Paternidad de Dios.
Del conocimiento superficial al conocimiento real.
Juan 14:6 dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.”, lo que en otras palabras significa que el objetivo de ser cristianos debería ser el de llegar a tener una relación con nuestro Padre a través de una puerta de entrada que es la relación con el Señor Jesucristo. Sin embargo me he podido dar cuenta por mi propia experiencia y la de algunos más que han estado cercanos a mí, que nuestro cristianismo se concentra en una relación con Cristo en el 100% de los casos, con el Espíritu Santo en un menor porcentaje, y finalmente, en un porcentaje muy bajo con el Padre.
Muchos podrán argumentar que si tienen una relación con el Padre, basados en que constantemente oran a El, le piden, lo alaban, lo adoran, que aman a Dios, etc. Y no lo dudo. Pero la pregunta que cabe aquí es: ¿La relación que tenemos con El es verdaderamente una relación de Padre a hijo, o es una relación de Dios a creyente, de Dios a siervo, de Dios a un miembro de la iglesia?. Déjeme explicarle.
Déjeme explicarme un poco más al respecto. Tengo tres hijas, de varias edades, dos de las cuales, las mayores, nacieron cuando aún no éramos creyentes lo que las expuso en su proceso formativo a la aplicación por mi parte de un modelo de paternidad como el del mundo, en tanto que la última, la pequeña, nació cinco años después de que nos habíamos convertido, lo que para ella significó una gran ventaja porque encontró un par de papas que si bien no eran ni son perfecto, por lo menos estaban y siguen estando dispuestos a esforzarse para funcionar de acuerdo a los patrones de la paternidad que Dios nos enseña en Su Palabra. Ello implicó que en su proceso formativo ella fuera expuesta a un modelo de paternidad totalmente opuesto al del mundo al que estuvieron expuestas sus hermanas.
Ella no tiene ninguna duda de que soy su papá y tampoco tiene ninguna duda de cómo debe funcionar un papá, al punto que algunas veces la he escuchado decirle a sus hermanas mayores que se recuerden que yo soy su papá y no un extraño al cual no puedan acercársele con confianza, principalmente cuando se trata de pedirme alguna cosa, porque ellas deberían saber que yo las amó y que voy a procurar darles todo lo que me pidan que sea pertinente darles.
Su seguridad en su condición y posición de hija es tal que un día que me estaba haciendo el difícil, --como muchas veces los hombres solemos hacerlo debido a que estamos siguiendo un patrón de comportamiento que está implícito en la cultura que dice que los papás debemos parecer gruñones y difíciles--, cuando me oyó decir que ellas eran las causantes de que mi billetera se vaciara, literalmente me dijo: “papi, tu deberías sentirte privilegiado de gastarte tu dinero en estas mujeres preciosas que Dios te dio”.
La relación que ella y yo tenemos es de tal manera que cuando me ve se me deja ir literalmente encima para prendérseme, tirándome del cuello para que me agache hacia ella. Es tal la forma de prenderse que entre nosotros hablamos que parece “lagartija en ceiba” (un animalito muy pequeño prendido en un árbol muy grande).
Mis hijas no tienen, porque su condición de hijas no lo requiere, ningún horario específico ni protocolo o fórmula o palabras rimbombantes para dirigirse a mi, como por ejemplo “amado padre terrenal que estas en casa”; ellas simplemente me dicen papi, papito y muchas veces, Gustavo (sin embargo, muchos creyentes, cuando le estamos orando a nuestro Padre, nos dirigimos a El de una forma más o menos parecida a esta: “Padre Celestial, que están en gloria, sentado en tu Trono…” en lugar del simple saludo que como hijos nos correspondería, que bien podría ser: “Que tal Papito”).
Cuando mis hijas quieren hablar conmigo son directas, al grano, sin temor. Cuando quieren pedirme algo (aún con las limitaciones que mencioné antes) es igual: no se pasan cavilando horas y días respecto a sí es mi voluntad o no darles tal o cual cosa que ellas quieren, sino simplemente la piden y esperan respuesta. Si no puedo o no quiero dárselas, insisten, insisten e insisten hasta que me hacen cambiar de parecer o se convencen que mis razones para no dárselas son suficientemente válidas.
