (Hch 6:4) y en el Libro de Hechos, podemos observar una conexión vital entre la oración, el poder sobrenatural y la eficacia manifiestas de la Iglesia en sus momentos claves.
Hch 1:14: después de la ascensión de Jesús los apóstoles y discípulos de Jesus perseveraban unánimes en oración.
Hch 1:24: oraron para escoger al sustituto de Judas.
Hch 3:1: Pedro y Juan subían al templo a orar cuando en la puerta de la Hermosa oraron por el que era cojo de nacimiento y sanó.
Hch 6:6: oraron para la ordenación de los primeros diáconos.
Hch 10:31: las oraciones de Cornelio, de alguna manera, fueron una de las razones por las cuales el Evangelio fue predicado por primera vez a los gentiles en su casa.
Hch 11:5: Pedro estaba orando cuando recibió la visión para derribar todos los argumentos que constituían los impedimentos para ir a predicar el evangelio a los gentiles.
Hch 12:5, 12: la Iglesia oraba para que Pedro fuera liberado de la cárcel y de Herodes y de los judíos que lo perseguían por predicar el Evangelio.
Hch 13:3: oraban cuando Dios apartó a Pablo y a Bernabé.
Hch 16:25: Pablo y Silas estaban orando cuando fueron librados de la cárcel en Filipos, donde también estaban por persecución a causa de predicar el Evangelio.
Hch 22:17: orando en el templo, a Pablo le sobrevino un éxtasis y recibió la asignación de Jesús de predicar el Evangelio a los gentiles.

La oración es, prácticamente, el arma sobrenatural más poderosa que Dios nos ha dejada para alcanzar cualquier fin lícito, acorde con Su Palabra , y entre ellos, madurar, crecer, desarrollarnos, que el carácter de Cristo sea formado en nosotros, que seamos renovados y restaurados, vivir en santidad, tener eficiencia y efectividad en la obra de Dios, etc. (Sant 5:16).

Algunos (hay muchos más) de los resultados de la oración son:
Fil 4:6, Sant 5:13: que nos quita el afán incrementando nuestra confianza en el Señor.
1 Tim 4:5: que santifica todas las cosas.
Sant 5:15-16: al orar unos por otros unos son salvados, perdonados y sanados.
Fil 1:19: la oración junto con el Espíritu producen liberación tanto física como espiritual y del alma.
Mat 17:21, Mar 9:29: nos ayuda a salir de la incredulidad.
Mat 26:41, Mar 14:38, Luc 22:40, Luc 22:46: nos ayuda a mantenernos libres de la tentación, y por ende, de nuestros enemigos.
Mar 13:33: nos mantiene atentos a la espera de la venida del Señor.

Un tipo especial de oración, la intercesión, es un arma poderosa, específicamente para establecer y desarrollar el Reino de Dios sobre la tierra, y por lo tanto, para replegar, derrotar y despojar a nuestros enemigos (los demonios), que es una de las funciones importantes que Dios y Cristo nos han delegado como Iglesia (Efe 6:18, Col 1:19, Clol 4:2-3, 2 Tes 3:1).

Como podemos deducir de todas las Escrituras que hemos citado, y de otras muchas que están en la Palabra de Dios, la oración es una necesidad vital en la Iglesia, y el elemento primario esencial para desarrollar la sobrenaturalidad y la efectividad bíblicas en nuestras vidas personales y en la Iglesia.

Dado el poder tan grande de la oración, el ataque del diablo ha sido sumamente intenso hacia ella, para desvirtuarla, desmotivarla, etc., al punto de que una gran mayoría de cristianos el día de hoy no consideran la oración incesante ni perseverante ni la intimidad con el Señor como algo que les concierna a ellos particularmente (solo para algunos hiper-espirituales o hiper-necesitados), y solo acuden a ella cuando necesitan pedirle algo al Señor, es decir, solo hacen uso de la oración de petición, eventual y rápidamente.

En la Iglesia de hoy, que existe en un mundo donde la maldad ha estado incrementándose consistentemente, que debe desarrollar el Reino de Dios y enfrentarse a enemigos sobrenaturales que han desarrollado un dominio sobrenatural muy grande, necesitamos restaurar el poder y la autoridad sobrenatural de la Iglesia para combatirlo (2 Cor 10:4, Efe 6:12-18), y ello pasa por la restauración de la oración en su dimensión principal, que es la oración de intimidad con Dios, y situar la oración de petición en su justo lugar, no como la oración, sino como una entre los muchos tipos de oración de los que la Biblia nos enseña.


Alabanza y adoración significativa.

La restauración de la oración de intimidad con Dios incluye la restauración de la alabanza y la adoración significativas, que forman una unidad con ella. No puede haber una oración significativa de intimidad con Dios que no incluya alabanza y adoración significativas, que fue el modelo que nos enseñó Jesús en Mat 6:9-13. La oración que El nos enseñó comienza con alabanza y adoración y termina con alabanza y adoración.

