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Ayuda social.



LA COSMOVISIÓN CRISTIANA BÍBLICA (50).

LA PRACTICA DE LA AYUDA SOCIAL.



Introducción.
El sufrimiento llegó a este mundo por medio de la desobediencia de Adán y Eva para con Dios y la Caída resultante del hombre y la naturaleza (Gen 3:6-24) de su estado original de perfección tal y como fueron creados por Dios (Gen 1:26-28, Gen 2:15, Gen 2:23-34). Como consecuencia el hombre está en desarmonía con su Creador, consigo mismo, con otros hombres y con la naturaleza. Desde entonces la tierra ha estado plagada de violencia, enfermedad, desastres, muerte y del sufrimiento que todo esto trae (Rom 1:18-31).
Muchos sufren como resultado de sus propias decisiones pecaminosas, por su desobediencia y rechazo a Dios y a Sus mandamientos (Deut 28:15-68). Sus decisiones pecaminosas tienen efectos dolorosos y de amplio alcance sobre la totalidad de sus vidas. Abusan de sus cuerpos y mentes con drogas, alcohol, inmoralidad sexual, o descuidan las prácticas de la buena salud, y sufren así tanto física como emocionalmente. De igual manera, el sufrimiento puede provenir de relaciones quebrantadas, ambientes llenos de tensión, batallas internas que no han sido apropiadamente tratadas, o incluso de ataques demoníacos. Muchos que están en prisión cosechan las consecuencias de su conducta criminal, mientras que otros son cautivos de adicciones destructivas que brotan de sus decisiones. La pobreza puede incluso resultar de la rebelión contra la autoridad, la pereza, falta de disciplina y auto-control e ignorancia.
Pero otros sufren sin contribuir directamente a las causas de su sufrimiento. Son víctimas de fuerzas externas como los defectos de nacimiento, accidentes, enfermedades, o catástrofes repentinas (diluvios, terremotos, incendios, sequías, etc.). Algunos sufren por la muerte de un miembro de la familia o de un ser amado. Otros son víctimas de la violencia humana ya sea en sus formas institucionales de la tiranía gubernamental, la guerra, el prejuicio cultural, o en sus formas individuales como el crimen, la violencia doméstica y personal, o por los “pecados de los padres” (Num 14:18).
Las agencias gubernamentales han llegado a asumir cada vez más la responsabilidad que una vez se encontraba en las manos de los individuos, las organizaciones privadas y las iglesias para tratar con quienes sufren (1 Tim 5:1-16). La filosofía política prevaleciente nos lleva a creer que quienes sufren son responsabilidad del gobierno.
El gobierno civil sí tiene alguna responsabilidad judicial y legal (Prov 31:8-9, Rom 13:1-7), pero es necio esperar que el gobierno tome la delantera proveyendo servicios sociales creativos, constructivos y de cuidado, cuando no fue creado para ello ni es su propósito dado por Dios. El pobre historial del gobierno muestra que es ineficiente, perpetuando a menudo los males que busca resolver.
En contraste, la Biblia asigna la responsabilidad primaria para ayudar al que sufre, a los cristianos individuales y a la Iglesia (1 Tim 5:1-16, Gal 2:10, Hch 2:41-47, 2 Cor 8 y 9). Tenemos un mandamiento de parte de nuestro Señor, y Su promesa de canalizar Sus grandes recursos de amor, sabiduría, materiales y energía a través de nosotros para llevar a cabo nuestra tarea (2 Cor 8 y 9, Deut 8:18). Esta no es una opción, sino una obligación. No podemos entregarle a nuestro gobierno o a alguien más nuestro papel como las manos, el corazón y los pies de Jesús. “Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?” (Sant 2:15-16).
Los motivos impulsores y las metas primarias detrás de toda acción de ayuda deben ser obedecer y glorificar a Dios (Col 3:22-24), traer los pecadores a un conocimiento salvador de Cristo (Rom 10:8-10), y presentar a todo creyente como una persona madura en Cristo (3 Jn 2, Efe 4:11-16). El Cuerpo de Cristo debiese ser reconocido como un pueblo que escucha los clamores de aquellos que están en necesidad y que vienen en su ayuda. Por lo tanto, no debiesen existir divisiones entre el evangelismo y el ministerio a la gente que sufre. Debe haber un testimonio de obras de compasión si ha de haber un verdadero testimonio del mensaje de Jesucristo. Pues Jesús dijo que vino “para dar buenas nuevas a los pobres... a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor” (Luc 4:18-19). Como Su pueblo debemos hacer lo mismo, haciendo uso de Su poder y de Su Palabra (Jn 13:15, Jn 14.12).
Nuestra meta es ayudar a los necesitados a que lleguen a ser capaces de ayudar a otros, no edificar nuestros propios egos haciéndonos nosotros mismos indispensables. Nuestra tarea es, humilde y obedientemente, ayudar a otros a alcanzar su potencial de ayudar a los necesitados.
No debemos buscar soluciones de corto plazo que perpetúan la dependencia y dañan la dignidad de aquellos a quienes “ayudamos”. Para corregir la injusticia económica, debemos ir en pos del desarrollo, capacitar a la gente para que llegue a ser autosuficiente a través del poder del evangelio. Las víctimas de la hambruna y de la guerra dependen de nuestros esfuerzos de auxilio, y no osamos descuidar sus necesidades. Pero la necesidad más grande es la de desarrollo para romper el ciclo de pobreza, de modo que los receptores de hoy lleguen a ser los dadores de mañana.
Esta estrategia debiese extenderse a muchas áreas del necesitado. La Biblia dice que es más bienaventurado dar que recibir (Prov 14:21, Hch 20:35), por lo tanto necesitamos motivar y equipar a otros para que den y para que ellos también puedan cosechar la bendición de Dios.
Aunque cada cristiano tiene responsabilidad personal por aquellos que están sufriendo, la acción individual no es suficiente (Ecle 4:9-12, 1 Cor 12). La Iglesia ha de ser un refugio, un ministerio de compasión y una voz por la justicia. Además de organizar esfuerzos unidos para ayudar a quienes sufren, la Iglesia debe conformar al orden bíblico las estructuras sociales, económicas, legales, educativas, médicas y gubernamentales (Rom 8:19-21, Col 1:15-20, 2 Cor 5:18). Hacer esto no solamente eliminaría mucho sufrimiento, sino que también aumentaría la justicia y la compasión, incrementando la efectividad del mensaje de salvación. Esto requiere que los cristianos en todos los senderos de la vida cooperen en y a través de sus iglesias locales, y que las iglesias locales también trabajen juntas.
Jesús dijo que la Ley podía ser resumida en los mandamientos de amar a Dios y amar al prójimo (Mat 22:36-40). No debemos cerrar nuestros corazones a alguien en necesidad cuando tenemos los medios para ayudar (Sant 2.1-17, Mat 25:31-46).
No podemos esperar eliminar todo el sufrimiento en el mundo, o incluso en la vida de una persona; intentarlo producirá solamente frustración y desesperación. El mundo aún está caído y la opción por el pecado siempre está presente. Pero estamos llamados a llevar a cabo actos de amor significativos y sacrificiales, a la compasión y a la obediencia a Dios. “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Jn 3:16-18).