A través de la relación de ellas conmigo Dios se me ha ido revelando como Padre y me ha ido enseñando acerca del tipo de relación que El quiere tener conmigo y de la que El anhela que yo tenga con El. Y a partir de esas enseñanzas y experiencias comencé a ser más observador de la forma en que nos relacionamos con el Padre, lo que me ha permitido ir descubriendo pequeños detalles que constituyen grandes evidencias de la forma en que concebimos a Dios como Padre.
Hace algún tiempo leí, en uno de los libros de Max Lucado, la descripción de una situación que guardando las distancias y diferencias puede aplicarse a la forma en la que nos relacionamos con el Padre. Es como una parábola aplicada a esa relación, y es la siguiente: por la forma en que un perro casero se te acerca cuando llegas a la casa donde vive puedes saber la forma en que ha sido tratado por su dueño; si se te acerca saltón, juguetón y se te sube en las piernas cuando estás sentado, puedes saber con certeza que ha sido bien tratado; pero si en lugar de acercarse mantiene la distancia, si a cualquier movimiento tuyo se agita o se esconde, entonces puedes saber con certeza que ha sido maltratado.
¿Cómo se aplica esto en nuestra relación con el Padre?. Si al acercarnos a el lo hacemos con formalidad, guardando las distancias y cualquier cosa que se sale de lo “normal” en lo espiritual (según nuestros esquemas) nos agita y nos pone a la defensiva, entonces es que nuestra relación con El es una relación basada en el miedo. Pero si por el contrario, al acercarnos a El lo hacemos con naturalidad, abrimos nuestro corazón con confianza ante El, buscamos su intimidad por el gusto de tenerla y no por obligación, y estamos abiertos a nuevas experiencias que se salgan de nuestros esquemas religiosos, siempre que sea demostrable que provienen del Espíritu de Dios, entonces es que nuestra relación con El es una relación basada en el amor.
Job es un buen ejemplo de lo anterior. En el principio del libro y a lo largo de la mayoría de sus capítulos, cuando Job habla en relación con Dios o de Dios, o lo hacen sus amigos, lo hacen basados en el miedo:
“Lo que más temía, me sobrevino; lo que más me asustaba, me sucedió. No encuentro paz ni sosiego; no hallo reposo, sino solo agitación.” (Job 3:25-26 –NVI-),
Sin embargo, al final del libro, su forma de expresarse al respecto es totalmente diferente:
“De oídas había oído hablar de ti, pero ahora te veo con mis propios ojos. Por tanto, me retracto de lo que he dicho, y me arrepiento en polvo y ceniza.” (Job 42:5-6).
Si Jesús en la parábola de los talentos (Mat 25 :14-25) menciona la actitud miedosa del siervo con respecto a su Señor y reconocemos que los siervos en esta parábola son tipo de los creyentes, entonces podemos concluir que por lo menos, si no uno de cada tres como en la parábola, por lo menos una buena cantidad de nosotros nos relacionamos con El de esa forma miedosa.
Otro ejemplo bíblico de la diferencia entre conocer del Padre y conocer al Padre la tenemos en la parábola del hijo pródigo:
“También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse. Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo. Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.” (Luc 15:11-32).
Ninguno de los dos hijos conocía al Padre a pesar de que habían vivido mucho tiempo con El. El menor, porque cuando está lejos piensa que su padre ya no lo va a recibir como hijo, sino a lo más, como jornalero. Pregunto: usted, si su hijo fuera un drogadicto, borracho, mujeriego, etc., y se hubiera ido de su casa para vivir en su pecado, al regresar, ¿lo rechazaría y no lo aceptaría en su casa? ¿Lo recibiría como un empleado en lugar de cómo un hijo? ¿Verdad que no lo podríamos recibir como un empleado, sino que lo recibiríamos como un hijo?. Entonces, lo que aquí encontramos es que el hijo menor, a pesar del mucho tiempo que había vivido con su padre, y había tenido la oportunidad de experimentar su buena paternidad (lo que se demuestra con el hecho de que no espero a que el hijo llegara ni diera explicaciones sino que salió a su encuentro a abrazarlo a pesar de la hediondez que ha de haber traído por venir de un chiquero, e inmediatamente lo restauró a su posición de hijo), no lo conocía verdaderamente como padre. El no había vivido como hijo en la casa de su papá, sino como jornalero (si no se hubiera sentido como tal, no hubiera expresado que eso le diría a su padre –de la abundancia del corazón habla la boca—).