Igualmente, no vamos a tener victorias, efectividad y eficiencia sobrenaturales como personas y como Iglesia, ni avances significativos en el desarrollo del Reino de Dios y la recuperación de nuestras naciones para Dios, a menos que haya una restauración de la alabanza y la adoración significativas, sobrenaturales.

Cuando los israelitas iban a tomar finalmente la tierra prometida, después de 40 años en el desierto, Dios los instruyó para que los alabadores (musicos y/o cantores) fueran delante de ellos en algunas de las batallas que libraron (los muros de Jericó, la cruzada del rio Jordán, etc.) porque la alabanza es también una poderosa arma de guerra que convoca a Dios a estar en medio de su pueblo, porque El habita en medio de la alabanza de ellos.

Por ello la Biblia nos invita y nos convoca a la alabanza y la adoración continuamente, como por ejemplo, en los siguientes pasajes:
1 Cro 16:25-37: el Señor es grande, digno de suprema alabanza y de ser temido por todos los dioses (demonios, 1 Cor 10:19-21), delante de El es la alabanza y la magnificencia, poder y alegría en su morada, El merece toda la honra y la alabanza de todo lo creado (no solo de los seres humanos, pero más de ellos que de cualquier otra cosa creada por la magnificiencia de su misericordia para con nosotros)..
Sal 40:3: la alabanza y la adoración producen temor en nuestros enemigos, y muchos confiarán en el Señor.
2 Cro 20:22: cuando Judá y los moradores de Jerusalén comenzaron a entonar cantos de alabanza, el Señor puso a sus enemigos a que se emboscaran y se mataran entre ellos mismos.
Sal 50:14-15: los que alaban, cuando invocan al Señor en el día de la angustia, El los librará.
Sal 145:3: nos recuerda que el Señor es grande, poderoso en hechos y por ello, digno de recibir alabanza, honor y gloria de nosotros.
Sal 149:5-9: la alabanza es una preparación de guerra para ejecutar, en el nombre de nuestro Dios, venganza entre las naciones y castigo entre los pueblos (los demonios, las huestes de maldad), para aprisionar a sus reyes (principados y potestades) con grillos y a sus nobles (poderes y autoridades de las tinieblas) con cadenas de hierro, para ejecutar en ellos el juicio decretado.
Isa 42:10-13: a causa de la alabanza el Señor saldrá como gigante y como hombre de guerra, con gritos y alaridos se lanzará al combate y triunfará sobre sus enemigos.

Como podemos aprender en las Escrituras anteriores, la alabanza y la adoración verdadera requieren hacer acto de presencia para desatar el poder sobrenatural dentro de la Iglesia frente a sus enemigos que la estorban en el cumplimiento del propósito de Dios para ella.

Y la alabanza hoy, la verdadera, la sobrenatural, necesita ser restaurada. Alguien podrá preguntar como es posible que haya necesidad de restaurar la alabanza y la adoración significativas ante la abundancia de música cristiana hoy. Ante ello hay que reconocer que no todo (y quizá una gran mayoría) de la música cristiana de hoy no es alabanza y adoración verdaderas. Pueden ser canciones de expresión de nuestro amor y sentimientos hacia él, de motivación para los creyentes, de ánimo y de exhortación, lo cual no es malo ni de desechar, pero no podemos ni debemos confundirla con alabanza y adoración significativas. La alabanza es el reconocimiento de lo que Dios hace, y la adoración de Quién El es, y ello no tiene que ver conmigo y mis sentimientos, sino con El y lo que el es digno de recibir en todo tiempo independientemente de mis estados de ánimo y emociones. No comienza en nuestra boca ni en nuestro oído, sino en el corazón. Nace de un corazón verdaderamente agradecido por el amor que Dios nos ha manifestado en Cristo, por su magnificencia, poder, misericordia y gracia. No necesariamente debe convocar nuestras emociones, pero debe convocar el poder de Dios y Su presencia en medio de nosotros. La alabanza y adoración significativas deberían ser suficientes para que en medio de ellas Dios obre en milagros, transformación, restauración, sanidades, liberaciones, etc. La alabanza sobrenatural convoca el poder sobrenatural de Dios en medio de Su pueblo.

Si la Iglesia va a ser la representante de la sobrenaturalidad de Dios en la tierra y va a hacer la obra sobrenatural que Dios la ha llamado a hacer con eficiencia, eficacia, poder y autoridad, requiere la restauración de la oración, la alabanza y la adoración significativas, centradas en Dios y no en nosotros y la ministración de nuestra emocionalidad. No debe convocar nuestra mocionalidad sino el poder de Dios, la presencia misma de Dios en medio de Su familia, Sus hijos e hijas que le aman por sobre todas las cosas y están total y completamente rendidos a El y a Sus propósitos.

27 Jun 2009
Referencia: Tema No. 21a.