Módulo 102. Paternidad y amor de Dios.
OBSTÁCULOS EN LA RELACION DE LAS PERSONAS
CON DIOS COMO PADRE.
La mayoría de personas que experimentamos dificultades para establecer una relación íntima, abierta, espontánea con Dios como nuestro “Abba Padre” tenemos como común denominador el haber recibido heridas emocionales en nuestra infancia, la mayor parte de las veces de manera inconsciente, de parte de las personas con roles de autoridad sobre nosotros en esa parte de la vida. Estas heridas emocionales son de una amplia gama: rechazo, dureza o rudeza, frialdad o indiferencia, decepción, temor, maltrato, violencia, traición, abandono, etc., y su consecuencia más inmediata es el rechazo a todo y todos los que representan algún tipo de autoridad, y por supuesto, ello incluye a Dios.
Estas heridas a menudo dan como resultado cicatrices alrededor de nuestro corazón que lo endurecen, protegiéndolo de la posibilidad de seguir recibiendo esas u otras heridas de parte de las mismas personas y de parte de otras también y que tienen como consecuencia hacernos dudar o sentirnos temerosos o a la defensiva cuando tratamos de confiar completamente en otras personas y principalmente en Dios como nuestro Padre. Esas defensas que levantamos alrededor de nuestro corazón son lo que los psicólogos y psiquiatras llaman los “mecanismos de defensa” que empleamos los seres humanos y que no son otra cosa que los “caminos que al hombre le parecen derechos en su propia opinión pero cuyo fin es muerte” (Prov 16:25), mecanismos que defensa que en sí mismos constituyen pecados que nos separan, distancian ponen una muralla, entre nosotros y nuestro Padre Dios.
Otras personas experimentamos un bloqueo emocional o mental cuando intentamos llamar a Dios “Padre”, porque no hemos podido establecer una relación personal, íntima, espontánea, con El debido a que no pudimos tampoco establecer una relación de ese tipo con nuestro padre terrenal o con las figuras de autoridad que experimentamos en nuestra infancia, debido a distancia física o emocional, o ausencia parcial o definitiva.
Otras personas más tenemos dificultad en relacionarnos con Dios como Padre porque se nos enseñó durante toda la vida a “respetar” al padre terrenal (falso respeto basado en el miedo a la persona y en el temor al castigo) lo que significaba tratarlo con el pronombre lejano “usted”, que llevaba implícito el mensaje de difícilmente alcanzables, lejanos, apartados, clase aparte, o algo similar a eso. En tal situación, usar términos informales como “papa” o “papito” para dirigirse a Dios les parece irrespetuoso.
Consecuencias:
Una gran cantidad de creyentes no tenemos ninguna dificultad en relacionarnos con Dios como Dios pero si enfrentamos dificultades para relacionarnos con El como Padre en toda la plenitud de lo que ello significa. Más parecemos jornaleros o hermanos mayores de los que menciona en Lucas 15 la parábola del hijo pródigo, que hijos. Si nos percatamos, ambos hijos habían vivido toda su vida bajo el mismo techo que su padre, pero ninguno de los dos lo conocía realmente, lo que se evidencia por lo que cada uno de ellos le dijo a su papá en su propia situación particular que relata la parábola. Eso mismo es lo que nos pasa a muchos de nosotros actualmente en el Cuerpo de Cristo, y ello derivado, entre otras posibles y múltiples causas a cosas parecidas o similares a las siguientes:
1) Los hombres, por la dureza de los padres terrenales al educarlos cuando eran niños y jóvenes, prefieren mantenerse lejos de Dios, y por consecuencia, son más escasos en las iglesias.
2) Las mujeres, si bien en una buena medida recibieron muestras de cariño de parte de sus padres terrenales, fueron educadas como “objetos de uso” para servir a los hombres. Ello incide en que se acerquen a Dios a través de las iglesias, pero no se relacionen con El como hijas sino como siervas.
A lo largo de la historia de la humanidad, estudiando las culturas y religiones paganas de diferentes épocas y pueblos se puede observar la superioridad y/o importancia del culto a diosas mujeres cuya popularidad ha sido mayor que la de los dioses hombres debido a dificultades de este tipo, porque la figura de la madre terrenal, en la gran mayoría de los casos, está menos cargada de episodios traumáticos y/o rechazantes que la figura del padre terrenal, y en consecuencia, provoca menos sentimientos defensivos en las personas.
Eso se refleja en el catolicismo tradicional, por ejemplo, en la importancia del culto a María, que en algunos casos como por ejemplo en México, deja totalmente de lado a Jesús, y aún en las iglesias cristocéntricas se da una variación del mismo tema en el sentido que la mayoría de creyentes le damos más énfasis a nuestra relación con Jesús que a nuestra relación con Dios, porque es más fácil relacionarnos con un “hermano”, con el que desarrollamos relaciones de solidaridad por ser parte del mismo “sufrimiento” y afectados por las mismas situaciones, que con un “padre” que nos creó muchas heridas emocionales. Es menos amenazador, por nuestras experiencias pasadas, relacionarnos con Jesús y/o con el Espíritu Santo que con el Padre.
Derivado de las dificultades que tuvimos en nuestra relación con nuestros padres terrenales y con las figuras de autoridad en nuestra infancia, es sintomático que en las mismas áreas en que tuvimos esas dificultades, en esas mismas áreas tenemos problemas para relacionarnos con Dios. Por ejemplo:
Valor.
Nuestra cultura hoy, y desde algunas generaciones atrás, ha girado alrededor del materialismo que ha vuelto a las cosas más importantes que a las personas, y que ha invertido el orden natural de las cosas diseñado por Dios, de amar a las personas y usar las cosas, por el de amar las cosas y usar las personas.
Nuestro crecimiento y desarrollo como niños y niñas se desarrollo bajo ese paradigma de tal manera que en nuestras experiencias de vida en crecimiento, muchísimas veces fuimos objeto de tratos duros por arruinar cosas que los adultos amaban y fuimos usados como objetos para quedar bien de los adultos a nuestro alrededor (nos lucían nuestros maestros cuando obteníamos logros como ejemplos de su buen trabajo, nos lucían nuestros padres y familiares por nuestro buen comportamiento como resultado de la buena educación que ellos nos habían impartido, nos lucían nuestros jefes por nuestros éxitos como resultado de lo bien que ellos nos habían entrenado y dirigidos y como ejemplo de cómo debían comportarse sus subalternos, etc.), pero al mismo tiempo éramos desechados cuando sucedía algo malo que ellos no pudieran usar de nosotros. El mensaje subliminal que crecimos oyendo constantemente fue, entonces, el de la importancia y el valor de las cosas, y tuvimos, por lo general, pocas oportunidades de oír un “te amo mucho” incondicional. Cuando teníamos la oportunidad de oírlo generalmente era acompañado de un “por tal y tal cosa”, que por lo general, era un logro, un acierto, un buen comportamiento, algo sin error, con lo que crecíamos en la idea de que el amor es condicional, derivado de nuestras acciones.
Por supuesto, esa clase de amor también se la asignamos a Dios. Cuando estimamos que nos hemos comportado bien entonces sentimos que Dios nos ama, pero cuando estimamos que no nos hemos comportado adecuadamente, entonces sentimos que Dios no nos ama y procuramos alejarnos de El por temor a sus regaños, tal como lo hacían los adultos cuando haciamos algo equivocado en nuestra niñez.
Pero Dios no es así. El ama a las personas por sobre todas las cosas. De hecho, dio lo más valioso del cielo, a Jesús, por nosotros, no por las cosas (Jn 3:16) y puso toda su Creación al servicio de las personas (Gen 1) y no al revés. Para nuestro Padre, nosotros somos más valiosos que cualquier otra cosa creada.
“Digo: ¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar: todo cuanto pasa por los senderos del mar.” (Sal 8:4-8).
Afecto.
Con demasiada frecuencia, en el inicio de nuestra vida, las relaciones con el mundo de los adultos estuvieron condicionadas a nuestro comportamiento o actuación. Si hacíamos lo que a los adultos les parecía bien, éramos aceptados y nos mostraban afecto, en tanto que si no hacíamos lo que esperábamos, entonces éramos rechazados y en lugar de afecto recibíamos enojo y castigo. Para lograr un comportamiento apropiado, según los adultos, éramos sometidos al temor o al miedo.
Por esta razón, muchas veces, nuestra relación con Dios se basa en el temor o el miedo al castigo en lugar del amor que El nos tiene, y debido a nuestra pecaminosidad antes de recibir a Cristo, y a los pecados que eventualmente cometemos como cristianos, no podemos aceptar en el fondo de nuestro corazón que somos perdonados, amados y aceptados por El, y vivimos nuestra vida como creyentes con inseguridad, culpabilidad y condenación por nuestras faltas.
Es cierto que Dios aborrece el pecado y que el pecado de uno de nosotros quebranta su corazón, pero esa no es una causa para que nos rechace a nosotros a quienes nos ha dicho reiteradamente que nos “ama con amor eterno”.
“Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”. (Jer 31:3)
Como el Padre del hijo pródigo, El nos sale a encontrar (Luc 15). Muchos de nosotros hemos dicho que lo hemos encontrado a El, pero la realidad es que El nos sale al encuentro a nosotros. El ha dicho que se dejará hallar de nosotros, por el amor que nos tiene.