Por otro lado, el hermano mayor estaba en una situación similar, a pesar de que había vivido aún más años que su hermano menor bajo la paternidad de su padre. Cuando su padre sale a tratar de convencerlo de que entre en la fiesta de su hermano menor, este “muchacho” le hace una reclamación a su papá: que le había servido muchos años sin desobedecerlo, pero nunca le había dado nada especial. Preguntó: ¿si su hijo quiere algo de la refrigerado o de la despensa de su casa, usted le exige que antes se lo pida o él va y lo toma y que solo le informe? Si usted tuviera una crianza de animales y su hijo trabajara con usted, ¿usted se molestaría demasiado si su hijo tomara uno de los animales para hacer una fiesta con sus amigos? Lo más probable es que no. Esto nos indica, entonces, que este hijo, a pesar de todo el tiempo que había vivido con su papá, tampoco lo conocía como tal, sino más bien como un capataz, y él se consideraba a sí mismo como un empleado, no como un hijo. En otras palabras, éste pensaba que su padre era un ávaro que no le daba nada aunque se lo pidiera, y por ello nunca se lo había pedido.
El problema con esta historia es que no solo es una historia bonita y que puede tener una gran utilidad como arma evangelística. No. El problema es que refleja, desgraciadamente, la situación de muchos creyentes en la iglesia en relación con nuestro Padre Dios. De hecho, en mi caso, la actitud de ambos hijos refleja lo que, en diferentes épocas de mi caminar como creyente, fue mi actitud hacia El antes de recibir la preciosa revelación de Su Paternidad.
Le decimos Padre, pero no le conocemos como tal. Confundimos Su oficio con nuestra relación. Déjeme explicarle. Si usted fuera un profesional universitario, con un título ¿sus hijos se dirigirían a usted diciéndole “licenciado”, o “doctor” o “ingeniero”, o le dirían “papi”? Pues en el caso de nuestro Padre Celestial, su oficio es Dios, pero para nosotros es “Papí”.
En otras palabras, no es lo mismo conocer del Padre que conocer a mi Padre. Conocer del Padre es haber oído de El, tener un conocimiento intelectual de El aunque sea superficial. Para ello no requiero de tener una relación íntima, constante, a lo largo del tiempo. Aún peor, pude haber pasado mucho tiempo con El, incluso toda mi vida, y sin embargo, no conocerlo como fue el caso de ambos hermanos en la parábola del hijo pródigo.
En Jn 17:3, Jesús nos indica la tremenda importancia que tiene el conocer al Padre: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, (el Padre) el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.
Conocer a mi Papá de la manera como nos indica Jn 17:3 implica no un conocimiento superficial, teórico, de lejos, mental, sino un conocimiento íntimo, profundo, conocer más que sus manos (sus bendiciones y sus promesas) para conocer Su corazón y Su persona, lo que implica una constante relación en la intimidad, solos El y yo, en la que, a lo largo del tiempo y gradualmente, El va manifestándose y revelándose cada vez más profundamente a mí y a cada uno de nosotros. No es un conocimiento que obtenemos en el congregación sino en la intimidad, no en el estudio sino en la relación y en la meditación, no de prisa sino poco a poco, sorbo a sorbo, paso a paso, sin atajos ni extravíos que acorten el proceso.
Las preguntas que caben aquí para cada uno de nosotros son, entonces, las siguientes:
a) Si mi Padre Dios se apareciera en este momento frente a mí, ¿tendría la naturalidad de lanzármele a su cuello para abrazarlo aunque ello implicara que el tuviera que doblar su espalda por la magnitud de mi peso e inclinarse hacia mí?
b) ¿Me podría parar delante de El con respeto y reverencia pero sin temor?
c) ¿Hablo (oro) con mi Padre frecuentemente y con naturalidad y autenticidad, como hablaría con mi mejor amigo o amiga, o lo hago bajo una metodología precisa?