Las causas del sufrimiento.
El sufrimiento no es algo que estuvo en la Creación, y ni Dios ni la naturaleza fueron la causa inicial del sufrimiento en el mundo. La causa fundamental del sufrimiento (Gen 3:6-24) es la caída del ser humano registrada en Gen 3:1-5.
Las causas del sufrimiento y la carencia –el pecado y la separación de Dios, las obras del adversario, la elección personal y ancestral, la opresión individual y colectiva (Deut 28.15-68)--, siempre han de ser abordadas en cualquier acción que se emprenda de ayuda social al pobre y necesitado (1 Tes 5:23). Ningún auxilio al necesitado efectuará un cambio positivo y de larga duración, si solamente son aliviados o eliminados los síntomas, principalmente los físicos.
No todo el sufrimiento humano es el resultado del pecado y de la decisión personal. Existen personas heridas y sufridas que son víctimas inocentes de causas naturales o humanas en este mundo caído.
La Biblia establece y presenta el patrón para la estructura familiar y el colapso de esta estructura definida es causa de mucho dolor, como lo evidencia la situación actual de pobreza y necesidad en el mundo, cuyas causas pueden seguirse hasta una estructura familiar colapsada (Sal 11:3). Tal colapso resulta del alejamiento y abandono de los estándares bíblicos establecidos por Dios (Prov 16:25) y no como muchos afirman hoy: la falta de empleo y/o educación, la discriminación, el racismo o causas similares.
Todos aquellos que sufren de hábitos destructivos, pobreza, homosexualidad o enfermedad, no son simplemente víctimas del cambio, la sociedad, la opresión o la herencia . Muchos de ellos sufren como resultado directo de sus decisiones personales, cosechando las consecuencias de sus propias acciones (Gal 6:7-9)
Los no cristianos, aún cuando económicamente puedan no manifestar necesidad, están sufriendo espiritual y emocionalmente (Rom 3:10), porque no conocen o no obedecen a Dios (Jn 15:1-5), y tienen necesidad de ser salvos, aceptando a Jesucristo como Señor y Salvador (Rom 10:8-10) para disfrutar del fruto del Espíritu (Gal 5:22-23) aquí y ahora (Jn 10.10), y para escapar del sufrimiento eterno (Rom 6:23), por lo que los cristianos deben ministrarles el evangelio de la salvación.



La necesidad de una respuesta bíblica.
Hay multitud de personas que, aunque no lo veamos, no lo consideremos importante y/o no seamos personalmente afectados, están sufriendo en el mundo y no podemos, delante de Dios, permanecer aislados de ellos (Luc 10:25-37, (Mat 25:31-46)..
Dios espera que todos los cristianos respondamos con amor y compasión a aquellos que están sufriendo, ya sea como víctimas inocentes o como resultado de las decisiones personales (Mat 9:36, Mat 14:14, Mat 15:32). Mostrar compasión hacia aquellos que están en necesidad no es solo una opción, es una responsabilidad (Mat 25:31-46), de la que no nos eximimos por compartir el Evangelio y confrontar el pecado en la vida de alguien (Sant 2:14-16).
Cubrir las necesidades de aquellos que sufren es parte integral de la comisión de Cristo de predicar el evangelio y de hacer discípulos a todas las naciones (Mat 15:32). El Evangelio no puede ser predicado manifestando indiferencia frente a las necesidades temporales de las personas.
La participación directa en las vidas y comunidades de aquellos que sufren es algo esencial para el evangelismo y la ayuda efectiva. Un ministerio centrado en Cristo hacia los que sufren, espiritual, moral, emocional, psicológica y/o físicamente, no es posible sin el contacto personal íntimo con aquellos que sufren y sin el conocimiento de primera mano de su medio ambiente (Gal 4:12, 1 Cor 9:19-22).
La ayuda al que sufre debe afirmar el valor y dignidad de cada persona (Fil 2:3-8), abordar la totalidad de la persona en espíritu, alma y cuerpo (1 Tes 5.23) en el contexto de su entorno social y natural (Mat 28:18-20, 1 Cor 9:19-22)), ayudándolo con todo respeto a desarrollar habilidades y destrezas, enseñándoles también a ayudar a otros que también sufren (Efe 4:28, Luc 6:38).
Ninguna ayuda dada al que sufre efectuará un cambio positivo a largo plazo si ésta devalúa al individuo (paternalismo), si deja de involucrar a la totalidad de la persona en el proceso de ayuda y/o si incrementa la dependencia no bíblica de otras personas o instituciones (Jer 17:5-6).
Solamente los programas que operan sobre la base de los principios bíblicos de integralidad y alcance de la auto-sostenibilidad son capaces de abordar la causa raíz del sufrimiento e involucrar la totalidad de la persona en el proceso de ayuda, efectuando de este modo un cambio positivo y duradero (1 Tes 5:23). Por lo mismo, la Iglesia, está diseñada y equipada de manera única para ser la institución más efectiva para ayudar a los que sufren (Luc 4:18-19). Ningún programa no cristiano o secular puede abordar adecuadamente el problema raíz del sufrimiento, involucrar la totalidad de la persona temporal y espiritual, y por ende, no pueden llevar a cabo un cambio positivo y duradero del sufrimiento, solo paliarlo (1 Cor 1:18, 1 Cor 1:21-24, 1 Cor 2.14).
Los cristianos, las iglesias y las organizaciones cristianas debieran, sin comprometer los principios bíblicos, trabajar con las agencias gubernamentales existentes, con los negocios y las instituciones locales de alcance para ayudar a los que sufren, e influenciarlas con los principios bíblicos para la ayuda social (Jer 15:19, 1 Cro 12:32), de tal manera que su trabajo pueda producir un cambio positivo y duradero en los beneficiarios de la ayuda. Ello debiera ser la responsabilidad de todos los cristianos, especialmente de los que tienen una participación activa en el gobierno. De ninguna manera es incorrecto que los cristianos cooperen con los buenos programas gubernamentales y seculares que ayuden a aquellos que están en necesidad, y al hacerlo deben enfocar esa tarea como testigos del amor e interés de Cristo por los que sufren (Jn 13.35, 1 Jn 1:6, 1 Jn 4:12, Hch 10:38, 1 Jn 3:17), y como una oportunidad para compartir el evangelio (Hch 1:8).
Los cristianos y la Iglesia deben buscar, de manera humilde, diligente y continua, la sabiduría de Dios por medio del Espíritu Santo y de las Sagradas Escrituras, con el propósito de entender como ayudar mejor a los que sufren, porque ministrar efectivamente en esta área es imposible sin la guía y la dirección de Dios (Rom 8:14, Jn 15:1-5, Isa 11.1-5).



La ayuda gubernamental.
El papel cada vez mayor del gobierno civil al ayudar a los que sufren ha sido abrumadoramente inefectivo, lo que se evidencia en el hecho de que en el mundo, en lugar de disminuir los indicadores de pobreza, aumentan constantemente, a pesar de todos los programas y acciones encaminados a combatirla.
Muchas agencias, instituciones y programas gubernamentales son extremadamente derrochadores, desvían fondos económicos hacia los burócratas y las funciones burocráticas en lugar de dirigirlos hacia los necesitados.
Las demandas crecientes de fondos para el estado y para financiar esos programas, por la vía del incremento de los impuestos que recauda el gobierno, muchas veces le quitan a las personas individuales y al sector privado la oportunidad de brindar una ayuda directa a los necesitados, y extender de este modo un interés personal, amor y un testimonio cristiano a los que sufren.
La responsabilidad principal de ayudar a los que sufren no es del gobierno civil. Los programas gubernamentales son inefectivos para producir beneficios duraderos, son inefectivos en el manejo de los costos, una gran parte de los recursos que manejan, por la misma ineficiencia, no han sido dirigidos a los necesitados, además de que no fomentan un testimonio personal de amor y ayuda espiritual, sino muchas veces son instrumentalizados para manipular políticamente a las personas beneficiarias, en beneficio de los que dirigen las instituciones y los gobiernos.
La asistencia social, demasiadas veces, en lugar de ayudar efectivamente al necesitado, ha fomentado el clientelismo y recompensado y alentado la inmoralidad; ha contribuido significativamente al deterioro y hasta la destrucción de las familias, y ha paralizado a los supuestos beneficiarios al causar un ciclo de dependencia (paternalismo).
Los subsidios de cualquier tipo, para el desempleo, para la vivienda, para la producción, para la adquisición de alimentos, etc., no han sido en ninguna parte, un medio efectivo para combatir la pobreza ya sea para el presente o a largo plazo.