Otra dificultad en el área de mostrar y recibir afecto la tenemos, particularmente, aunque no exclusivamente, los hombres, en que cuando niños, por una mal entendida educación para ser triunfados, recibimos muy pocas muestras físicas de afecto de nuestro padre (cariño) y casi ninguna aceptación cuando cometíamos errores o fracasábamos, aceptación que sirviera para curar o por lo menos aliviar en parte nuestros sufrimientos. De hecho, nuestros sufrimientos como niños muchas veces fueron menospreciados (“¿y por eso estas sufriendo o llorando” o “molesto” o “preocupado”) al igual que nuestros sentimientos (“los hombres no lloran”, “¿y por eso tanto escándalo?”) y nuestras opiniones (“los niños no tienen que opinar en asuntos de los adultos”). No obstante, nuestro Padre no condena nuestros fracasos, ni minimiza nuestro dolor, no rechaza nuestros sentimientos ni menosprecia nuestros pensamientos, sino que se hace comprensivo y uno con nosotros (como el padre que siente con mayor fuerza el dolor que sienten sus hijos) no importando la dimensión del mismo, En Cristo y desde la Cruz del Calvario, El ha hecho la provisión para que seamos sanados de todos nuestros dolores, conflictos y traumas emocionales (Jesús llevó sobre sí el castigo –la paga-- de nuestra paz, Isa 53) tanto los hombres como las mujeres.
Aceptación.
Relacionado con el afecto está la aceptación porque una actitud afectiva adecuada de las personas hacia nosotros es una manifiestación de su aceptación. Por supuesto que lo inverso también es cierto: la falta de afecto nos hace pensar o sentir rechazo.
En una sociedad basada en los logros, como es la sociedad moderna en que vivimos, no solo nuestros padres sino todo a nuestro alrededor nos transmite consciente o inconscientemente, clara o subliminalmente, desde niños, el mensaje de que si alcanzabamos metas, tenemos logros, cumplimos las expectativas que los demás tienen acerca de nosotros, nos comportamos de manera aceptable de acuerdo al “status quo” social, etc., entonces los demás nos van a aceptar, apreciar y amar, pero si hacemos lo contrario entonces nos van a rechazar, señalar, apartar y hasta odiar.
Esa clima emocional en el que nos desarrollamos desde la niñez hasta la vejez, nos convierte paulatinamente en “hacedores humanos”, contrario a lo que es el plan de Dios que es que seamos “seres humanos”, creando una gran tensión en nosotros, por cuanto que nuestro valor no está dado socialmente por quienes somos sino por lo que hacemos, y alrededor de ese valor va a girar el amor, la seguridad, la pertenencia, el afecto, etc., que alcancemos en nuestras relaciones con los demás, y que son necesidades humanas básicas, además de los ingresos económicos que logremos generar, y por ende, el nivel de vida material que alcancemos. Si no logramos ser unos buenos hacedores de obras, entonces buscaremos la forma de aparentarlas con el fin de alcanzar aceptación social.
Por cierto, si hacemos algún análisis de nuestra vida nos vamos a dar cuenta que hasta ahora, sin importar la etapa en la que nos encontremos, las metas alcanzadas nunca han sido, para los demás y aún para nosotros mismos, suficientes, y en consecuencia, sigue siendo necesario más y más, convirtiendose esa lucha por alcanzar logros en la parte esencial de la vida de muchas personas y que las lleva, sin darse cuenta, a vivir su vida como una carrera angustiante por agradar y encontrar aceptación de los demás.
Y, por supuesto, cuando se trata de Dios, pensamos lo mismo acerca de El y por ende nos comportamos tratando de hacer con El lo mismo que hacemos a nivel de las personas con las que nos relacionamos. Como si El fuera un humano más, le asignamos a Dios la misma actitud de amarnos y aceptarnos si somos y hacemos buenas cosas, y de rechazarnos y no amarnos si hacemos malas cosas. Esa actitud interna es la base del legalismo externo que puede haber en nuestras vidas, y que lleva a convertir la relación con Dios en religiones cuyo corazón o base central es no Dios sino las normas, mandatos, y penas por incumplirlas, en lugar del Dios justo pero lleno de gracia y misericordia como el que nos revela la Biblia.
La consecuencia de todo ello es que, o bien mantenemos una relación superficial o nos alejamos de Dios porque consideramos que es alguién muy difícil de complacer y ya tenemos bastante con tener que agradar a los demás, o nos volvemos legalistas, buscando llenar una gran cantidad de requisitos, hacer una gran cantidad de tareas y recopilar una gran cantidad de méritos y habilidades para poder complacer a un Dios que pensamos exigente y perfeccionista, lo que hace nuestra vida cristiana y de hijos de El sumamente ansiosa y extenuante.
Sin embargo, nuestro Padre Dios no es así. Es es amor perfecto, amor incondicional, que no espera nada para derramarse en el ser que ama. De hecho, El nos amó aún antes de adoptarnos como sus hijos. Fuímos adoptados por El por el amor que nos tenía aún desde antes, cuando eramos pecadores al máximo. Si El nos amó pecadores, siendo enemigos suyos, ¿cuánto más no nos va a amar siendo sus hijos? Lo que a nosotros nos corresponde es recibir su amor. Nuestras buenas obras nunca fueron ni serán una razón para que el Padre nos amé, nos acepte y nos bendiga más, sino son una consecuencia de Su amor y de Su naturaleza en nosotros que nos mueve a agradarle, a ser como El es, nada más ni mada menos. Es el resultado de haber sido amados primero por El (Luc 7:47) y de la nueva naturaleza que nos ha sido dada como consecuencia de haber recibido esa salvación tan grande que El nos envió por medio de Cristo (2 Cor 5:17).
Nuestro Padre, aún cuando nos va a transformar paulatina y continuamente en personas con el carácter de Cristo (Rom 8:28-29, Fil 1:6), hoy nos ama tal como somos. De hecho El participó activamente en nuestra formación desde el vientre de nuestra madre (Sal 139). Somos hechura suya (Efe 2:10) y El sabe todo acerca de nosotros aún antes de que ocurra (Sal 139). Nada nuestro le es ajeno. A pesar de nosotros mismos, de nuestros errores, pecados, imperfecciones, etc., El nos ama con amor eterno e incondicional, con el tipo de amor que manifiesta 1 Cor 13:4-8, que de hecho, es el retrato del carácter de Dios porque El es amor.
Aún cuando durante toda nuestra vida nos hemos visto obligados y esclavizados a hacer algo y a competir para agradar a los demás, con Dios somos totalmente libres de ese esfuerzo y de esa esclavitud porque ya somos plena, total y absolutamente aceptados en Cristo y no podremos ser aceptados más plenamente porque ya lo somos completamente. Las buenas obras que hacemos no son una base para ganar el amor de El, sino más bien, el resultado de sabernos amados y aceptados tal como somos y el agradecimiento por lo que El ha hecho en nuestras vidas.
“Por su amor, nos predestinó para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado.” (Efe 1:5-6)
Primero es la fe y después las obras como nos lo enseña la Epístola de Santiago, primero es el amor y después las obras que se derivan de ser amados. Su aceptación nunca ha dependido ni depende de nosotros mismos, de nuestros méritos, de nuestras habilidades, de nuestros éxitos. Su aceptación hacia nosotros depende únicamente de su amor y El no cambia. De hecho nada ni nadie nos podrá separar de Su amor (Rom 8). Que El va a tomar acción respecto a nuestros pecados, nuestros errores y nuestras equivocaciones, eso es otra cosa. Pero ello no implica que nos deje de amar y aceptar.
De hecho, su Palabra dice que El, que fue quién comenzó la buena obra en nosotros (de hacernos de nuevo), la perfeccionará hasta el día en que nos presentemos delante de El (Fil 1:6). El no espera de nosotros, en este preciso momento de nuestra vida, perfección. Aún cuando es un Dios perfecto, no es perfeccionista como muchos de nosotros y como mucha gente que durante nuestro crecimiento nos rodeo. Es un Padre que conoce la naturaleza de sus hijos y de sus luchas, que sabe que pueden fallar y que tiene la provisión para esas fallas y que no va a disminuir su amor y aceptación hacia nosotros por ellas, sino que más bien, nos va a ayudar a salir de ellas:
“Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse;” (Prov 24:16).
“Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo”. (Sal 55:22).
Presencia.
Nosotros somos el resultado de una generación que del hogar como el centro de su vida se cambio al trabajo, derivado del cambio de las condiciones socio-económicas del mundo derivadas, entre otras cosas, o que se hicieron visibles a partir de la segunda guerra mundial.
Ello incidió en una generación que creció sin una cercanía constante a sus padres, de los que pudiera aprender vivencialmente – y no solo en teoría- actitudes, ideas, formas de actuar y resolver los problemas de la vida, etc., en fin, una educación para la vida. Esa carencia de tiempo y la necesidad de aprendizaje para el trabajo, hizo de la escuela el centro de formación de los niños y niñas, en el que los padres delegaron su responsabilidad dada por Dios. Ello ha dado como resultado, muchas personas preparadas eficientemente para el trabajo, pero que fracasan estrepitosamente en sus vidas familiares como pareja y/o como padres.
Somos una generación que ha crecido con una carencia de presencia y atención de parte de sus padres, carencias que también le asignamos equivocadamente a Dios. Ningún ser humano, por más amoroso que sea con nosotros, puede ponernos atención y cuidar de nosotros las veinticuatro horas del día por más que lo quisiera. El primer impedimento para ello es que necesita dormir y descansar. No puede permanecer despierto indefinidamente. Por otro lado, durante el tiempo que está despierto, tiene que apartar el necesario para atender sus propias necesidades. Sin embargo, nuestro Papito Celestial no tiene esas limitaciones. De hecho El ha prometido que va a estar con nosotros todo el tiempo, sin faltar un solo minuto y que nos dará su atención íntegramente
“...echando toda vuestra ansiedad sobre El, porque El tiene cuidado de vosotros” (1 Ped 5:7).