d) ¿Cuándo hablo con El lo hago de una manera simple, directa, al grano, sin temor, o midiendo cada palabra y cada cosa que digo?
e) ¿Me siento cómodo llamándolo Papito, o solo puedo llamarlo Dios o Padre?
f) ¿Por alguna razón me incomoda oír que otros llaman o se refieren a El usando la palabra Papito?
g) ¿Me siento más cómodo con Jesús y el Espíritu Santo que con el Padre?
h) En mi vida cotidiana, ¿estoy más consciente de la presencia de Jesús y del Espíritu Santo que de la del Padre?
i) ¿Estoy satisfecho de la calidad de relación que tengo con mi Padre o estoy interesado en mejorarla significativamente?
j) ¿La relación que tengo con mi Papi Dios es una relación basada en el afecto, la confianza, la transparencia, la libertad, la informalidad, o es una relación formal, basada en el temor, el excesivo respeto que impide bromas e informalidad, atada a un horario, una posición, un lenguaje, un protocolo, un método y una repetición de rutinas?
Si nuestras respuestas sinceras a esas preguntas evidencian que la relación con Papá es mayormente una con contenidos de una relación formal, tenemos una esperanza para que esas respuestas, y principalmente, la calidad de nuestra relación con El, cambien, mejorando sustancialmente.
El no solo puede cambiarlas sino que también quiere hacerlo, es más, está esperando que nosotros le permitamos cambiarlas así como nos está esperando, y más que esperando, “anhelando celosamente” para entablar con nosotros una verdadera relación filial de Padre a hijos que sane todos nuestros recuerdos, dolores, heridas emocionales, complejos, etc., y cambie nuestro lamento en baile, nuestra tristeza en alegría, nuestras lágrimas en risa. No va a ser un camino fácil ni sin obstáculos, pero es un camino que vale la pena recorrer.
“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con El todas las cosas”. (Rom 8:32).
“...sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos ¡Abba, Padre!”. (Rom 8:15).
“Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de Su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo.” (Gal 4:6-7).
“¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que El ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente? Pero El da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes.....Acercaos a Dios, y El se acercará a vosotros...” (Sant 4:5-6, 8).
Juan 14:6 dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.”, lo que en otras palabras significa que el objetivo de ser cristianos debería ser el de llegar a tener una relación con nuestro Padre a través de una puerta de entrada que es la relación con el Señor Jesucristo. Sin embargo me he podido dar cuenta por mi propia experiencia y la de algunos más que han estado cercanos a mí, que nuestro cristianismo se concentra en una relación con Cristo en el 100% de los casos, con el Espíritu Santo en un menor porcentaje, y finalmente, en un porcentaje muy bajo con el Padre.
Muchos podrán argumentar que si tienen una relación con el Padre, basados en que constantemente oran a El, le piden, lo alaban, lo adoran, que aman a Dios, etc. Y no lo dudo. Pero la pregunta que cabe aquí es: ¿La relación que tenemos con El es verdaderamente una relación de Padre a hijo, o es una relación de Dios a creyente, de Dios a siervo, de Dios a un miembro de la iglesia?. Déjeme explicarle.
Déjeme explicarme un poco más al respecto. Tengo tres hijas, de varias edades, dos de las cuales, las mayores, nacieron cuando aún no éramos creyentes lo que las expuso en su proceso formativo a la aplicación por mi parte de un modelo de paternidad como el del mundo, en tanto que la última, la pequeña, nació cinco años después de que nos habíamos convertido, lo que para ella significó una gran ventaja porque encontró un par de papas que si bien no eran ni son perfecto, por lo menos estaban y siguen estando dispuestos a esforzarse para funcionar de acuerdo a los patrones de la paternidad que Dios nos enseña en Su Palabra. Ello implicó que en su proceso formativo ella fuera expuesta a un modelo de paternidad totalmente opuesto al del mundo al que estuvieron expuestas sus hermanas.
Ella no tiene ninguna duda de que soy su papá y tampoco tiene ninguna duda de cómo debe funcionar un papá, al punto que algunas veces la he escuchado decirle a sus hermanas mayores que se recuerden que yo soy su papá y no un extraño al cual no puedan acercársele con confianza, principalmente cuando se trata de pedirme alguna cosa, porque ellas deberían saber que yo las amó y que voy a procurar darles todo lo que me pidan que sea pertinente darles.