La Iglesia. La agencia de Dios para la ayuda a los pobres y necesitados.
En la Palabra de Dios no hay ni una sola referencia, ni en la Creación, ni en la caída, ni en la Redención, y mucho menos en el Reino Milenial, para que el estado se haga responsable de la atención de las necesidades a los pobres.
Ello es así porque el tratamiento del problema de la pobreza requiere una respuesta integral, que inicia con la solución al problema del pecado del ser humano (3 Jn 2, Rom 12:2). Y ni el gobierno, ni ninguna de sus dependencias, es una agencia calificada para ello. La agencia calificada y ordenada para tal fin es la Iglesia (Mat 25:31-46).
El que el gobierno se hiciera de la responsabilidad de brindar ayuda social al necesitado se debió al vacío que provocó el abandono de la iglesia de tal tarea, que era parte integral del ministerio eclesiástico, hace aproximadamente 100 años (Luc 10.25-37).
La iglesia de este tiempo necesita retomar esa función, no como una tarea marginal, esporádica, o puntual, sino como una tarea sistémica y permanente, con una prioridad tan alta como la predicación de la Palabra (Luc 4:18-19), principalmente en aquellos países donde la situación de la pobreza cobra dimensiones dramáticas (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13.33, 2 Cro 7:14)
Y para ello se requiere del establecimiento de redes en el nivel local e internacional, para la provisión de recursos de todo tipo que se requieren para efectuar esa atención integral. Sin embargo, no puede hacerse recaer la responsabilidad de la dotación de recursos para esos programas solo a las redes de apoyo internacional. Deben ser las redes nacionales quienes hagan el mayor esfuerzo para resolver el problema de la pobreza en el nivel nacional y local (Hch 2:41-47) para no reproducir el círculo de la pobreza, apoyadas por las redes internacionales (2 Cor 8:1-9:15).



Los pobres.
Como ya se ha mencionado, la Iglesia en general, sus Cuerpos Locales en particular, y cada familia y creyente específicamente, son las agencias designadas por Dios para la atención de las necesidades de los pobres dentro de ellas y dentro de sus comunidades (1 Tim 5:1-16) de tal manera que por la ministración de esa atención, los que aún no conocen a Cristo sean alcanzados por Sus ministerios de misericordia y evangelismo (2 Cor 9:10-13).
Ante ello la Iglesia debe jugar un papel activo (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13.33, 2 Cro 7:14), primero, en la visibilización del problema dentro de la sociedad, y la apropiación por parte de la Iglesia en general y de toda la sociedad, de los principios bíblicos encaminados a la solución del problema de la pobreza; segundo, creando la conciencia de proveer para la atención de los problemas derivados de la pobreza; tercero, proveyendo los medios adecuados y eficientes para canalizar los recursos sociales hacia la atención de esa problemática; y todo ello, recordando que el abordaje bíblico del problema de la pobreza tiene que ver con la atención de las necesidades espirituales, emocionales, psicológicas y materiales de las personas, no solo desde el punto de vista de su solución inmediata, sino también dotándolas de capacidades, habilidades y herramientas que les permitan, a mediano y corto plazo, ser autosostenibles.
Los recursos para la ayuda social, sea quien sea quién la preste, deben provenir de donaciones voluntarias, no forzadas (2 Cor 8:1-9:15). Para ello, la iglesia debe concientizarse a sí mismo y a todas las personas dentro de la sociedad, sobre la importancia y la necesidad de ser dadores voluntarios para la causa de los pobres (Sal 112:9, Prov 14:21, Isa 58:6-7, Mar 14:7, Rom 15:26, Gal 2.10, Sant 2:14-16), y establecer programas que efectivamente sean una respuesta al problema de la pobreza, donde el uso de los recursos sea transparente, los costos sean razonablemente mínimos, y la burocracia esté reducida a lo estrictamente necesario (Hch 6:1-7, Hch 2:41-47).
Dentro del grupo de las personas en situación de pobreza, existen aquellos que sufren por una pobreza deliberada, y que necesitan ser desafiados educacional, espiritual y culturalmente a ser más responsables y trabajadores para que sus hijos y nietos no repitan su descuidado estilo de vida (1 Tim 5:8)
Aunque la Iglesia no debiese aprobar o consentir la pereza debiese proveer una ayuda sustancial para las víctimas de la indolencia de otros, tales como los hijos o esposas de aquellos jefes de familia caracterizados por la ociosidad.
A nadie, pero especialmente a aquellos que sufren de pobreza deliberada, se les debe suplir tomando por la fuerza el dinero de otros.



Los adictos.

El alcoholismo y las drogadicciones resultan de las decisiones y elecciones personales (Prov 16:25). No son el resultado de la herencia o del trasfondo cultural, aunque estas pueden facilitar la inclinación a esas adicciones.
Generalmente las adicciones son el resultado de la utilización de mecanismos de defensa, aprendidos desde la infancia, que las personas utilizan para escapar del dolor que derivan de sus problemas, principalmente del rechazo, en lugar de utilizar el perdón para superarlos (Heb 12:14-15).
La consideración de los adictos como enfermos es una terrible equivocación por cuanto les provee de argumentos justificativos para no enfrentar y superar las adicciones, poniendo la causa del problema en una situación externa a ellos, cuando se trata, en el fondo, de una decisión personal, pecaminosa.

El tratamiento de las adicciones pasa, como mínimo, por:
El reconocimiento de la responsabilidad personal en cuanto a la decisión de permanecer en ellas, y eliminar la búsqueda de justificaciones externas para mantenerlas.
En segundo lugar, por el reconocimiento de que es un pecado, derivado de la utilización de caminos que nos parecen derechos en nuestra propia opinión pero cuyo fin es muerte (Prov 16:25), y por consiguiente, pidiendo perdón a Dios por ellos y colocándose bajo el Señorío de Cristo (Rom 10:8-10) con la consiguiente decisión de renunciar a ellas. Dentro de ello es importante ayudar a la persona a reconocer las ramificaciones de su pecado, que abarcan el daño que ha causado a las personas que viven a su alrededor y con las que tuvo (relaciones rotas) y tienen (relaciones deterioradas) una relación personal.
En tercer lugar, la persona necesita aprender a vivir en el perdón, primero perdonando a las personas y circunstancias que provocaron el dolor en su vida que les hizo buscar refugio en las adicciones (Mat 18:21-22, 23-35), y también, pidiendo perdón a todos aquellos a quienes con sus adicciones han causado daño, principalmente a sus familias (Mat 5:23-26).
Debe apoyarse a la persona a construir una identidad (Efe 1:17-19) adecuada para poder enfrentar desde allí, el rechazo, el fracaso y la falta de control de muchas de las circunstancias de la propia vida, aprendiendo a entregarle el control a Dios y a permitir que todas las cosas obren para bien (Rom 8:28-29).
También necesita ser fortalecida la voluntad de la persona para mantenerse alejada de ellas y ayudarla a buscar nuevas formas más constructivas de manejar el dolor que producen las circunstancias personales de vida.
Finalmente, necesita enfrentar las consecuencias del deterioro físico que las adicciones han provocado en su cuerpo, sometiéndose a tratamientos de desintoxicación, prevención y curación de enfermedades derivadas, directa o indirectamente, de las adicciones.

El tratamiento tradicional de las adicciones consistentes en el aislamiento y encierro de las personas que las padecen para la desintoxicación física, en muchos casos sin ayuda psicológica (y aún contando con ésta), solo son tratamientos paliativos que producen resultados temporales, no definitivos, por cuanto dejan por fuera la consideración y el tratamiento de la principal causa de la adicción: el problema del pecado y del manejo sano y efectivo del dolor.
La Iglesia en general y todos los creyentes en particular, tenemos una tarea delante de nosotros en lo referente al tratamiento de las adicciones (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13.33, 2 Cro 7.14), y ello pasa por la visibilización a nivel de la iglesia y de la sociedad de todas las variables involucradas en la restauración de los adictos, y como la agencia de Dios sobre la cual está la unción para liberar a los cautivos, sacar a los presos de la cárcel y sanar a los quebrantados de corazón (Luc 4:18-19), la Iglesia debería, no solo tener centros especializados para el tratamiento de las adicciones (que los tiene, aunque de una manera empírica), sino también prestar todo su apoyo y asesoría a las instituciones de la sociedad y del estado que trabajan en este mismo campo, para que entienda, comprendan y apliquen los principios bíblicos en todas sus acciones.



Los prisioneros.