“Alzaré mis ojos a los montes; ¿De dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra. No dará tu pie al resbaladero, ni se dormirá el que te guarda. He aquí, no se adormecerá ni dormirá El que guarda a Israel. Jehová es tu guardador; Jehová es tu sombra a tu mano derecha. El sol no te fatigará de día, ni la luna de noche. Jehová te guardará de todo mal; El guardará tu alma. Jehová guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre”. (Sal 121).
“Yo te he invocado, por cuanto tú me oirás, oh Dios; inclina a mí tu oído, escucha mi palabra. Muestra tus maravillosas misericordias, tú que salvas a los que se refugian a tu diestra, de los que se levantan contra ellos. Guárdame como a la niña de tus ojos, escóndeme bajo la sombra de tus alas, de la vista de los malos que me oprimen, de mis enemigos que buscan mi vida.” (Sal 17:6-9).
“Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia han plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre.” (Sal 16:11).
“Los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos...Claman los justos, y Jehová oye, y los libra de todas sus angustias. Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu.” (Sal 34:15, 17-18).
Comunicación.
Por una diversidad de razones, a la mayoría de los adultos en nuestra infancia, incluyendo a nuestros padres terrenales, se les dificultaba mucho tener con nosotros una comunicación significativa y fluida, dejándonos la impresión de que no les interesaba lo que nosotros podíamos o queríamos decir ni nuestra opinión respecto a las cosas.
Además, aunque la gran mayoría de ellos eran buenos y sinceros para con nosotros en sus pensamientos e intenciones internas, por el patrón en el que ellos mismos fueron educados, que los hizo callados y tímidos respecto a sus emociones, y hasta inexpresivos, al punto de que apenas hablaban, nunca o casi nunca nos dijeron que nos amaban, que estaban orgullosos de nosotros y que éramos valiosos para ellos, componentes esenciales para formar una sana identidad y emocionalidad en el niño y la niña que les permita enfrentar y superar con éxito los retos de la vida de tal manera que su vida sea como dice Prov 4:18, una que sea como la luz de la aurora que va en aumento hasta que el día es perfecto.
Ellos tienen, en ese sentido, una deuda con nosotros, con nuestra sana identidad y emocionalidad, por sus carencias que les impidieron fortalecernos en esas dos áreas básicas de la vida, que son las que nos ayudan a alcanzar el éxito. El Salmo 127, versículo 4 dice que los hijos son como las flechas que están en manos de los guerreros. Y como todos sabemos, los guerreros dirigen sus flechas hacia un blanco. Así nuestros padres, a través de formar en nosotros, a través de sus palabras y de sus actitudes afectivas constantes, una sana identidad y emocionalidad, eran los responsables de parte de Dios de dirigirnos hacia el éxito, pero si por la deformación del diablo respecto a los patrones de sana paternidad, no lo logran, entonces nos convierten en “mendigos” y “minusválidos” de identidad y emocionalidad, y en lugar de buscar el éxito, nuestra vida se convierte en una búsqueda de llenar el vacío de ellas mediante la aceptación de los demás.
Por supuesto, cuando tenemos la oportunidad de relacionarnos con Dios, todos esos problemas de comunicación que enfrentamos hacia las personas terrenales con autoridad en nuestra vida, las traemos a la relación con Dios, y muchas veces, procuramos mantenernos con El de lejos, con una comunicación intrascendente o mínima.
Sin embargo, Dios no es solo bueno y sincero sino que además es comunicativo y no es callado ni tímido. El nos comunica claramente y de muchas formas su amor por nosotros y la identidad de la cual El nos dota cuando venimos a Cristo (justos, santos, hijos amados, más que vencedores, que todo lo podemos con El, que en El haremos proezas, etc.) hasta el extremo de que “de tal manera nos amó que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en El cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3:16).
Dios es nuestro Padre Perfecto. Aún cuando El nos discipline (siempre que lo hace es porque nos ama y desea lo mejor para nosotros, no por que esté enojado) lo va a hacer con amor, generosidad, amabilidad y justicia. Además de ello, el anhelo de su corazón es pasar tiempo con nosotros, y no como dice la frase tan usada ahora para justificar la poca cantidad de tiempo que pasamos con nuestros hijos, “tiempo de calidad”, sino también cantidad de tiempo, porque El nunca nos deja ni nos abandona, El está con nosotros todo el tiempo, aún cuando nosotros no seamos conscientes de Su presencia con nosotros (Sal 121).
Quiere que recibamos su amor y sepamos que somos especiales y únicos ante sus ojos. El no tiene ningún problema para comunicarnos Su amor y recordarnos nuestra nueva identidad, no solo en la intimidad de una relación personal con El sino además en Su Palabra, siendo toda ella un testimonio de Su amor por nosotros, y todas las circunstancias de nuestras vidas, en las que se manifiesta su benignidad hacia nosotros.
Muchas veces no somos conscientes de esa benignidad representada, entre otras muchísimas cosas más, por ejemplo, en la perfección del funcionamiento de nuestro cuerpo, la pareja y los hijos e hijas que tenemos a nuestro lado acompañándonos en el proceso de la vida, las cosas materiales que tenemos a nuestra disposición, los buenos y maravillosos momentos que vivimos cada día, la ropa que vestimos, la casa que habitamos, la comida que comemos, el paisaje que vemos, etc., porque estamos tan metidos en la mentalidad de logros, que creemos que nos los merecemos y nos los hemos ganado, y no los podemos apreciar como manifestación de la bondad de Dios.
Autoridad.
Para muchos de nosotros, el entorno en el que crecimos fue un entorno lleno de autoritarismo, que incidió en que nuestra vida, desde la infancia hasta ahora, haya sido una larga colección de abusos de autoridad de parte de figuras influyentes en nuestra vida (padres, maestros, tíos, abuelos, jefes, etc.), que nos debieron haber enseñado a amar y apreciar la autoridad (Rom 13), la corrección y la disciplina para que fuera fácil y ligero aceptar la autoridad de nuestro Padre Dios (Mat 11:29).
“El que ama la instrucción ama la sabiduría; mas el que aborrece la reprensión es ignorante.” (Prov 12:1).
“Que el justo me castigue, será un favor, y que me reprenda será un excelente bálsamo que no me herirá la cabeza;...” (Sal 141:5).
“He aquí que Dios es grande, pero no desestima a nadie; es poderoso en fuerza de sabiduría. No otorgará vida al impío, pero a los afligidos dará su derecho. No apartará de los justos sus ojos; antes bien con los reyes los pondrá en trono para siempre, y serán exaltados. Si estuvieren prendidos en grillos, y aprisionados en las cuerdas de aflicción, El les dará a conocer la obra de ellos y que prevalecieron sus rebeliones. Despierta además el oído de ellos para la corrección, y les dice que se conviertan de la iniquidad. Si oyere, y les sirvieren, acabarán sus días en bienestar, y sus años en dicha. Pero si no oyeren, serán pasados a espada, y perecerán sin sabiduría.”(Job 36:5-12).
Sin embargo el ejemplo y sus acciones autoritarias lograron más bien, que en lugar de amar la reprensión y la corrección por el beneficio de apartarnos del mal, lo que lograron fue que si bien la tememos en público y por eso procuramos normalmente comportarnos de manera aceptable, la rechazamos en privado, de tal manera que en la primera oportunidad que tenemos en la que no somos observados, somos capaces de comportarnos dando rienda suelta a toda la rebelión que hierve dentro de nosotros y hacer lo malo irrefrenablemente, a condición de no ser observados por las personas, aunque no nos percatamos que El más importante, Dios nuestro Padre, nos está observando. Somos pulcros por fuera, pero inmundos por dentro, como los sepulcros blanqueados a los que se refirió Jesús en Mat 23:27 hablando de los fariseos.
Esa rebelión y rechazo lo proyectamos a nuestra relación con Dios, buscando subterfugios o argumentos para evadir el cumplimiento simple, llano y puro de sus mandamientos, cuando no entramos en una rebelión franca y abierta a El, comenzando por el hecho de resistirnos con todas nuestras fuerzas a rendir nuestras vidas a El.
Ese autoritarismo generó en nosotros una raíz de amargura y de rebelión hacia toda representación y manifestación de autoridad, de tal manera que en infinidad de veces en nuestra vida, aún como creyentes, nos aleja de Dios y del cumplimiento de sus mandamientos destinados a hacer de nuestra vida una constante fuente de bienestar, cumpliéndose lo que menciona la Palabra en Heb 12:15:
“Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados.”
La gracia de Dios es la cualidad de El por la que recibimos sus bendiciones sin merecerlas. En consecuencia, la raíz de amargura derivada del autoritarismo nos contamina de tal manera que nos impide alcanzar las bendiciones de Dios, y peor aún, no solo nos impide a nosotros, sino que por la contaminación que la rebelión produce en otros, también les impide a los otros alcanzar también las bendiciones de Dios.
Manifestaciones de esa rebelión las encontramos tanto dentro como fuera de la familia de Dios. Dentro, se manifiesta en la división y la falta de coincidencia entre lo que hablamos y lo que vivimos (falta de integridad) y en el legalismo que nos lleva a vivir hacia el exterior una imagen que no coincide con lo que somos en nuestro interior (hipocresía, fariseismo, etc.). Fuera del cuerpo de Cristo se manifiesta en la no aceptación de la autoridad de la Palabra (yo creo en Dios pero a mi modo) y de los métodos de Dios para llegar al cielo (todos los caminos llevan a Dios).