Su seguridad en su condición y posición de hija es tal que un día que me estaba haciendo el difícil, --como muchas veces los hombres solemos hacerlo debido a que estamos siguiendo un patrón de comportamiento que está implícito en la cultura que dice que los papás debemos parecer gruñones y difíciles--, cuando me oyó decir que ellas eran las causantes de que mi billetera se vaciara, literalmente me dijo: “papi, tu deberías sentirte privilegiado de gastarte tu dinero en estas mujeres preciosas que Dios te dio”.
La relación que ella y yo tenemos es de tal manera que cuando me ve se me deja ir literalmente encima para prendérseme, tirándome del cuello para que me agache hacia ella. Es tal la forma de prenderse que entre nosotros hablamos que parece “lagartija en ceiba” (un animalito muy pequeño prendido en un árbol muy grande).
Mis hijas no tienen, porque su condición de hijas no lo requiere, ningún horario específico ni protocolo o fórmula o palabras rimbombantes para dirigirse a mi, como por ejemplo “amado padre terrenal que estas en casa”; ellas simplemente me dicen papi, papito y muchas veces, Gustavo (sin embargo, muchos creyentes, cuando le estamos orando a nuestro Padre, nos dirigimos a El de una forma más o menos parecida a esta: “Padre Celestial, que están en gloria, sentado en tu Trono…” en lugar del simple saludo que como hijos nos correspondería, que bien podría ser: “Que tal Papito”).
Cuando mis hijas quieren hablar conmigo son directas, al grano, sin temor. Cuando quieren pedirme algo (aún con las limitaciones que mencioné antes) es igual: no se pasan cavilando horas y días respecto a sí es mi voluntad o no darles tal o cual cosa que ellas quieren, sino simplemente la piden y esperan respuesta. Si no puedo o no quiero dárselas, insisten, insisten e insisten hasta que me hacen cambiar de parecer o se convencen que mis razones para no dárselas son suficientemente válidas.
A través de la relación de ellas conmigo Dios se me ha ido revelando como Padre y me ha ido enseñando acerca del tipo de relación que El quiere tener conmigo y de la que El anhela que yo tenga con El. Y a partir de esas enseñanzas y experiencias comencé a ser más observador de la forma en que nos relacionamos con el Padre, lo que me ha permitido ir descubriendo pequeños detalles que constituyen grandes evidencias de la forma en que concebimos a Dios como Padre.
Hace algún tiempo leí, en uno de los libros de Max Lucado, la descripción de una situación que guardando las distancias y diferencias puede aplicarse a la forma en la que nos relacionamos con el Padre. Es como una parábola aplicada a esa relación, y es la siguiente: por la forma en que un perro casero se te acerca cuando llegas a la casa donde vive puedes saber la forma en que ha sido tratado por su dueño; si se te acerca saltón, juguetón y se te sube en las piernas cuando estás sentado, puedes saber con certeza que ha sido bien tratado; pero si en lugar de acercarse mantiene la distancia, si a cualquier movimiento tuyo se agita o se esconde, entonces puedes saber con certeza que ha sido maltratado.
¿Cómo se aplica esto en nuestra relación con el Padre?. Si al acercarnos a el lo hacemos con formalidad, guardando las distancias y cualquier cosa que se sale de lo “normal” en lo espiritual (según nuestros esquemas) nos agita y nos pone a la defensiva, entonces es que nuestra relación con El es una relación basada en el miedo. Pero si por el contrario, al acercarnos a El lo hacemos con naturalidad, abrimos nuestro corazón con confianza ante El, buscamos su intimidad por el gusto de tenerla y no por obligación, y estamos abiertos a nuevas experiencias que se salgan de nuestros esquemas religiosos, siempre que sea demostrable que provienen del Espíritu de Dios, entonces es que nuestra relación con El es una relación basada en el amor.