La restitución, las multas y la pena capital son, en muchísimos casos de infracciones a la ley, más efectivas que el encarcelamiento para el establecimiento de la justicia y la prevención del crimen (Exo 21:1-23:13, Lev 24:10-23).
Dios nunca tuvo, ni en la Creación y tampoco en la Caída, el propósito de que las sociedades y los gobiernos usaran la encarcelación como un castigo a largo plazo y de uso frecuente (Lev 24:10-14, Num 15:32-36).
Los prisioneros, por lo general, sufren de descuido, instalaciones inadecuadas y carecen de un tratamiento compasivo, humano y correctivo, que les permita reinsertarse efectiva y eficazmente a la sociedad, y ser productivos. Ante ello, una primera acción que los cristianos debiéramos encaminar en esta área es la de establecer ayudas que impulsen el cambio de vida para los encarcelados. Los encarcelados, especialmente si son regenerados en Cristo, tienen un potencial dramático para el cambio en sus estilos de vida, por lo que no deberían ser desatendidos o devaluados (1 Cor 1:26-29, 2 Cor 5.17-18, 2 Cor 1:3-5).
Las estructuras judiciales y legales deben proveer los medios para una sentencia equitativa y justa, rapidez y simpleza en los procedimientos judiciales, haciendo que el castigo sea proporcional al crimen (Exo 21.1-23:13, Lev 24:10-23), para que exista una justicia pronta y efectiva (Rom 13:1-7).
Las estructuras actuales, producto del abandono (o mezcla) de los principios de la justicia bíblica que proveyeron el fundamento de los sistemas de justicia en todo el mundo occidental y su sustitución por o combinación con los principios de justicia del humanismo (Prov 16:25, Rom 1:18-31) han vuelto la administración de la justicia inequitativa, lenta y complicada, y son, en muchos casos, o demasiado indulgentes, demasiado rigurosas o totalmente inefectivas en darles una ayuda legítima y correctiva a los ofensores y en proteger a la comunidad de la reincidencia criminal, por lo que en la práctica, el alto costo que representa el sistema preventivo de la delincuencia, el sistema de justicia y el sistema carcelario, resulta oneroso en función de los resultados que produce, que generalmente, no evitan la reincidencia ni producen la reinserción social de los detenidos.
Unido a ello, las víctimas de crímenes deben ser protegidas y compensadas de sus pérdidas por parte de los ofensores siempre que sea posible (Exo 22.1-23:13). y los ofensores deben ser enjuiciados rápidamente y deben recibir el castigo apropiado (Exo 18.1-27). El sistema penal actual tampoco está protegiendo a las víctimas, ni logrando la compensación adecuada de ellas por parte de sus ofensores.

Por ello se requiere una reforma del sistema penal bajo bases bíblicas, que tenga como resultados:
Penalización adecuada conforme al delito y pecado cometidos.
Una administración de la justicia pronta y cumplida que elimine todos los subterfugios actuales para retrasar su administración.
Protección adecuada de las víctimas y compensación adecuada por parte del ofensor, por el daño recibido.
Trabajo de los convictos para compensar a sus víctimas y mantener a sus familias para que ni ellos ni sus familias, ni las víctimas, sean una carga adicional para el estado y/o el resto de la sociedad.
Garantice la adecuada y efectiva reinserción social del convicto.
Garantice la no reincidencia de los convictos.
Castigue severamente la reincidencia de los convictos.

La Iglesia, como representante de Aquel que combina perfectamente la justicia y la misericordia, (Sal 33.5, Sal 89:14) debería participar activamente en la visibilización por parte de toda la sociedad de las causas y problemas derivados de la delincuencia y la administración de la justicia, proveer los principios bíblicos necesarios para encaminar la solución en la dirección correcta para lograr el cumplimiento de los objetivos mencionados anteriormente (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13.33, 2 Cro 7.14), y participar activamente en que esos principios sean incluidos en la legislación de nuestros países y sean eliminados todos aquellos otros principios que no se corresponden con los principios de verdad, justicia y misericordia bíblicos, además de facilitar proyectos de apoyo a la atención espiritual, mental, psicológica, emocional, laboral y material de las víctimas, los convictos y sus familias (Mat 25:36).



Los ancianos.
Toda la gente debiese honrar y respetar a las personas ya ancianas (Prov 20:29, Lev 19:32, Prov 16:31) dándoles oportunidades para que contribuyan significativamente en la familia, la iglesia y la sociedad, aprovechando y recurriendo a la riqueza de su experiencia, dones y habilidades (Sal 71:18, 1 Cro 29:28, Sal 92:14). Nadie debería ignorar o irrespetar a las personas ya ancianos y nunca debieran ser tratadas como obstáculos a la realización personal, familiar o social (Sal 71:9)
Como muchos de los problemas relacionados con los pobres y los débiles de este mundo, este problema también está invisibilizado dentro de la sociedad, y la iglesia no se ha abstraído de esa situación. En todos los ámbitos de la sociedad, los ancianos son marginados, puestos a un lado, desechados y tratados como inconvenientes sociales que hay que soportar.
La Iglesia necesita, en base a lo principios bíblicos de honra y respeto a los ancianos, concientizarse a sí misma y a toda la sociedad (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14), de la importancia de los ancianos como fuente de experiencia, sabiduría y enseñanza para las nuevas generaciones. Todas las generaciones, lo admitan o no, estén conscientes de ello o no, han construido sobre el cimiento de las anteriores (Isa 59:21). Y ello requiere del agradecimiento y reconocimiento por ello (Mat 10:8), además de la valoración de todo lo que aún pueden aportar para el mejoramiento de las siguientes generaciones. Por ello, la iglesia también debe concientizarse a sí misma y a toda la sociedad sobre la responsabilidad que las familias tienen, debido al legado que han recibido de sus ancianos, de procurar la provisión de sus necesidades de todo tipo, de una manera adecuada. Y la Iglesia también debería proveer de actividades y ministerios para los ancianos, donde ellos puedan, de acuerdo a las limitaciones físicas de su edad, pero derivado de su vigor espiritual y de experiencia, proveer de mentoría (ser mentores) a las nuevas generaciones en los campos de su experiencia, para transmitirles esa experiencia y evitar que caminen por los caminos de la inexperiencia y los errores que otros ya cometieron antes de ellos.



Los discapacitados.
Los discapacitados físicos y mentales, a pesar de sus discapacidades, son portadores de la imagen de Dios (Sal 139.13-16, Gen 1:26-27), y por lo tanto ostentan la misma dignidad y valor dados a todos los seres humanos. La discapacidad no es signo de menor dignidad y valor, ni tampoco un impedimento para hacer contribuciones vitales a la familia, la iglesia y/o la sociedad (1 Cor 12:15-27). Como seres humanos con dignidad y valor, debiesen ser integrados en la vida cotidiana de la familia, la iglesia y la sociedad como miembros que contribuyen al enriquecimiento y desarrollo de ellas, con consideraciones apropiadas para auxiliarles en sus necesidades únicas.
Los impedimentos físicos no son castigos de Dios (Jn 9:1-3), sino el resultado de la caída del ser humano en el pecado, por el que entro la enfermedad en la humanidad, que es la causal directa de muchas discapacidades, junto con los accidentes, que son otra causal directa importante de ellas.
El hecho de que una discapacidad pueda ser debida a causas hereditarias y/o accidentales, no implica que sean un castigo de Dios para los padres, y mucho menos para el ser que nació con ella. Igualmente el hecho de que, de alguna manera sean el resultado del pecado del ser humano en general, no implica que las personas con discapacidad sean pecadoras castigadas por Dios, como tampoco sus padres. Y aunque así fuera en algunos casos, ello no implica que nosotros estemos ordenados por Dios para juzgar eso, sino más bien estamos ordenados para extenderles, a los discapacitados y a sus familias, misericordia y atención (Luc 4:18-19).
Las discapacidades descubiertas en el niño aún no nacido no justifican en ninguna manera, el asesinato (aborto) del niño.
La Iglesia también aquí puede hacer una contribución muy importante al entendimiento y manejo adecuado el problema de los discapacitados, (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14) proveyendo de las condiciones para que ellos puedan tener una mejor calidad de vida de la que actualmente pueden disfrutar, ya que como otros muchos problemas, están invisibilizados dentro de la sociedad y la Iglesia, generando una indiferencia pasiva por ignorancia de todas las implicaciones que ello tiene para las familias con uno o más de sus miembros en esta situación.
La iglesia debería contribuir a la visibilización del problema, aportando también los principios bíblicos aplicables a la consideración, tratamiento, solución y administración de las incapacidades, de tal manera que los que las padecen, puedan disfrutar de una mejor calidad de vida y reconocimiento social, y sus capacidades y habilidades (que las tienen) puedan ser desarrolladas y aprovechadas por toda la sociedad y redunden también en una mejor calidad de vida integral (espiritual, emocional y física) para ellos.