Es evidente y comprobado hasta la saciedad que nuestras experiencias pasadas condicionan nuestras respuestas presentes, y la relación con Dios no es la excepción a esta regla. Nuestras experiencias pasadas con las figuras de autoridad condicionan nuestra respuesta presente a Dios nuestro Padre. A veces, y quizá con demasiada frecuencia, nos evadimos de la autoridad de nuestro Padre porque damos por sentado que será como esas personas con las que estuvimos en contacto en alguna etapa de nuestra vida: abusadoras, perfeccionistas, duras, agresivas, abusivas, autoritarias, violentas, etc., privándonos con ello de recibir el amor incondicional, liberador, emocionante y maravilloso de Dios.
Confianza.
Cuando nacimos en nuestro hogar terrenal y en el entorno social que nos correspondió, lo fuimos como una muestra de confianza de Dios en nuestros padres terrenales y en los adultos que nos rodeaban, que como administradores de la multiforme gracia de Dios, durante nuestros años de formación debían habernos amado y manifestado un amor como el de nuestro Padre Celestial.
Siempre, desde el principio de la Creación, la idea de Dios acerca de la familia es que ella lo manifestara a El a sus miembros y a los demás, que fuera un testimonio viviente, aunque imperfecto, de cómo El es, de su carácter y cualidades, de tal manera que nos preparara para recibirle a El en toda su dimensión y plenitud.
Sin embargo, por la obra destructiva del diablo que no viene sino a robar, matar y destruír (Jn 10:10, acciones de las cuales la paternidad, la familia y la sociedad no se han sustraído), nuestros hogares y nuestras relaciones con los adultos, para muchos de nosotros, en nuestra infancia, estuvieron llenas de promesas incumplidas, rotas, frustradas, traicionadas, etc., lo que nos convirtió en personas incrédulas y/o desconfiadas de las promesas que cualquiera nos haga.
En nuestra mente, muchas veces, no existe diferencia entre la personas y Dios, razón por lo cual se nos hace muy difícil creer y confiar en las promesas de Dios, por lo que cuando intentamos acercarnos a El, muchas veces, lo hacemos con escepticismo, desconfianza o incredulidad.
Aún cuando las personas nos hubieran engañado, fallado, hecho falsas promesas, incumplido su palabra, etc., sin embargo, nuestro Padre Maravilloso no rompe sus promesas ni nos traiciona. Todo lo contrario.
“Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta. El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?” (Num 23:19).
Otros pueden pensar en que sus padres, cuando ellos aún eran pequeños, necesitaban de su protección y cuidado, y sin embargo los abandonaron, se fueron de casa y se olvidaron de ellos, y la relación se volvió muy esporádica, eventual y/o hasta inexistente, y por ello, tener desconfianza acerca de que Dios en algún momento de su caminar los puede abandonar y no tener cuidado de ellos. Pero Dios no es un Padre irresponsable. Ese aspecto, esa necesidad de seguridad que tenemos de que El siempre estará con nosotros, El la tiene cubierta en Su Palabra para nosotros:
“Pero Sion dijo: Me dejó Jehová, y el Señor se olvidó de mí. ¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.” (Isa 49:14-15).
Es más, El ha garantizado que sus promesas se cumplirán en nuestra vida independientemente de nosotros mismos. El ha jurado por sí mismo que esas promesas se harán realidad en nuestra vida (Heb 6:13-14), más abundantemente de lo que nosotros pedimos o esperamos (Efe 3:20).
“Si fuéremos infieles, El permanece fiél; él no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2:13).
“porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios.” (2 Cor 1:20).
Conclusión.
Dios no es, ni por asomo ni por mínima aproximación, como las figuras de autoridad terrenales a las que hemos sido expuestos en las diferentes etapas de nuestra vida. De hecho, es totalmente diferente, contrastante. Dios no es ni el ser frío, distante y rígidamente legalista que la religión nos ha presentado (el ojo vigilante) ni el Dios exigente e impaciente que tantos de nosotros nos hemos esforzado por complacer.
“Estas cosas hiciste, y yo he callado; pensabas que de cierto sería yo como tú; pero te reprenderé, y las pondré delante de tus ojos.” (Sal 50:21).
Con demasiada frecuencia, toda nuestra relación con Dios la hemos definido no en base a la Gracia y a la relación filial que tenemos con El sino en función de nuestra relación legal con El y con Su ley. En una relación de este tipo nunca llegamos ni podremos llegar a estar concientes de un Dios cuyo corazón está repleto y enamorado, arrebatado y lleno de deleite por los suyos, por cada uno de nosotros.
“Porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere misericordia; y la misericordia triunfa sobre el juicio.” (Sant 2:13).
Dios nunca consideró nuestra salvación solamente como un intercambio legal que afecta nuestra posición ante El. Esta es una consideración inicial y necesaria por nuestra culpabilidad de pecadores, pero la finalidad última de nuestra salvación era derramar Su amor en nosotros eternamente, comenzando a partir del día de nuestra salvación. A través de ella El nos comunica su gozo, sus ansias y su afecto por nosotros, y a nuestra vez, nosotros le respondemos de manera similar:
“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor. Nosotros le amamos a El, porque El nos amó primero” (1 Jn 4:18-19).
“Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel a quien perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado. Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; mas ésta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste beso; mas ésta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; mas ésta ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama.” (Luc 7:41-47).
Ello implica que nunca vamos a tener más afecto o pasión por Dios, que lo que entendamos que El nos tiene a nosotros y nunca vamos a entregarnos a Dios más de lo que entendamos que El se nos ha entregado a nosotros. En consecuencia, el avivamiento y el fuego ardiente de pasión por nuestro Dios y Padre, que muchos hemos anhelado por años tener y que nos consuma, no va a venir sin el previo conocimiento de El en toda su plenitud de amor que se expresa en su Paternidad única y totalmente diferente a cualquier cosa que conozcamos por ese nombre.
Aunque Dios es autosuficiente por completo, El anhela recibir nuestro amor. El, que no tiene necesidad de nosotros, ha “atado” su corazón a nosotros para siempre.
“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren.” (Jn 4:23).
“¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente?” (Sant 4:5).
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.” (1 Jn 4:10).
El ha estado esperando por años, décadas, centurias y milenios que nos acerquemos a El con la confianza de un hijo buscando la plenitud de su paternidad. El nos ha amado desde antes de la fundación del mundo, envió a su Hijo al mundo para que rompiera todas las barreras que nos lo pudieran impedir y nos formó en el vientre de nuestra madre para que llegara ese momento. Para acercarnos a Dios y cumplir con el anhelo de su corazón debemos arrepentirnos y despojarnos de la tendencia a atribuirle a El características humanas, principalmente de una humanidad tan deteriorada como la de nuestra generación. Dios no es distante, ni pasivo, ni autoritario, ni abusador, ni ausente, ni acusador. Dios es Amor.
“Pensabas que de cierto sería yo como tú”, (Sal 50:21),
pero
“Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos…” (Isa 55:8-9).
Los caminos, los pensamientos y los afectos de Dios están muy por encima, pero muy por encima, extremadamente por encima, de los de cualquier ser humano, aún el mejor de ellos. Aún cuando nosotros no hubiéramos experimentado en nuestras relaciones con nuestros padres terrenales o con las figuras de autoridad que se hicieron presentes en cualquier etapa de nuestra vida nada de todo lo malo que hemos mencionado anteriormente, el mejor padre o la mejor persona que halla en la tierra está infinitamente por debajo del carácter y las emociones de Dios. No hay modelo humano adecuado para darnos una descripción del corazón de Dios.
“Pues si ustedes, aún siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en el cielo dará cosas buenas a los que le pidan!” (Mat 7:11).
Solo el conocimiento de la Verdad, la persona de Jesucristo y el conocimiento y la experiencia del amor puro, fiel y apasionado que Dios nos tiene, del que Jesucristo es la expresión más evidente y transparente, nos puede hacer verdaderamente libres para acércanos a nuestro Padre Celestial y librarnos de nuestros pecados, heridas, dolores, cadenas, cautividades, etc. Solo cuando captamos (aunque sea solo un pequeño destello) lo que Dios siente por nosotros, se derrumban las fortalezas que tenemos en la mente y el corazón y que son las causantes de todas esas situaciones.
“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado.” (Jn 17:3).
“Y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.” (Jn 8:32).
“En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio, pues como El es, así somos nosotros en este mundo. En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor.” (1 Jn 4:17-18).
La Iglesia en general, y cada creyente en particular, necesitamos recuperar el verdadero conocimiento de Dios (el conocimiento de la Verdad, que es una Persona, Dios, es el que liberta a las personas). Ese conocimiento hoy es más que necesario, es prioritario, si queremos ver a millones de personas salvas experimentando un avivamiento como nunca en la historia de la humanidad, que para que suceda, primero tiene que ser visto en nosotros mismos, sus hijos. Necesitamos llegar a conocer a Dios tal como El es: PADRE, su ser, su personalidad, su carácter, sus emociones, pasiones y sentimientos, las excelencias de su persona, y dejarnos cautivar por su corazón enamorado para que nuestro testimonio sea congruente con el de El.
“Nosotros le amamos a El porque El nos amó primero” (1 Jn 4:19).
Necesitamos volver a centrar nuestro cristianismo en Dios, no en las añadiduras, sin que ello implique menospreciarlas ni rechazarlas, pero el orden debe ser primero Dios el Padre, Jesucristo y el Espíritu Santo (relaciones) y después las bendiciones.
Debemos regresar a la centralidad real de la persona de Dios en nuestro cristianismo y no ubicar esté en los conceptos, las actividades, las técnicas, los métodos, las bendiciones, los dones, la unción. Todas ellos y ellas vendrán por añadidura cuando la persona de nuestro Amante Padre esté en el centro de nuestra vida.
El Cristianismo actual necesita
“Buscar el reino de Dios y su justicia” (Mat 6:33)
“Y esta es la vida eterna: Que te conozcan (intimidad, profundidad, intensidad) a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quién Tú has enviado.” (Jn 17:3).