Job es un buen ejemplo de lo anterior. En el principio del libro y a lo largo de la mayoría de sus capítulos, cuando Job habla en relación con Dios o de Dios, o lo hacen sus amigos, lo hacen basados en el miedo:
“Lo que más temía, me sobrevino; lo que más me asustaba, me sucedió. No encuentro paz ni sosiego; no hallo reposo, sino solo agitación.” (Job 3:25-26 –NVI-),
Sin embargo, al final del libro, su forma de expresarse al respecto es totalmente diferente:
“De oídas había oído hablar de ti, pero ahora te veo con mis propios ojos. Por tanto, me retracto de lo que he dicho, y me arrepiento en polvo y ceniza.” (Job 42:5-6).
Si Jesús en la parábola de los talentos (Mat 25 :14-25) menciona la actitud miedosa del siervo con respecto a su Señor y reconocemos que los siervos en esta parábola son tipo de los creyentes, entonces podemos concluir que por lo menos, si no uno de cada tres como en la parábola, por lo menos una buena cantidad de nosotros nos relacionamos con El de esa forma miedosa.
Otro ejemplo bíblico de la diferencia entre conocer del Padre y conocer al Padre la tenemos en la parábola del hijo pródigo:
“También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse. Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo. Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.” (Luc 15:11-32).
Ninguno de los dos hijos conocía al Padre a pesar de que habían vivido mucho tiempo con El. El menor, porque cuando está lejos piensa que su padre ya no lo va a recibir como hijo, sino a lo más, como jornalero. Pregunto: usted, si su hijo fuera un drogadicto, borracho, mujeriego, etc., y se hubiera ido de su casa para vivir en su pecado, al regresar, ¿lo rechazaría y no lo aceptaría en su casa? ¿Lo recibiría como un empleado en lugar de cómo un hijo? ¿Verdad que no lo podríamos recibir como un empleado, sino que lo recibiríamos como un hijo?. Entonces, lo que aquí encontramos es que el hijo menor, a pesar del mucho tiempo que había vivido con su padre, y había tenido la oportunidad de experimentar su buena paternidad (lo que se demuestra con el hecho de que no espero a que el hijo llegara ni diera explicaciones sino que salió a su encuentro a abrazarlo a pesar de la hediondez que ha de haber traído por venir de un chiquero, e inmediatamente lo restauró a su posición de hijo), no lo conocía verdaderamente como padre. El no había vivido como hijo en la casa de su papá, sino como jornalero (si no se hubiera sentido como tal, no hubiera expresado que eso le diría a su padre –de la abundancia del corazón habla la boca—).
Por otro lado, el hermano mayor estaba en una situación similar, a pesar de que había vivido aún más años que su hermano menor bajo la paternidad de su padre. Cuando su padre sale a tratar de convencerlo de que entre en la fiesta de su hermano menor, este “muchacho” le hace una reclamación a su papá: que le había servido muchos años sin desobedecerlo, pero nunca le había dado nada especial. Preguntó: ¿si su hijo quiere algo de la refrigerado o de la despensa de su casa, usted le exige que antes se lo pida o él va y lo toma y que solo le informe? Si usted tuviera una crianza de animales y su hijo trabajara con usted, ¿usted se molestaría demasiado si su hijo tomara uno de los animales para hacer una fiesta con sus amigos? Lo más probable es que no. Esto nos indica, entonces, que este hijo, a pesar de todo el tiempo que había vivido con su papá, tampoco lo conocía como tal, sino más bien como un capataz, y él se consideraba a sí mismo como un empleado, no como un hijo. En otras palabras, éste pensaba que su padre era un ávaro que no le daba nada aunque se lo pidiera, y por ello nunca se lo había pedido.
El problema con esta historia es que no solo es una historia bonita y que puede tener una gran utilidad como arma evangelística. No. El problema es que refleja, desgraciadamente, la situación de muchos creyentes en la iglesia en relación con nuestro Padre Dios. De hecho, en mi caso, la actitud de ambos hijos refleja lo que, en diferentes épocas de mi caminar como creyente, fue mi actitud hacia El antes de recibir la preciosa revelación de Su Paternidad.
Le decimos Padre, pero no le conocemos como tal. Confundimos Su oficio con nuestra relación. Déjeme explicarle. Si usted fuera un profesional universitario, con un título ¿sus hijos se dirigirían a usted diciéndole “licenciado”, o “doctor” o “ingeniero”, o le dirían “papi”? Pues en el caso de nuestro Padre Celestial, su oficio es Dios, pero para nosotros es “Papí”.