Los enfermos.

Dios es el Dios de la sanidad (Exo 15:26, Isa 53:4-5, 1 Ped 2:24), y ello implica la sanidad física (Luc 4:18). El sana sobrenaturalmente a los enfermos, aunque no siempre suceda así (Mat 9:27-30, Mar 8:6-13, Mat 9:1-7, Mar 2.1-12, Hch 10:38). Para esos casos, Dios le ha dado al ser humano la habilidad de combatir la enfermedad y aliviar el sufrimiento físico a través de los conocimientos que ha adquirido y sistematizado como un reflejo de la imagen de Dios en él, a través de la ciencia y la práctica médica. Por ello, el uso de la medicina, la tecnología médica o la cirugía no es necesariamente incompatible con la fe en Dios (Jer 8:22, Jer 33:6), dando con ello lugar a la medicina curativa.
Dios también ha provisto el conocimiento para prevenir algunas enfermedades por medio de la nutrición adecuada y la buena condición física, que son esenciales para la buena salud, lo que constituye una parte del campo de la medicina preventiva.

Quienes sufren físicamente necesitan compasión, amistad personal, consejo espiritual y respeto, lo mismo que una adecuada ayuda profesional. Los cristianos por ninguna razón deberían evitar a quienes están necesitados físicamente. Es más, la Palabra de Dios nos instruye, como Iglesia y como individuos a atenderlos de variadas formas:
Visitándolos (Mat 25:36, 39).
Orar para que sean sanados (Mar 7:1-10).
Ministrar sanidad espiritual y emocional para que se manifieste la sanidad física (Sant 5:14-16).

La Iglesia, aún cuando en esta área siempre ha tenido presencia, necesita, en todos los lugares, “tomar” sistemáticamente los hospitales y los sanatorios (no esporádicamente, ni solo los hospitales y sanatorios cristianos sino todos) y hacer presencia constante, de tal manera que pueda llevar consuelo a las personas que sufren de enfermedades y a sus familiares a través de un ministerio de misericordia, que alcance con el Evangelio de Jesucristo a los que están perdidos, trayéndoles sanidad física pero también espiritual y emocional, y ello principalmente en aquellos lugares que por la presión de la cantidad de gente, la escasez de personal, las malas condiciones de trabajo, y otros factores, han convertido la atención en salud algo impersonal, rutinario, sin compromiso emocional. La iglesia puede hacer mucho en tales casos para mejorar el clima emocional y humano de esos lugares, tanto para los enfermos como para los que trabajan en ellos, para facilitar la recuperación del enfermo y el consuelo de sus familiares (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14), promoviendo un sistema de atención integral de salud más humano, efectivo y eficiente que el que actualmente existe, contaminado por la codicia de muchas personas involucrados en el sistema.
Igualmente puede proyectarse sistemáticamente a sus comunidades en acciones de prevención de la enfermedad y con campañas educativas y preventivas de salud en todos los niveles: ambiental, nutricional, dental, vacunación, etc., en coordinación con las instituciones del sector salud presentes en ellas, lo que va a implicar también la mejora de la calidad de vida de sus comunidades, y una puerta para la predicación del Evangelio a aquellos que todavía no conocen a Cristo, que sin embargo, y a pesar de ello, son servidos por Su Iglesia.



Los necesitados mentales, emocionales y psicológicos.
En el mundo de hoy, no solo como resultado de la caída y de la entrada del pecado en el mundo, sino también derivado del abandono de la fe en Dios y de Sus principios, experimenta y está agobiado por la falta de identidad y propósito verdadera de la vida, el stress, la situación económica, los problemas familiares y sociales, los cambios, la carencia de respuestas apropiadas a los problemas de la pobreza que aquejan a la mayor parte de la población, etc., la enfermedad mental, emocional y psicológica ha experimentado unos niveles de crecimiento muy altos, aparte de que también puede ser causada por la influencia (sugestión, opresión, posesión) de espíritus demoníacos sobre las personas.
Por ello, junto con los dones del Espíritu Santo de discernimiento (1 Cor 12:8-10, palabra de sabiduría, palabra de ciencia y discernimiento de espíritus), Dios nos entregó la unción (Luc 4:18-19) que pudre todo yugo (Isa 10.27), que son necesarios para el ejercicio de la consejería bíblica (sanar a los quebrantados de corazón), y también la autoridad para liberar a los cautivos y oprimidos por el diablo (Mar 16.17).
Hch 10:38 nos enseña que esta parte del ministerio fue una parte muy importante en el ministerio de Jesús en donde quiera que estuvo, e igual debe ser para la Iglesia y para todos los creyentes en particular. Desafortunadamente, en la Iglesia, en el último siglo, por algunas posturas teológicas, principalmente las pre-mileniaristas, se ha puesto tanto énfasis en lo espiritual y en la vida después de la muerte, que por lo general se ha descuidado esta parte tan importante del ministerio, aún para los de la casa (los cristianos), que por lo general, no cuentan con mucha ayuda dentro de la iglesia (aparte de la oración) para enfrentar los problemas mentales, emocionales y psicológicos que afrontan, incidiendo ello en una gran medida, para que no puedan acceder a la vida abundante y de bienestar pleno que Cristo nos compró en la Cruz (Heb 12.1-15).
Los cristianos (y también los no cristianos en mayor grado) que sufren emocional y psicológicamente necesitan compasión, amistad personal, consejo espiritual y respeto, lo mismo que una adecuada ayuda profesional (consejería bíblica), que por la naturaleza de los problemas que deben enfrentarse, solo lo pueden hacer de una manera efectiva, integral y de acuerdo a la voluntad de Dios, ministros dedicados y especializados en el tema de la consejería bíblica, que implica el tema del evangelismo (Mat 11.28-30), el discipulado (Mat 28.18-20, Mat 16:24, Mar 8:34, Luc 9:23) y la renovación del espíritu de nuestra mente (Efe 4:22-24) y de nuestros pensamientos (Rom 12:2, 3 Jn 2), y la revelación y el conocimiento de quienes somos, que tenemos y cuál es nuestro propósito en Cristo (Efe 1:17-19, Hch 17.26-28). Por ello, los cristianos, por ninguna razón, deberían evitar a quienes están necesitados mental, emocional y psicológicamente.
Igualmente, la Iglesia podría hacer muchísimo bien a la sociedad en su conjunto, si se dedicara a sensibilizarla respecto a la necesidad de restaurar los principios de vida bíblicos para prevenir efectivamente la enfermedad mental, emocional y psicológica, y de los principios bíblicos de la sanidad de este tipo de desórdenes (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14).



Los afectados por la violencia doméstica.
La violencia doméstica, ya sea física, sexual o emocional, marital o incestuosa, como cualquier otro tipo de violencia, es una abominación y debe ser una ofensa criminal que de ninguna manera debe ser consentida, invisibilizada ni justificada, sino que debe ser tratada por parte de las iglesias, las comunidades y las autoridades civiles, ya que no puede ser justificada por ninguna razón.
La violencia doméstica y/o familiar es pecaminosa desde cualquier punto de vista. Las iglesias tienen la obligación de aconsejar y enseñar en contra de tales prácticas pecaminosas. También las autoridades locales de gobierno deberían intervenir para prevenirla siempre, y castigarla cuando sea el caso, dándoles toda la protección y garantizando la restitución a las víctimas.
En este campo la Iglesia, como en todos los demás, tiene un campo muy amplio de actividad posible, sensibilizando a sus miembros y a la sociedad en su conjunto, acerca de la existencia y causas del problema, y proveyendo de los principios y del consejo bíblico apropiados para la disminución de este flagelo que está aquejando a nuestras sociedades, y que, en mucho, es el resultado del problema de la falta de identidad bíblica del hombre y la mujer, y de la frustración por no encontrar su lugar apropiado en la familia, que a su vez es el resultado del abandono hace aproximadamente unos cincuenta años, de los valores bíblicos acerca de la masculinidad, la feminidad y la familia.
Y el problema dentro de la iglesia, con mayor razón, debe ser tratado de manera radical y firme, como corresponde bíblicamente (Col 3:19, Luc 3:5, 1 Ped 3:7, 1 Tim 3:1-4, 1 Tim 3.12, Efe 5:21-31).
La violencia doméstica contra los hijos no puede ser tolerada ni justificada en nombre de la disciplina que la Biblia nos enseña que debemos ejercer con nuestros hijos para su bien (Efe 6:4), pero igualmente, los métodos bíblicos de disciplina aplicados de manera apropiada por parte de los padres o los miembros responsables de la familia, de ninguna manera puede ser considerada violencia doméstica (Heb 12:6-11, Prov 10:13, Prov 22:15, Prov 26:3, Prov 29.15, Prov 23:13-14).
En este aspecto también la Iglesia tiene mucho que ofrecer no solo a sus miembros sino a toda la sociedad, sobre los métodos correctos de la educación de los hijos, que implica la enseñanza, la instrucción, el entrenamiento, la corrección y el castigo (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14), principalmente en este tiempo en que los padres están tan confundidos y hay tanta información impía al respecto, que está dando como resultado la pérdida de los hijos en la drogadicción, la sexualidad precoz, la violencia, la inmoralidad sexual, la violencia, la desesperanza, etc. Y ello es necesario y urgente para formar una generación de hombres y mujeres de bien, que puedan sostener sobre sus hombros las responsabilidad de liderear los destinos de la nación.