CON DIOS COMO PADRE.
La mayoría de personas que experimentamos dificultades para establecer una relación íntima, abierta, espontánea con Dios como nuestro “Abba Padre” tenemos como común denominador el haber recibido heridas emocionales en nuestra infancia, la mayor parte de las veces de manera inconsciente, de parte de las personas con roles de autoridad sobre nosotros en esa parte de la vida. Estas heridas emocionales son de una amplia gama: rechazo, dureza o rudeza, frialdad o indiferencia, decepción, temor, maltrato, violencia, traición, abandono, etc., y su consecuencia más inmediata es el rechazo a todo y todos los que representan algún tipo de autoridad, y por supuesto, ello incluye a Dios.
Estas heridas a menudo dan como resultado cicatrices alrededor de nuestro corazón que lo endurecen, protegiéndolo de la posibilidad de seguir recibiendo esas u otras heridas de parte de las mismas personas y de parte de otras también y que tienen como consecuencia hacernos dudar o sentirnos temerosos o a la defensiva cuando tratamos de confiar completamente en otras personas y principalmente en Dios como nuestro Padre. Esas defensas que levantamos alrededor de nuestro corazón son lo que los psicólogos y psiquiatras llaman los “mecanismos de defensa” que empleamos los seres humanos y que no son otra cosa que los “caminos que al hombre le parecen derechos en su propia opinión pero cuyo fin es muerte” (Prov 16:25), mecanismos que defensa que en sí mismos constituyen pecados que nos separan, distancian ponen una muralla, entre nosotros y nuestro Padre Dios.
Otras personas experimentamos un bloqueo emocional o mental cuando intentamos llamar a Dios “Padre”, porque no hemos podido establecer una relación personal, íntima, espontánea, con El debido a que no pudimos tampoco establecer una relación de ese tipo con nuestro padre terrenal o con las figuras de autoridad que experimentamos en nuestra infancia, debido a distancia física o emocional, o ausencia parcial o definitiva.
Otras personas más tenemos dificultad en relacionarnos con Dios como Padre porque se nos enseñó durante toda la vida a “respetar” al padre terrenal (falso respeto basado en el miedo a la persona y en el temor al castigo) lo que significaba tratarlo con el pronombre lejano “usted”, que llevaba implícito el mensaje de difícilmente alcanzables, lejanos, apartados, clase aparte, o algo similar a eso. En tal situación, usar términos informales como “papa” o “papito” para dirigirse a Dios les parece irrespetuoso.
Consecuencias:
Una gran cantidad de creyentes no tenemos ninguna dificultad en relacionarnos con Dios como Dios pero si enfrentamos dificultades para relacionarnos con El como Padre en toda la plenitud de lo que ello significa. Más parecemos jornaleros o hermanos mayores de los que menciona en Lucas 15 la parábola del hijo pródigo, que hijos. Si nos percatamos, ambos hijos habían vivido toda su vida bajo el mismo techo que su padre, pero ninguno de los dos lo conocía realmente, lo que se evidencia por lo que cada uno de ellos le dijo a su papá en su propia situación particular que relata la parábola. Eso mismo es lo que nos pasa a muchos de nosotros actualmente en el Cuerpo de Cristo, y ello derivado, entre otras posibles y múltiples causas a cosas parecidas o similares a las siguientes:
1) Los hombres, por la dureza de los padres terrenales al educarlos cuando eran niños y jóvenes, prefieren mantenerse lejos de Dios, y por consecuencia, son más escasos en las iglesias.
2) Las mujeres, si bien en una buena medida recibieron muestras de cariño de parte de sus padres terrenales, fueron educadas como “objetos de uso” para servir a los hombres. Ello incide en que se acerquen a Dios a través de las iglesias, pero no se relacionen con El como hijas sino como siervas.
A lo largo de la historia de la humanidad, estudiando las culturas y religiones paganas de diferentes épocas y pueblos se puede observar la superioridad y/o importancia del culto a diosas mujeres cuya popularidad ha sido mayor que la de los dioses hombres debido a dificultades de este tipo, porque la figura de la madre terrenal, en la gran mayoría de los casos, está menos cargada de episodios traumáticos y/o rechazantes que la figura del padre terrenal, y en consecuencia, provoca menos sentimientos defensivos en las personas.
Eso se refleja en el catolicismo tradicional, por ejemplo, en la importancia del culto a María, que en algunos casos como por ejemplo en México, deja totalmente de lado a Jesús, y aún en las iglesias cristocéntricas se da una variación del mismo tema en el sentido que la mayoría de creyentes le damos más énfasis a nuestra relación con Jesús que a nuestra relación con Dios, porque es más fácil relacionarnos con un “hermano”, con el que desarrollamos relaciones de solidaridad por ser parte del mismo “sufrimiento” y afectados por las mismas situaciones, que con un “padre” que nos creó muchas heridas emocionales. Es menos amenazador, por nuestras experiencias pasadas, relacionarnos con Jesús y/o con el Espíritu Santo que con el Padre.
Derivado de las dificultades que tuvimos en nuestra relación con nuestros padres terrenales y con las figuras de autoridad en nuestra infancia, es sintomático que en las mismas áreas en que tuvimos esas dificultades, en esas mismas áreas tenemos problemas para relacionarnos con Dios. Por ejemplo:
Valor.
Nuestra cultura hoy, y desde algunas generaciones atrás, ha girado alrededor del materialismo que ha vuelto a las cosas más importantes que a las personas, y que ha invertido el orden natural de las cosas diseñado por Dios, de amar a las personas y usar las cosas, por el de amar las cosas y usar las personas.
Nuestro crecimiento y desarrollo como niños y niñas se desarrollo bajo ese paradigma de tal manera que en nuestras experiencias de vida en crecimiento, muchísimas veces fuimos objeto de tratos duros por arruinar cosas que los adultos amaban y fuimos usados como objetos para quedar bien de los adultos a nuestro alrededor (nos lucían nuestros maestros cuando obteníamos logros como ejemplos de su buen trabajo, nos lucían nuestros padres y familiares por nuestro buen comportamiento como resultado de la buena educación que ellos nos habían impartido, nos lucían nuestros jefes por nuestros éxitos como resultado de lo bien que ellos nos habían entrenado y dirigidos y como ejemplo de cómo debían comportarse sus subalternos, etc.), pero al mismo tiempo éramos desechados cuando sucedía algo malo que ellos no pudieran usar de nosotros. El mensaje subliminal que crecimos oyendo constantemente fue, entonces, el de la importancia y el valor de las cosas, y tuvimos, por lo general, pocas oportunidades de oír un “te amo mucho” incondicional. Cuando teníamos la oportunidad de oírlo generalmente era acompañado de un “por tal y tal cosa”, que por lo general, era un logro, un acierto, un buen comportamiento, algo sin error, con lo que crecíamos en la idea de que el amor es condicional, derivado de nuestras acciones.
Por supuesto, esa clase de amor también se la asignamos a Dios. Cuando estimamos que nos hemos comportado bien entonces sentimos que Dios nos ama, pero cuando estimamos que no nos hemos comportado adecuadamente, entonces sentimos que Dios no nos ama y procuramos alejarnos de El por temor a sus regaños, tal como lo hacían los adultos cuando haciamos algo equivocado en nuestra niñez.
Pero Dios no es así. El ama a las personas por sobre todas las cosas. De hecho, dio lo más valioso del cielo, a Jesús, por nosotros, no por las cosas (Jn 3:16) y puso toda su Creación al servicio de las personas (Gen 1) y no al revés. Para nuestro Padre, nosotros somos más valiosos que cualquier otra cosa creada.
“Digo: ¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar: todo cuanto pasa por los senderos del mar.” (Sal 8:4-8).
Afecto.
Con demasiada frecuencia, en el inicio de nuestra vida, las relaciones con el mundo de los adultos estuvieron condicionadas a nuestro comportamiento o actuación. Si hacíamos lo que a los adultos les parecía bien, éramos aceptados y nos mostraban afecto, en tanto que si no hacíamos lo que esperábamos, entonces éramos rechazados y en lugar de afecto recibíamos enojo y castigo. Para lograr un comportamiento apropiado, según los adultos, éramos sometidos al temor o al miedo.
Por esta razón, muchas veces, nuestra relación con Dios se basa en el temor o el miedo al castigo en lugar del amor que El nos tiene, y debido a nuestra pecaminosidad antes de recibir a Cristo, y a los pecados que eventualmente cometemos como cristianos, no podemos aceptar en el fondo de nuestro corazón que somos perdonados, amados y aceptados por El, y vivimos nuestra vida como creyentes con inseguridad, culpabilidad y condenación por nuestras faltas.
Es cierto que Dios aborrece el pecado y que el pecado de uno de nosotros quebranta su corazón, pero esa no es una causa para que nos rechace a nosotros a quienes nos ha dicho reiteradamente que nos “ama con amor eterno”.
“Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”. (Jer 31:3)
Como el Padre del hijo pródigo, El nos sale a encontrar (Luc 15). Muchos de nosotros hemos dicho que lo hemos encontrado a El, pero la realidad es que El nos sale al encuentro a nosotros. El ha dicho que se dejará hallar de nosotros, por el amor que nos tiene.