En otras palabras, no es lo mismo conocer del Padre que conocer a mi Padre. Conocer del Padre es haber oído de El, tener un conocimiento intelectual de El aunque sea superficial. Para ello no requiero de tener una relación íntima, constante, a lo largo del tiempo. Aún peor, pude haber pasado mucho tiempo con El, incluso toda mi vida, y sin embargo, no conocerlo como fue el caso de ambos hermanos en la parábola del hijo pródigo.
En Jn 17:3, Jesús nos indica la tremenda importancia que tiene el conocer al Padre: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, (el Padre) el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.
Conocer a mi Papá de la manera como nos indica Jn 17:3 implica no un conocimiento superficial, teórico, de lejos, mental, sino un conocimiento íntimo, profundo, conocer más que sus manos (sus bendiciones y sus promesas) para conocer Su corazón y Su persona, lo que implica una constante relación en la intimidad, solos El y yo, en la que, a lo largo del tiempo y gradualmente, El va manifestándose y revelándose cada vez más profundamente a mí y a cada uno de nosotros. No es un conocimiento que obtenemos en el congregación sino en la intimidad, no en el estudio sino en la relación y en la meditación, no de prisa sino poco a poco, sorbo a sorbo, paso a paso, sin atajos ni extravíos que acorten el proceso.
Las preguntas que caben aquí para cada uno de nosotros son, entonces, las siguientes:
a) Si mi Padre Dios se apareciera en este momento frente a mí, ¿tendría la naturalidad de lanzármele a su cuello para abrazarlo aunque ello implicara que el tuviera que doblar su espalda por la magnitud de mi peso e inclinarse hacia mí?
b) ¿Me podría parar delante de El con respeto y reverencia pero sin temor?
c) ¿Hablo (oro) con mi Padre frecuentemente y con naturalidad y autenticidad, como hablaría con mi mejor amigo o amiga, o lo hago bajo una metodología precisa?
d) ¿Cuándo hablo con El lo hago de una manera simple, directa, al grano, sin temor, o midiendo cada palabra y cada cosa que digo?
e) ¿Me siento cómodo llamándolo Papito, o solo puedo llamarlo Dios o Padre?
f) ¿Por alguna razón me incomoda oír que otros llaman o se refieren a El usando la palabra Papito?
g) ¿Me siento más cómodo con Jesús y el Espíritu Santo que con el Padre?
h) En mi vida cotidiana, ¿estoy más consciente de la presencia de Jesús y del Espíritu Santo que de la del Padre?
i) ¿Estoy satisfecho de la calidad de relación que tengo con mi Padre o estoy interesado en mejorarla significativamente?
j) ¿La relación que tengo con mi Papi Dios es una relación basada en el afecto, la confianza, la transparencia, la libertad, la informalidad, o es una relación formal, basada en el temor, el excesivo respeto que impide bromas e informalidad, atada a un horario, una posición, un lenguaje, un protocolo, un método y una repetición de rutinas?
Si nuestras respuestas sinceras a esas preguntas evidencian que la relación con Papá es mayormente una con contenidos de una relación formal, tenemos una esperanza para que esas respuestas, y principalmente, la calidad de nuestra relación con El, cambien, mejorando sustancialmente.
El no solo puede cambiarlas sino que también quiere hacerlo, es más, está esperando que nosotros le permitamos cambiarlas así como nos está esperando, y más que esperando, “anhelando celosamente” para entablar con nosotros una verdadera relación filial de Padre a hijos que sane todos nuestros recuerdos, dolores, heridas emocionales, complejos, etc., y cambie nuestro lamento en baile, nuestra tristeza en alegría, nuestras lágrimas en risa. No va a ser un camino fácil ni sin obstáculos, pero es un camino que vale la pena recorrer.
“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con El todas las cosas”. (Rom 8:32).
“...sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos ¡Abba, Padre!”. (Rom 8:15).
“Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de Su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo.” (Gal 4:6-7).
“¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que El ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente? Pero El da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes.....Acercaos a Dios, y El se acercará a vosotros...” (Sant 4:5-6, 8).
02
Nov
2014