La pornografía.
La pornografía (Exo 20.17, Lev 18.6-19, Lev 20.11, Lev 20:17-21, Mat 5.28) como una plaga demoníaca, daña a todos los miembros de la familia y de la sociedad, directa o indirectamente, causando una forma de abuso mental y físico, violencia y decadencia más allá de lo que se puede describir, y destruyendo a los ofensores y víctimas de todas las edades. Adicionalmente, es una puerta abierta hacia formas más profundas de inmoralidad sexual, abuso, violencia y decadencia destructivas de las personas, las familias y la sociedad entera (Gen 9:22, Sant 1:13-15).
A favor de ella no puede atribuírsele ningún valor artístico, ni que sea neutral, ni que sea digna de ser preservada o inocua para nadie (productores, consumidores, toda la comunidad en la que exista), por lo que no debería ameritar en ningún lugar, protección bajo el argumento de la libertad de expresión.
La Iglesia, como columna y baluarte de la verdad (1 Tim 3:15) y como el atalaya del Dios viviente para con la sociedad en la que se encuentra (Ezeq 33:1-9), no puede seguir escondiendo la cabeza a la proliferación de la pornografía directa o encubierta en prácticamente todos los medios de comunicación. Debe levantar la bandera de la moralidad y del pudor (Mat 5:28), aunque nos llamen fundamentalistas (a Jesús lo crucificaron por ser uno de ellos) y devolver a la mujer principalmente (aunque no exclusivamente), su dignidad de persona, revirtiendo la cosificación a la que está sometida en la sociedad moderna (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14). Y ello es mucho más urgente toda vez que no solo está creciendo la pornografía adulta, sino también los niños están siendo usados y sometidos a ella de manera masiva a través del anonimato que brinda la internet, y la posición de los liberales extremos que han luchado denodadamente contra toda censura respecto a este tema que abre una puerta tan grande a la inmoralidad en todos los ámbitos y actividades sociales.



Los afectados por el aborto.
Las víctimas del aborto y el infanticidio son seres humanos (Sal 139:13-16) que han sido sometidos a un dolor espantoso. Aún en el estado de neonatos, las víctimas infantiles del aborto y el infanticidio son humanas y capaces de sentir dolor.
Las mujeres que se practican un aborto son en muchos casos explotadas por la mala información, la influencia coercitiva, el temor, la falta de opciones, y otras causas, y por ello son dañadas emocional y físicamente, abusadas y explotadas. Y, adicionalmente, como consecuencia del aborto, sufren de prolongadas heridas psicológicas y emocionales (Heb 12:14-16).
No todas las mujeres que se practican abortos son informadas adecuadamente de la verdadera naturaleza de sus bebés aún no nacidos (Sal 139:13-16, Efe 1:4, Efe 2.10, Sal 22.10, Sal 71.6, Isa 44:2), los peligros para su propia salud física y emocional, y de las consecuencias de arrebatar la vida inocente de sus bebés no nacidos (Exo 20:13, Deut 5:17).
El aborto, como medio de control natal, tiene efectos devastadores sobre nuestra nación y en el mundo, en el sentido de que delante de Dios constituye en lo individual, un asesinato, y en lo social, un genocidio masivo, reiterativo, con el contubernio activo o pasivo del estado y la sociedad, que con raras excepciones, se hacen los desentendidos acerca de la existencia de tal situación, y/o la han legalizado (Gen 4:10-12).
Además de ello, la práctica del aborto, en lo individual y en lo colectivo, fomenta el libertinaje que puede causar epidemias de enfermedades sexuales, devalúa la santidad del matrimonio y la familia, y – lo peor de todo – destruye el respeto por la vida humana. De tal manera que el uso del aborto como un medio de control natal nunca puede ser beneficioso para una persona, familia y/o nación.
El argumento en pro del aborto que manifiesta que la mujer tiene derecho a disponer de su cuerpo como ella considere mejor no es válido, por cuanto, en primer lugar, su cuerpo no le pertenece, le pertenece a Aquel que lo hizo (Gen 2:7, Gen 2:21-22, 1 Cor 6:19), en segundo lugar, no solo está disponiendo de su cuerpo sino del cuerpo y más aún, del cuerpo y la vida de otra persona, su hijo, aún cuando no quieran, por conveniencia más que por ignorancia, admitir que desde el momento de la concepción, el resultado de esa concepción es una persona con todas las características, cualidades, derechos y responsabilidades que ello implica, aunque sea en un estado primario.
La Iglesia, aunque lo ha hecho en alguna manera, generalmente no ha asumido una defensa comprometida y activa de la vida de esos nuevos e indefensos seres humanos, y al igual que la sociedad y el estado, en muchos casos, con una complicidad pasiva, ha cerrado los ojos o se ha vuelto indiferente a la existencia de tal situación. Todo ello ha redundado al incremento, no a la disminución, de la práctica del aborto como medio de evitar el nacimiento de niños y niñas.
La Iglesia necesita arrepentirse, confesar su pecado y pedir perdón delante de Dios y de la sociedad, por su indiferencia y/o pasividad frente al aborto (Luc 10:25-37), y retomar su rol de atalaya de Dios en medio del mundo (Ezeq 33:1-9, 2 Cro 7:14) para hablar por todos aquellos que no tienen voz (Prov 31:8-9) para que la sociedad enderece sus pasos (ser la luz del mundo) y para que se frene y se elimine la práctica cotidiana del pecado del aborto (sal de la tierra) que hunde a nuestras naciones en las consecuencias de la maldad (Rom 1:18-31), no solo sacando a la luz el pecado y obligando a la sociedad a pensar en ello y a tomar acciones de prevención y erradicación del pecado del aborto y de la irresponsabilidad sexual que es un causa inmediata, sino también a proveer de alternativas a aquellas mujeres que se encuentran enfrentadas a la coyuntura del aborto, para que puedan dar a luz sus bebés, y cuidar de ellos, o bien, en última instancia, darlos en adopción a parejas heterosexuales que puedan cuidar de ellos adecuadamente para que se conviertan en personas de bien que sirvan al único y verdadero Dios Viviente (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14).



La defensa de la familia.