Otra dificultad en el área de mostrar y recibir afecto la tenemos, particularmente, aunque no exclusivamente, los hombres, en que cuando niños, por una mal entendida educación para ser triunfados, recibimos muy pocas muestras físicas de afecto de nuestro padre (cariño) y casi ninguna aceptación cuando cometíamos errores o fracasábamos, aceptación que sirviera para curar o por lo menos aliviar en parte nuestros sufrimientos. De hecho, nuestros sufrimientos como niños muchas veces fueron menospreciados (“¿y por eso estas sufriendo o llorando” o “molesto” o “preocupado”) al igual que nuestros sentimientos (“los hombres no lloran”, “¿y por eso tanto escándalo?”) y nuestras opiniones (“los niños no tienen que opinar en asuntos de los adultos”). No obstante, nuestro Padre no condena nuestros fracasos, ni minimiza nuestro dolor, no rechaza nuestros sentimientos ni menosprecia nuestros pensamientos, sino que se hace comprensivo y uno con nosotros (como el padre que siente con mayor fuerza el dolor que sienten sus hijos) no importando la dimensión del mismo, En Cristo y desde la Cruz del Calvario, El ha hecho la provisión para que seamos sanados de todos nuestros dolores, conflictos y traumas emocionales (Jesús llevó sobre sí el castigo –la paga-- de nuestra paz, Isa 53) tanto los hombres como las mujeres.
Aceptación.
Relacionado con el afecto está la aceptación porque una actitud afectiva adecuada de las personas hacia nosotros es una manifiestación de su aceptación. Por supuesto que lo inverso también es cierto: la falta de afecto nos hace pensar o sentir rechazo.
En una sociedad basada en los logros, como es la sociedad moderna en que vivimos, no solo nuestros padres sino todo a nuestro alrededor nos transmite consciente o inconscientemente, clara o subliminalmente, desde niños, el mensaje de que si alcanzabamos metas, tenemos logros, cumplimos las expectativas que los demás tienen acerca de nosotros, nos comportamos de manera aceptable de acuerdo al “status quo” social, etc., entonces los demás nos van a aceptar, apreciar y amar, pero si hacemos lo contrario entonces nos van a rechazar, señalar, apartar y hasta odiar.
Esa clima emocional en el que nos desarrollamos desde la niñez hasta la vejez, nos convierte paulatinamente en “hacedores humanos”, contrario a lo que es el plan de Dios que es que seamos “seres humanos”, creando una gran tensión en nosotros, por cuanto que nuestro valor no está dado socialmente por quienes somos sino por lo que hacemos, y alrededor de ese valor va a girar el amor, la seguridad, la pertenencia, el afecto, etc., que alcancemos en nuestras relaciones con los demás, y que son necesidades humanas básicas, además de los ingresos económicos que logremos generar, y por ende, el nivel de vida material que alcancemos. Si no logramos ser unos buenos hacedores de obras, entonces buscaremos la forma de aparentarlas con el fin de alcanzar aceptación social.
Por cierto, si hacemos algún análisis de nuestra vida nos vamos a dar cuenta que hasta ahora, sin importar la etapa en la que nos encontremos, las metas alcanzadas nunca han sido, para los demás y aún para nosotros mismos, suficientes, y en consecuencia, sigue siendo necesario más y más, convirtiendose esa lucha por alcanzar logros en la parte esencial de la vida de muchas personas y que las lleva, sin darse cuenta, a vivir su vida como una carrera angustiante por agradar y encontrar aceptación de los demás.
Y, por supuesto, cuando se trata de Dios, pensamos lo mismo acerca de El y por ende nos comportamos tratando de hacer con El lo mismo que hacemos a nivel de las personas con las que nos relacionamos. Como si El fuera un humano más, le asignamos a Dios la misma actitud de amarnos y aceptarnos si somos y hacemos buenas cosas, y de rechazarnos y no amarnos si hacemos malas cosas. Esa actitud interna es la base del legalismo externo que puede haber en nuestras vidas, y que lleva a convertir la relación con Dios en religiones cuyo corazón o base central es no Dios sino las normas, mandatos, y penas por incumplirlas, en lugar del Dios justo pero lleno de gracia y misericordia como el que nos revela la Biblia.
La consecuencia de todo ello es que, o bien mantenemos una relación superficial o nos alejamos de Dios porque consideramos que es alguién muy difícil de complacer y ya tenemos bastante con tener que agradar a los demás, o nos volvemos legalistas, buscando llenar una gran cantidad de requisitos, hacer una gran cantidad de tareas y recopilar una gran cantidad de méritos y habilidades para poder complacer a un Dios que pensamos exigente y perfeccionista, lo que hace nuestra vida cristiana y de hijos de El sumamente ansiosa y extenuante.
Sin embargo, nuestro Padre Dios no es así. Es es amor perfecto, amor incondicional, que no espera nada para derramarse en el ser que ama. De hecho, El nos amó aún antes de adoptarnos como sus hijos. Fuímos adoptados por El por el amor que nos tenía aún desde antes, cuando eramos pecadores al máximo. Si El nos amó pecadores, siendo enemigos suyos, ¿cuánto más no nos va a amar siendo sus hijos? Lo que a nosotros nos corresponde es recibir su amor. Nuestras buenas obras nunca fueron ni serán una razón para que el Padre nos amé, nos acepte y nos bendiga más, sino son una consecuencia de Su amor y de Su naturaleza en nosotros que nos mueve a agradarle, a ser como El es, nada más ni mada menos. Es el resultado de haber sido amados primero por El (Luc 7:47) y de la nueva naturaleza que nos ha sido dada como consecuencia de haber recibido esa salvación tan grande que El nos envió por medio de Cristo (2 Cor 5:17).
Nuestro Padre, aún cuando nos va a transformar paulatina y continuamente en personas con el carácter de Cristo (Rom 8:28-29, Fil 1:6), hoy nos ama tal como somos. De hecho El participó activamente en nuestra formación desde el vientre de nuestra madre (Sal 139). Somos hechura suya (Efe 2:10) y El sabe todo acerca de nosotros aún antes de que ocurra (Sal 139). Nada nuestro le es ajeno. A pesar de nosotros mismos, de nuestros errores, pecados, imperfecciones, etc., El nos ama con amor eterno e incondicional, con el tipo de amor que manifiesta 1 Cor 13:4-8, que de hecho, es el retrato del carácter de Dios porque El es amor.
Aún cuando durante toda nuestra vida nos hemos visto obligados y esclavizados a hacer algo y a competir para agradar a los demás, con Dios somos totalmente libres de ese esfuerzo y de esa esclavitud porque ya somos plena, total y absolutamente aceptados en Cristo y no podremos ser aceptados más plenamente porque ya lo somos completamente. Las buenas obras que hacemos no son una base para ganar el amor de El, sino más bien, el resultado de sabernos amados y aceptados tal como somos y el agradecimiento por lo que El ha hecho en nuestras vidas.
“Por su amor, nos predestinó para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado.” (Efe 1:5-6)
Primero es la fe y después las obras como nos lo enseña la Epístola de Santiago, primero es el amor y después las obras que se derivan de ser amados. Su aceptación nunca ha dependido ni depende de nosotros mismos, de nuestros méritos, de nuestras habilidades, de nuestros éxitos. Su aceptación hacia nosotros depende únicamente de su amor y El no cambia. De hecho nada ni nadie nos podrá separar de Su amor (Rom 8). Que El va a tomar acción respecto a nuestros pecados, nuestros errores y nuestras equivocaciones, eso es otra cosa. Pero ello no implica que nos deje de amar y aceptar.
De hecho, su Palabra dice que El, que fue quién comenzó la buena obra en nosotros (de hacernos de nuevo), la perfeccionará hasta el día en que nos presentemos delante de El (Fil 1:6). El no espera de nosotros, en este preciso momento de nuestra vida, perfección. Aún cuando es un Dios perfecto, no es perfeccionista como muchos de nosotros y como mucha gente que durante nuestro crecimiento nos rodeo. Es un Padre que conoce la naturaleza de sus hijos y de sus luchas, que sabe que pueden fallar y que tiene la provisión para esas fallas y que no va a disminuir su amor y aceptación hacia nosotros por ellas, sino que más bien, nos va a ayudar a salir de ellas:
“Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse;” (Prov 24:16).
“Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo”. (Sal 55:22).
Presencia.
Nosotros somos el resultado de una generación que del hogar como el centro de su vida se cambio al trabajo, derivado del cambio de las condiciones socio-económicas del mundo derivadas, entre otras cosas, o que se hicieron visibles a partir de la segunda guerra mundial.
Ello incidió en una generación que creció sin una cercanía constante a sus padres, de los que pudiera aprender vivencialmente – y no solo en teoría- actitudes, ideas, formas de actuar y resolver los problemas de la vida, etc., en fin, una educación para la vida. Esa carencia de tiempo y la necesidad de aprendizaje para el trabajo, hizo de la escuela el centro de formación de los niños y niñas, en el que los padres delegaron su responsabilidad dada por Dios. Ello ha dado como resultado, muchas personas preparadas eficientemente para el trabajo, pero que fracasan estrepitosamente en sus vidas familiares como pareja y/o como padres.
Somos una generación que ha crecido con una carencia de presencia y atención de parte de sus padres, carencias que también le asignamos equivocadamente a Dios. Ningún ser humano, por más amoroso que sea con nosotros, puede ponernos atención y cuidar de nosotros las veinticuatro horas del día por más que lo quisiera. El primer impedimento para ello es que necesita dormir y descansar. No puede permanecer despierto indefinidamente. Por otro lado, durante el tiempo que está despierto, tiene que apartar el necesario para atender sus propias necesidades. Sin embargo, nuestro Papito Celestial no tiene esas limitaciones. De hecho El ha prometido que va a estar con nosotros todo el tiempo, sin faltar un solo minuto y que nos dará su atención íntegramente
“...echando toda vuestra ansiedad sobre El, porque El tiene cuidado de vosotros” (1 Ped 5:7).
“Alzaré mis ojos a los montes; ¿De dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra. No dará tu pie al resbaladero, ni se dormirá el que te guarda. He aquí, no se adormecerá ni dormirá El que guarda a Israel. Jehová es tu guardador; Jehová es tu sombra a tu mano derecha. El sol no te fatigará de día, ni la luna de noche. Jehová te guardará de todo mal; El guardará tu alma. Jehová guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre”. (Sal 121).
“Yo te he invocado, por cuanto tú me oirás, oh Dios; inclina a mí tu oído, escucha mi palabra. Muestra tus maravillosas misericordias, tú que salvas a los que se refugian a tu diestra, de los que se levantan contra ellos. Guárdame como a la niña de tus ojos, escóndeme bajo la sombra de tus alas, de la vista de los malos que me oprimen, de mis enemigos que buscan mi vida.” (Sal 17:6-9).
“Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia han plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre.” (Sal 16:11).
“Los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos...Claman los justos, y Jehová oye, y los libra de todas sus angustias. Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu.” (Sal 34:15, 17-18).
Comunicación.
Por una diversidad de razones, a la mayoría de los adultos en nuestra infancia, incluyendo a nuestros padres terrenales, se les dificultaba mucho tener con nosotros una comunicación significativa y fluida, dejándonos la impresión de que no les interesaba lo que nosotros podíamos o queríamos decir ni nuestra opinión respecto a las cosas.
Además, aunque la gran mayoría de ellos eran buenos y sinceros para con nosotros en sus pensamientos e intenciones internas, por el patrón en el que ellos mismos fueron educados, que los hizo callados y tímidos respecto a sus emociones, y hasta inexpresivos, al punto de que apenas hablaban, nunca o casi nunca nos dijeron que nos amaban, que estaban orgullosos de nosotros y que éramos valiosos para ellos, componentes esenciales para formar una sana identidad y emocionalidad en el niño y la niña que les permita enfrentar y superar con éxito los retos de la vida de tal manera que su vida sea como dice Prov 4:18, una que sea como la luz de la aurora que va en aumento hasta que el día es perfecto.
Ellos tienen, en ese sentido, una deuda con nosotros, con nuestra sana identidad y emocionalidad, por sus carencias que les impidieron fortalecernos en esas dos áreas básicas de la vida, que son las que nos ayudan a alcanzar el éxito. El Salmo 127, versículo 4 dice que los hijos son como las flechas que están en manos de los guerreros. Y como todos sabemos, los guerreros dirigen sus flechas hacia un blanco. Así nuestros padres, a través de formar en nosotros, a través de sus palabras y de sus actitudes afectivas constantes, una sana identidad y emocionalidad, eran los responsables de parte de Dios de dirigirnos hacia el éxito, pero si por la deformación del diablo respecto a los patrones de sana paternidad, no lo logran, entonces nos convierten en “mendigos” y “minusválidos” de identidad y emocionalidad, y en lugar de buscar el éxito, nuestra vida se convierte en una búsqueda de llenar el vacío de ellas mediante la aceptación de los demás.
Por supuesto, cuando tenemos la oportunidad de relacionarnos con Dios, todos esos problemas de comunicación que enfrentamos hacia las personas terrenales con autoridad en nuestra vida, las traemos a la relación con Dios, y muchas veces, procuramos mantenernos con El de lejos, con una comunicación intrascendente o mínima.
Sin embargo, Dios no es solo bueno y sincero sino que además es comunicativo y no es callado ni tímido. El nos comunica claramente y de muchas formas su amor por nosotros y la identidad de la cual El nos dota cuando venimos a Cristo (justos, santos, hijos amados, más que vencedores, que todo lo podemos con El, que en El haremos proezas, etc.) hasta el extremo de que “de tal manera nos amó que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en El cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3:16).
Dios es nuestro Padre Perfecto. Aún cuando El nos discipline (siempre que lo hace es porque nos ama y desea lo mejor para nosotros, no por que esté enojado) lo va a hacer con amor, generosidad, amabilidad y justicia. Además de ello, el anhelo de su corazón es pasar tiempo con nosotros, y no como dice la frase tan usada ahora para justificar la poca cantidad de tiempo que pasamos con nuestros hijos, “tiempo de calidad”, sino también cantidad de tiempo, porque El nunca nos deja ni nos abandona, El está con nosotros todo el tiempo, aún cuando nosotros no seamos conscientes de Su presencia con nosotros (Sal 121).
Quiere que recibamos su amor y sepamos que somos especiales y únicos ante sus ojos. El no tiene ningún problema para comunicarnos Su amor y recordarnos nuestra nueva identidad, no solo en la intimidad de una relación personal con El sino además en Su Palabra, siendo toda ella un testimonio de Su amor por nosotros, y todas las circunstancias de nuestras vidas, en las que se manifiesta su benignidad hacia nosotros.
Muchas veces no somos conscientes de esa benignidad representada, entre otras muchísimas cosas más, por ejemplo, en la perfección del funcionamiento de nuestro cuerpo, la pareja y los hijos e hijas que tenemos a nuestro lado acompañándonos en el proceso de la vida, las cosas materiales que tenemos a nuestra disposición, los buenos y maravillosos momentos que vivimos cada día, la ropa que vestimos, la casa que habitamos, la comida que comemos, el paisaje que vemos, etc., porque estamos tan metidos en la mentalidad de logros, que creemos que nos los merecemos y nos los hemos ganado, y no los podemos apreciar como manifestación de la bondad de Dios.
Autoridad.
Para muchos de nosotros, el entorno en el que crecimos fue un entorno lleno de autoritarismo, que incidió en que nuestra vida, desde la infancia hasta ahora, haya sido una larga colección de abusos de autoridad de parte de figuras influyentes en nuestra vida (padres, maestros, tíos, abuelos, jefes, etc.), que nos debieron haber enseñado a amar y apreciar la autoridad (Rom 13), la corrección y la disciplina para que fuera fácil y ligero aceptar la autoridad de nuestro Padre Dios (Mat 11:29).
“El que ama la instrucción ama la sabiduría; mas el que aborrece la reprensión es ignorante.” (Prov 12:1).
“Que el justo me castigue, será un favor, y que me reprenda será un excelente bálsamo que no me herirá la cabeza;...” (Sal 141:5).
“He aquí que Dios es grande, pero no desestima a nadie; es poderoso en fuerza de sabiduría. No otorgará vida al impío, pero a los afligidos dará su derecho. No apartará de los justos sus ojos; antes bien con los reyes los pondrá en trono para siempre, y serán exaltados. Si estuvieren prendidos en grillos, y aprisionados en las cuerdas de aflicción, El les dará a conocer la obra de ellos y que prevalecieron sus rebeliones. Despierta además el oído de ellos para la corrección, y les dice que se conviertan de la iniquidad. Si oyere, y les sirvieren, acabarán sus días en bienestar, y sus años en dicha. Pero si no oyeren, serán pasados a espada, y perecerán sin sabiduría.”(Job 36:5-12).
Sin embargo el ejemplo y sus acciones autoritarias lograron más bien, que en lugar de amar la reprensión y la corrección por el beneficio de apartarnos del mal, lo que lograron fue que si bien la tememos en público y por eso procuramos normalmente comportarnos de manera aceptable, la rechazamos en privado, de tal manera que en la primera oportunidad que tenemos en la que no somos observados, somos capaces de comportarnos dando rienda suelta a toda la rebelión que hierve dentro de nosotros y hacer lo malo irrefrenablemente, a condición de no ser observados por las personas, aunque no nos percatamos que El más importante, Dios nuestro Padre, nos está observando. Somos pulcros por fuera, pero inmundos por dentro, como los sepulcros blanqueados a los que se refirió Jesús en Mat 23:27 hablando de los fariseos.
Esa rebelión y rechazo lo proyectamos a nuestra relación con Dios, buscando subterfugios o argumentos para evadir el cumplimiento simple, llano y puro de sus mandamientos, cuando no entramos en una rebelión franca y abierta a El, comenzando por el hecho de resistirnos con todas nuestras fuerzas a rendir nuestras vidas a El.
Ese autoritarismo generó en nosotros una raíz de amargura y de rebelión hacia toda representación y manifestación de autoridad, de tal manera que en infinidad de veces en nuestra vida, aún como creyentes, nos aleja de Dios y del cumplimiento de sus mandamientos destinados a hacer de nuestra vida una constante fuente de bienestar, cumpliéndose lo que menciona la Palabra en Heb 12:15:
“Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados.”
La gracia de Dios es la cualidad de El por la que recibimos sus bendiciones sin merecerlas. En consecuencia, la raíz de amargura derivada del autoritarismo nos contamina de tal manera que nos impide alcanzar las bendiciones de Dios, y peor aún, no solo nos impide a nosotros, sino que por la contaminación que la rebelión produce en otros, también les impide a los otros alcanzar también las bendiciones de Dios.
Manifestaciones de esa rebelión las encontramos tanto dentro como fuera de la familia de Dios. Dentro, se manifiesta en la división y la falta de coincidencia entre lo que hablamos y lo que vivimos (falta de integridad) y en el legalismo que nos lleva a vivir hacia el exterior una imagen que no coincide con lo que somos en nuestro interior (hipocresía, fariseismo, etc.). Fuera del cuerpo de Cristo se manifiesta en la no aceptación de la autoridad de la Palabra (yo creo en Dios pero a mi modo) y de los métodos de Dios para llegar al cielo (todos los caminos llevan a Dios).
Es evidente y comprobado hasta la saciedad que nuestras experiencias pasadas condicionan nuestras respuestas presentes, y la relación con Dios no es la excepción a esta regla. Nuestras experiencias pasadas con las figuras de autoridad condicionan nuestra respuesta presente a Dios nuestro Padre. A veces, y quizá con demasiada frecuencia, nos evadimos de la autoridad de nuestro Padre porque damos por sentado que será como esas personas con las que estuvimos en contacto en alguna etapa de nuestra vida: abusadoras, perfeccionistas, duras, agresivas, abusivas, autoritarias, violentas, etc., privándonos con ello de recibir el amor incondicional, liberador, emocionante y maravilloso de Dios.