El mal mayor que afecta a nuestras naciones no es la violencia, la inmoralidad sexual, la corrupción, la pobreza, la enfermedad, las condiciones socio-politicas, etc. Ellas son solo manifestaciones de un mal mayor, la mayoría de las veces, invisibilizado por la sociedad y el estado, y en algunos casos, hasta por la iglesia misma: el abandono de los principios básicos establecidos por Dios, sobre los cuales se establece, desarrolla y funciona eficientemente la familia (Sal 11.3)
Dentro de la estructura familiar, en muchos casos, el varón ha abdicado de su papel como cabeza espiritual, emocional y natural del hogar, auto-restringiéndose, cuando mucho, al rol de proveedor de los recursos materiales necesarios para el sostenimiento de la vida (y en muchos casos, ni siquiera a ello), dando lugar a que las mujeres asuman el rol de “cabezas” de la familia, rol para el que no fueron diseñadas por Dios, y el que si bien desarrollan lo más eficiente posible, no puede evitar, por lo general, la desorientación de los hijos e hijas, y el deterioro de las condiciones de vida espiritual, emocional y material de la familia. Ello es así por el diseño que Dios hizo de la familia, entregándole al varón la responsabilidad de ser el orientador de los hijos (Sal 127:3-4, Deut 6.1-10) para que les vaya bien en la vida, y el canal de la provisión (con la ayuda y en total dependencia de Dios, Efe 5:21) de todas las necesidades espirituales, emocionales y materiales de su familia (Efe 5:22-31, 1 Tim 3.1-5, 1 Tim 3:12).
Aún en las condiciones socio-económico-políticas actuales (y también en la futuras, sean cuales sean) el varón es la persona adecuada para cumplir el papel de proveedor espiritual y físico de su familia, porque el diseño de Dios es permanente, no sujeto a una época específica, ni a determinadas condiciones o para una determinada cultura (Mal 3:6, Mat 5:17-18). Por lo tanto, ayer, hoy y mañana, los hijos son una herencia (propiedad entregada en mayordomía) del Señor para los padres varones, que son los responsables de ellos delante de Dios y la sociedad (aunque la sociedad y el estado estén facilitando a los padres varones las condiciones para la evasión de esa responsabilidad), y los hijos siguen y seguirán teniendo delante de Dios la obligación principal de la obediencia a sus padres (madres incluidas, Efe 6:1-3).

En la vida cotidiana de la familia, y para que ella pueda tener éxito en la formación de los niños y en poner un fundamento sólido para las naciones y la iglesia, es necesario romper con ciertos paradigmas de la cultura moderna que atentan en contra de la eficiencia de la familia. Algunos de ellos son:
Ni la sociedad ni el estado tienen la responsabilidad principal del cuidado de la salud ni de la educación de los niños. Ellas son responsabilidad de los padres.
El curso de la vida de cualquier joven no lo hace inherentemente rebelde, inmoral o violento. Ello es consecuencia de una deficiente formación en el seno del hogar o de la frustración, el enojo, el rechazo, etc., de situaciones que se dan al interno de una familia disfuncional (Heb 12:9-11).
No es natural, ni ayuda en la formación de los jóvenes la actividad sexual pre-marital, ni las experiencias relacionadas con el tabaco, el alcohol, las drogas, ni otras presiones sociales fuertes e impías de parte de sus iguales –la presión del grupo--, las cuales generalmente conducen, al mediano y largo plazo, al sufrimiento, no a la formación (Prov 1:10-18).

Solamente la fe en Jesucristo puede salvar, redimir y restaurar a la familia, y por ende, ningún programa de asistencia gubernamental, sin ese fundamento, o cualquier otra forma de pensar, puede llevar a esa restauración. Por ello la Iglesia tiene un rol muy importante que jugar, restaurando las bases bíblicas de la familia, no solo para sus miembros, sino cumpliendo también el papel de atalaya a nuestras sociedades y naciones (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14), para que en ellas también se restaure la importancia de la familia, el apoyo a ella, y la restauración de los principios bíblicos como el fundamento sobre el cual éstas estén establecidas.



La opresión racial.
Toda la humanidad, independientemente de su color de piel, ubicación geográfica, cultura, etc., es creada a la imagen de Dios (Gen 1.26-28, Hch 17:26) y debe ser tratada de manera consecuente con esa imagen: con dignidad y valorándola. La Biblia no aprueba ninguna forma de prejuicio racial ni enseña que alguna raza fuese o es de menor dignidad que alguna otra raza (Exo 12.49, Exo 22:21, Exo 23:9, Lev 19:33-34, Gal 3:28, Col 3:11), El favoritismo y el prejuicio racial son pecaminosos y aborrecibles para Dios, causando un gran sufrimiento y privaciones humanas.
En Cristo hay únicamente una Iglesia (1 Cor 10:17, 1 Cor 12.12-13, Efe 2.16, Col 3:11, Gal 3.28), y Dios desea que los cristianos llevemos el evangelio a pueblos de diferentes razas, culturas y herencias, uniéndoles en Cristo (Mar 16.15, Mat 28.18-19, Apo 7:9). Dios cumplirá Sus propósitos a través de personas de diferentes razas y culturas. No existe justificación o excusa alguna para la existencia del racismo en el Cuerpo de Cristo. Los cristianos independientemente de su raza, tienen la responsabilidad de reconciliar la división entre ellas y entre las familias cristianas de todas las razas y las naciones (2 Cor 5:17-18).
A pesar de ello, tenemos que reconocer que, generalmente el prejuicio racial existe en los sistemas de empleo, vivienda, las prácticas financieras y de crédito, el gobierno, la educación y los negocios, entre otros. La acción social por si sola no puede traer justicia y paz a las minorías y a las relaciones raciales como tampoco el prejuicio racial no va a desaparecer de manera voluntaria, y tampoco se puede tratar con él a puerta cerrada. La Iglesia tiene la responsabilidad especial de enseñar y respaldar el principio bíblico de imparcialidad y de tomar la iniciativa para eliminar el favoritismo racial, incluyendo las leyes y tradiciones existentes (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14).
La Iglesia, por lo general, no ha hecho un esfuerzo unificado, consistente y efectivo para terminar con esos prejuicios, y auxiliar a aquellos que sufren de ellos y por ellos, como tampoco la mayoría de los líderes de la sociedad han iniciado esfuerzos significativos para aliviar las iniquidades sociales. Se debe admitir abiertamente el prejuicio racial y renunciar a él (Sal 119.59), procediendo al arrepentimiento (Mat 3:8, Luc 3:8) y a la restitución (Lev 6:4-5) que debiesen llevarse a cabo por parte de todos los cristianos por los pecados actuales y por los pecados de sus antepasados.
Solamente la fe en Jesucristo puede salvar, redimir y restaurar la unidad de las distintas razas y etnias que conviven en un país, entre razas y países vecinos, y entre todas las naciones y razas del mundo. Por ello la Iglesia en general y cada creyente en particular, tienen un rol muy importante que jugar, restaurando en sus relaciones, a lo interno de la iglesia (donde sea necesario), y procurándolo también a nivel social, como los atalayas de Dios, las bases bíblicas de la unidad de la raza humana, la dignidad y el valor de todas las etnias, y reconciliándolas unas con otras (Rom 8.19-21) y para que se restaure la importancia de la unidad de la nación, y de la solidaridad entre las diferentes etnias que conviven en un mismo territorio, se eliminen las limitaciones que les han sido impuestas por la cultura y la costumbre a algunas étnias y/o minorías, y se les restituya a nivel social por el tiempo en que estuvieron vigentes esas limitaciones y por las consecuencias de sus ramificaciones.