Confianza.
Cuando nacimos en nuestro hogar terrenal y en el entorno social que nos correspondió, lo fuimos como una muestra de confianza de Dios en nuestros padres terrenales y en los adultos que nos rodeaban, que como administradores de la multiforme gracia de Dios, durante nuestros años de formación debían habernos amado y manifestado un amor como el de nuestro Padre Celestial.
Siempre, desde el principio de la Creación, la idea de Dios acerca de la familia es que ella lo manifestara a El a sus miembros y a los demás, que fuera un testimonio viviente, aunque imperfecto, de cómo El es, de su carácter y cualidades, de tal manera que nos preparara para recibirle a El en toda su dimensión y plenitud.
Sin embargo, por la obra destructiva del diablo que no viene sino a robar, matar y destruír (Jn 10:10, acciones de las cuales la paternidad, la familia y la sociedad no se han sustraído), nuestros hogares y nuestras relaciones con los adultos, para muchos de nosotros, en nuestra infancia, estuvieron llenas de promesas incumplidas, rotas, frustradas, traicionadas, etc., lo que nos convirtió en personas incrédulas y/o desconfiadas de las promesas que cualquiera nos haga.
En nuestra mente, muchas veces, no existe diferencia entre la personas y Dios, razón por lo cual se nos hace muy difícil creer y confiar en las promesas de Dios, por lo que cuando intentamos acercarnos a El, muchas veces, lo hacemos con escepticismo, desconfianza o incredulidad.
Aún cuando las personas nos hubieran engañado, fallado, hecho falsas promesas, incumplido su palabra, etc., sin embargo, nuestro Padre Maravilloso no rompe sus promesas ni nos traiciona. Todo lo contrario.
“Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta. El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?” (Num 23:19).
Otros pueden pensar en que sus padres, cuando ellos aún eran pequeños, necesitaban de su protección y cuidado, y sin embargo los abandonaron, se fueron de casa y se olvidaron de ellos, y la relación se volvió muy esporádica, eventual y/o hasta inexistente, y por ello, tener desconfianza acerca de que Dios en algún momento de su caminar los puede abandonar y no tener cuidado de ellos. Pero Dios no es un Padre irresponsable. Ese aspecto, esa necesidad de seguridad que tenemos de que El siempre estará con nosotros, El la tiene cubierta en Su Palabra para nosotros:
“Pero Sion dijo: Me dejó Jehová, y el Señor se olvidó de mí. ¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.” (Isa 49:14-15).
Es más, El ha garantizado que sus promesas se cumplirán en nuestra vida independientemente de nosotros mismos. El ha jurado por sí mismo que esas promesas se harán realidad en nuestra vida (Heb 6:13-14), más abundantemente de lo que nosotros pedimos o esperamos (Efe 3:20).
“Si fuéremos infieles, El permanece fiél; él no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2:13).
“porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios.” (2 Cor 1:20).
Conclusión.
Dios no es, ni por asomo ni por mínima aproximación, como las figuras de autoridad terrenales a las que hemos sido expuestos en las diferentes etapas de nuestra vida. De hecho, es totalmente diferente, contrastante. Dios no es ni el ser frío, distante y rígidamente legalista que la religión nos ha presentado (el ojo vigilante) ni el Dios exigente e impaciente que tantos de nosotros nos hemos esforzado por complacer.
“Estas cosas hiciste, y yo he callado; pensabas que de cierto sería yo como tú; pero te reprenderé, y las pondré delante de tus ojos.” (Sal 50:21).
Con demasiada frecuencia, toda nuestra relación con Dios la hemos definido no en base a la Gracia y a la relación filial que tenemos con El sino en función de nuestra relación legal con El y con Su ley. En una relación de este tipo nunca llegamos ni podremos llegar a estar concientes de un Dios cuyo corazón está repleto y enamorado, arrebatado y lleno de deleite por los suyos, por cada uno de nosotros.
“Porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere misericordia; y la misericordia triunfa sobre el juicio.” (Sant 2:13).
Dios nunca consideró nuestra salvación solamente como un intercambio legal que afecta nuestra posición ante El. Esta es una consideración inicial y necesaria por nuestra culpabilidad de pecadores, pero la finalidad última de nuestra salvación era derramar Su amor en nosotros eternamente, comenzando a partir del día de nuestra salvación. A través de ella El nos comunica su gozo, sus ansias y su afecto por nosotros, y a nuestra vez, nosotros le respondemos de manera similar:
“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor. Nosotros le amamos a El, porque El nos amó primero” (1 Jn 4:18-19).
“Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel a quien perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado. Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; mas ésta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste beso; mas ésta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; mas ésta ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama.” (Luc 7:41-47).
Ello implica que nunca vamos a tener más afecto o pasión por Dios, que lo que entendamos que El nos tiene a nosotros y nunca vamos a entregarnos a Dios más de lo que entendamos que El se nos ha entregado a nosotros. En consecuencia, el avivamiento y el fuego ardiente de pasión por nuestro Dios y Padre, que muchos hemos anhelado por años tener y que nos consuma, no va a venir sin el previo conocimiento de El en toda su plenitud de amor que se expresa en su Paternidad única y totalmente diferente a cualquier cosa que conozcamos por ese nombre.
Aunque Dios es autosuficiente por completo, El anhela recibir nuestro amor. El, que no tiene necesidad de nosotros, ha “atado” su corazón a nosotros para siempre.
“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren.” (Jn 4:23).
“¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente?” (Sant 4:5).
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.” (1 Jn 4:10).
El ha estado esperando por años, décadas, centurias y milenios que nos acerquemos a El con la confianza de un hijo buscando la plenitud de su paternidad. El nos ha amado desde antes de la fundación del mundo, envió a su Hijo al mundo para que rompiera todas las barreras que nos lo pudieran impedir y nos formó en el vientre de nuestra madre para que llegara ese momento. Para acercarnos a Dios y cumplir con el anhelo de su corazón debemos arrepentirnos y despojarnos de la tendencia a atribuirle a El características humanas, principalmente de una humanidad tan deteriorada como la de nuestra generación. Dios no es distante, ni pasivo, ni autoritario, ni abusador, ni ausente, ni acusador. Dios es Amor.
“Pensabas que de cierto sería yo como tú”, (Sal 50:21),
pero
“Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos…” (Isa 55:8-9).
Los caminos, los pensamientos y los afectos de Dios están muy por encima, pero muy por encima, extremadamente por encima, de los de cualquier ser humano, aún el mejor de ellos. Aún cuando nosotros no hubiéramos experimentado en nuestras relaciones con nuestros padres terrenales o con las figuras de autoridad que se hicieron presentes en cualquier etapa de nuestra vida nada de todo lo malo que hemos mencionado anteriormente, el mejor padre o la mejor persona que halla en la tierra está infinitamente por debajo del carácter y las emociones de Dios. No hay modelo humano adecuado para darnos una descripción del corazón de Dios.
“Pues si ustedes, aún siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en el cielo dará cosas buenas a los que le pidan!” (Mat 7:11).
Solo el conocimiento de la Verdad, la persona de Jesucristo y el conocimiento y la experiencia del amor puro, fiel y apasionado que Dios nos tiene, del que Jesucristo es la expresión más evidente y transparente, nos puede hacer verdaderamente libres para acércanos a nuestro Padre Celestial y librarnos de nuestros pecados, heridas, dolores, cadenas, cautividades, etc. Solo cuando captamos (aunque sea solo un pequeño destello) lo que Dios siente por nosotros, se derrumban las fortalezas que tenemos en la mente y el corazón y que son las causantes de todas esas situaciones.
“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado.” (Jn 17:3).
“Y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.” (Jn 8:32).
“En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio, pues como El es, así somos nosotros en este mundo. En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor.” (1 Jn 4:17-18).
La Iglesia en general, y cada creyente en particular, necesitamos recuperar el verdadero conocimiento de Dios (el conocimiento de la Verdad, que es una Persona, Dios, es el que liberta a las personas). Ese conocimiento hoy es más que necesario, es prioritario, si queremos ver a millones de personas salvas experimentando un avivamiento como nunca en la historia de la humanidad, que para que suceda, primero tiene que ser visto en nosotros mismos, sus hijos. Necesitamos llegar a conocer a Dios tal como El es: PADRE, su ser, su personalidad, su carácter, sus emociones, pasiones y sentimientos, las excelencias de su persona, y dejarnos cautivar por su corazón enamorado para que nuestro testimonio sea congruente con el de El.
“Nosotros le amamos a El porque El nos amó primero” (1 Jn 4:19).
Necesitamos volver a centrar nuestro cristianismo en Dios, no en las añadiduras, sin que ello implique menospreciarlas ni rechazarlas, pero el orden debe ser primero Dios el Padre, Jesucristo y el Espíritu Santo (relaciones) y después las bendiciones.
Debemos regresar a la centralidad real de la persona de Dios en nuestro cristianismo y no ubicar esté en los conceptos, las actividades, las técnicas, los métodos, las bendiciones, los dones, la unción. Todas ellos y ellas vendrán por añadidura cuando la persona de nuestro Amante Padre esté en el centro de nuestra vida.
El Cristianismo actual necesita
“Buscar el reino de Dios y su justicia” (Mat 6:33)
“Y esta es la vida eterna: Que te conozcan (intimidad, profundidad, intensidad) a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quién Tú has enviado.” (Jn 17:3).
25
Ene
2012