La opresión sexual.
Toda la humanidad, independientemente de su color de piel, ubicación geográfica, cultura, sexo, etc., ha sido creada a la imagen de Dios (Gen 1.26-28, Hch 17:26) y debe ser tratada de manera consecuente con esa imagen: con dignidad y valorándola. Por tal razón, ambos sexos (varón y mujer) fueron creados a imagen de Dios como únicos y diferentes (Gen 1.26-27, Gen 2;7, Gen 2:21-22), pero con el mismo valor, dignidad y significado en la sociedad. Sus papeles y límites difieren para que puedan satisfacerse y complementarse el uno al otro en la familia, la iglesia y la sociedad (Gen 2:18, Ecle 4:9-12).
La Biblia no aprueba ninguna forma de prejuicio sexual ni enseña que alguno de los sexos sea de menor dignidad que el otro (Gal 3:28, Col 3:11). El favoritismo y el prejuicio sexual son pecaminosos y aborrecibles para Dios, causando un gran sufrimiento y privaciones humanas. Cualquier tipo de discriminación, y primeramente la sexual, son resultado de la caída del ser humano en el pecado (Gen 3.16), y por lo tanto, no son la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta (Rom 12:2).
Por ninguna razón las mujeres puedan ser consideradas como inferiores intelectual, física o espiritualmente, con respecto a los varones, y por ello mismo, no se les pueda negar igual respeto y oportunidad en las actividades educativas, económicas, sociales o personales.
Sin embargo necesitamos reconocer que ello no es así en la realidad. En la sociedad en general, como en la Iglesia, la mujer (en el mayor de los casos, aunque no exclusivamente) ha estado experimentando limitaciones y regulaciones que son derivadas de los prejuicios sexistas y que significan una consideración de menor dignidad y valor que sus opuestos en sexo. El prejuicio sexual existe en los sistemas de empleo, prácticas financieras y de crédito, el gobierno, la educación, los negocios, códigos penales y civiles, etc. De hecho, las legislaciones de muchos países invisibilizan las faltas y los delitos cometidos contra las mujeres principalmente en lo referente a los abusos de cualquier tipo (verbal, emocional, sexual, físico, laboral, etc.). La acción social por sí sola no puede traer justicia y paz a las relaciones entre los sexos, como tampoco es previsible que los prejuicios sexuales vayan a desaparecer de manera voluntaria o tratándolos a puerta cerrada. La Iglesia tiene la responsabilidad especial de enseñar y respaldar los principios bíblicos de igualdad de dignidad y valor entre ambos sexos, y el de la imparcialidad, tomando la iniciativa para eliminar el favoritismo sexual, incluyendo las normas y tradiciones existentes al interior de la iglesia, que constituyen una clara violación a esos principios bíblicos.
La Iglesia, por lo general, no ha hecho un esfuerzo unificado, consistente y efectivo para terminar con esos prejuicios, y auxiliar a aquellas ancianas, mujeres, adolescentes y niñas que sufren de ellos y por ellos, como tampoco la mayoría de los líderes de la sociedad han iniciado esfuerzos significativos para aliviar esas iniquidades sociales. Se debe admitir abiertamente el prejuicio sexual y renunciar a él (Sal 119.59), y proceder al arrepentimiento (Mat 3:8, Luc 3:8) y a la restitución (Lev 6:4-5) que debiesen llevarse a cabo por parte de todos los cristianos por los pecados actuales y por los pecados de sus antepasados.
Solamente la fe en Jesucristo puede salvar, redimir y restaurar la unidad de los dos sexos (Gal 3.28, Col 3:11). Por ello la Iglesia en general y cada creyente en particular, tienen un rol muy importante que jugar (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14). restaurando en sus relaciones, a lo interno de la iglesia (donde sea necesario), y procurándolo también a nivel social, como los atalayas de Dios, las bases bíblicas de la unidad de la raza humana y los sexos, la dignidad y el valor de los varones y las mujeres, y reconciliándolos (Rom 8.19-21) y para que se eliminen las limitaciones que generalmente se les han sido impuestas por la cultura y la costumbre a las mujeres, y se les restituya a nivel social por el tiempo en que estuvieron vigentes esas limitaciones y por las consecuencias de sus ramificaciones.




La opresión política.
Los sistemas gubernamentales y políticos que imponen valores ateos y/o antibíblicos y/o niegan la libertad religiosa son siempre sistemas opresivos y deben ser enfrentados por los cristianos de manera vigorosa, especialmente en su expansión arbitraria y agresiva y su control de las personas, tanto individual como colectivamente.
Los gobiernos bajo estas enseñanzas no son neutrales moral ni religiosamente (Rom 1:18-31), y no pueden ser aprobados, ignorados o aceptados por los cristianos bajo ninguna razón, ya que tales sistemas no pueden sobrevivir sin ejercer, tarde o temprano, la opresión masiva de pueblos y naciones.
La Iglesia puede y debe sensibilizar, en primer lugar a todos sus miembros, y en segundo lugar a toda la nación (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14), sobre los principios bíblicos del buen gobierno y las cualidades y calidades de los gobernantes (Deut 17.14-20, Exo 18.1-20) que Dios ha determinado, y de la necesidad de gobernantes justos sobre la nación (Prov 29.2), de tal manera que esos principios sean la guía en la elección de los gobernantes y para la rendición de cuentas de su gestión (Ecle 5:8)
Y también la Iglesia en general y los cristianos en particular, deben y pueden oponerse a todos los grupos sociales y gobiernos que opriman o intenten oprimir políticamente a los habitantes de la nación, total o parcialmente, y a las medidas políticas que estén tomando que sean de corte ateo, antibíblico y/o nieguen la libertad religiosa, en mayor o menor grado, a fin de preservar la libertad, la dignidad y el valor de la persona humana en todos los ámbitos de la vida social (Hch 4,19, Hch 5:29), y en esta tarea, debe buscar la sensibilización, concientización y acompañamiento de todos los actores sociales.



La inmigración.

En el mundo de hoy, debido a los sistemas económico-político-sociales vigentes, grandes sectores de población, principalmente de las regiones más pobres, se ven obligados a desplazarse hacia las regiones más ricas, para buscar una oportunidad de empleo que les permita suplir sus necesidades básicas y las de su familia y mejores condiciones de vida para éstas, dando lugar a intensos movimientos migratorios del campo hacia la ciudad, a lo interno de los países, y de los países del llamado tercer mundo a los del primer mundo.
La Biblia, aún cuando ello no resulta la mejor opción por todas las implicaciones que conlleva, principalmente la desintegración familiar y el desarraigo cultural, no desaprueba esos movimientos sino que respalda una política justa de inmigración combinada con el respeto y la protección de los derechos y propiedades de los residentes. No existe en la Biblia ninguna razón para prohibir o limitar severamente la inmigración (Lev 25:35).

Una política justa de inmigración debiera contener por lo menos algunos de los siguientes elementos:
La legalización del status de todos los inmigrantes en el país al cual emigran y en el cual pagan impuestos, por lo menos indirectos, que les permita tener accesos a los servicios básicos para ellos y sus familias, y a la protección legal en contra de las violaciones a sus derechos, valor y dignidad (Exo 12:49, Num 15:15-16).
La promoción de la inmigración familiar para evitar la desintegración de las familias, principalmente de aquellas que tienen hijos menores de edad.
El pago de salarios y remuneraciones justas, equivalentes a las que se pagarían a los ciudadanos de los países adonde están emigrando, en caso que ellos realizaran el mismo trabajo que los inmigrantes (Exo 12:49, Lev 19:33).
Los inmigrantes, por ninguna razón, debieran ser considerados ciudadanos de segunda o inferior categoría en los países que los acogen (Lev 19:33, Num 15:15).
Se deberían brindar a todos los inmigrantes, todas las oportunidades y facilidades posibles para ser asimilados cultural, social, política y económicamente en el país a donde emigran (Exo 12:48, Lev 19:34, Num 9:14) sin que ello implique la pérdida de su nacionalidad original.
La aplicación de las leyes relacionadas con la inmigración, y la violación de ellas, en ningún caso deberían prestarse a abusar o maltratar a los inmigrantes (Exo 22:21, Exo 23:9, Lev 19:33, Lev 24.22).

La Iglesia en general, y los creyentes en particular, como extranjeros y peregrinos en esta tierra (1 Ped 2.11) por cuanto nuestra ciudadanía está en el cielo (Fil 3:20), necesitamos desarrollar una sensibilidad especial también hacia los inmigrantes, acogiéndolos, protegiéndoles, respetándolos en su dignidad y valor como personas a la imagen de Dios, y participando con nosotros en igualdad de condiciones en todos los ámbitos de la vida. Y como atalayas de Dios para con nuestras sociedades (Jer 15:19, 1 Cro 12:32, Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7.14), y en reconocimiento a la labor en beneficio de nuestras naciones que por lo general desarrollan los inmigrantes, deberíamos sensibilizar a la sociedad y a los gobiernos terrenales de las naciones donde vivimos para que promuevan leyes y trato justos para todos los inmigrantes de acuerdo a los principios bíblicos.


BIBLIOGRAFÍA.

El Equilibrio del Poder: La Iglesia, el Estado y la Libertad.
Rubén Alvarado - Christian Cultural Studies Page
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Iglesia, Reino y Liturgia: El Lenguaje Político del NuevoTestamento.
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La Asistencia Social y la Iglesia.
David Hall.
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Respecto a las Responsabilidades Cívicas de los Cristianos.
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La Cosmovisión Cristiana de la Ayuda al que Sufre.
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La Cosmovisión Cristiana del Gobierno.
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27 Jun 2009
Referencia: Tema No. 50.