Paternidad de Dios.
OBSTÁCULOS EN LA RELACION DE LAS PERSONAS
CON DIOS COMO PADRE.
La mayoría de personas que experimentamos dificultades para establecer una relación íntima, abierta, espontánea con Dios como nuestro “Abba Padre” tenemos como común denominador el haber recibido heridas emocionales en nuestra infancia, la mayor parte de las veces de manera inconsciente, de parte de las personas con roles de autoridad sobre nosotros en esa parte de la vida. Estas heridas emocionales son de una amplia gama: rechazo, dureza o rudeza, frialdad o indiferencia, decepción, temor, maltrato, violencia, traición, abandono, etc., y su consecuencia más inmediata es el rechazo a todo y todos los que representan algún tipo de autoridad, y por supuesto, ello incluye a Dios.
Estas heridas a menudo dan como resultado cicatrices alrededor de nuestro corazón que lo endurecen, protegiéndolo de la posibilidad de seguir recibiendo esas u otras heridas de parte de las mismas personas y de parte de otras también y que tienen como consecuencia hacernos dudar o sentirnos temerosos o a la defensiva cuando tratamos de confiar completamente en otras personas y principalmente en Dios como nuestro Padre. Esas defensas que levantamos alrededor de nuestro corazón son lo que los psicólogos y psiquiatras llaman los “mecanismos de defensa” que empleamos los seres humanos y que no son otra cosa que los “caminos que al hombre le parecen derechos en su propia opinión pero cuyo fin es muerte” (Prov 16:25), mecanismos que defensa que en sí mismos constituyen pecados que nos separan, distancian ponen una muralla, entre nosotros y nuestro Padre Dios.
Otras personas experimentamos un bloqueo emocional o mental cuando intentamos llamar a Dios “Padre”, porque no hemos podido establecer una relación personal, íntima, espontánea, con El debido a que no pudimos tampoco establecer una relación de ese tipo con nuestro padre terrenal o con las figuras de autoridad que experimentamos en nuestra infancia, debido a distancia física o emocional, o ausencia parcial o definitiva.
Otras personas más tenemos dificultad en relacionarnos con Dios como Padre porque se nos enseñó durante toda la vida a “respetar” al padre terrenal (falso respeto basado en el miedo a la persona y en el temor al castigo) lo que significaba tratarlo con el pronombre lejano “usted”, que llevaba implícito el mensaje de difícilmente alcanzables, lejanos, apartados, clase aparte, o algo similar a eso. En tal situación, usar términos informales como “papa” o “papito” para dirigirse a Dios les parece irrespetuoso.
Consecuencias:
Una gran cantidad de creyentes no tenemos ninguna dificultad en relacionarnos con Dios como Dios pero si enfrentamos dificultades para relacionarnos con El como Padre en toda la plenitud de lo que ello significa. Más parecemos jornaleros o hermanos mayores de los que menciona en Lucas 15 la parábola del hijo pródigo, que hijos. Si nos percatamos, ambos hijos habían vivido toda su vida bajo el mismo techo que su padre, pero ninguno de los dos lo conocía realmente, lo que se evidencia por lo que cada uno de ellos le dijo a su papá en su propia situación particular que relata la parábola. Eso mismo es lo que nos pasa a muchos de nosotros actualmente en el Cuerpo de Cristo, y ello derivado, entre otras posibles y múltiples causas a cosas parecidas o similares a las siguientes:
1) Los hombres, por la dureza de los padres terrenales al educarlos cuando eran niños y jóvenes, prefieren mantenerse lejos de Dios, y por consecuencia, son más escasos en las iglesias.
2) Las mujeres, si bien en una buena medida recibieron muestras de cariño de parte de sus padres terrenales, fueron educadas como “objetos de uso” para servir a los hombres. Ello incide en que se acerquen a Dios a través de las iglesias, pero no se relacionen con El como hijas sino como siervas.
A lo largo de la historia de la humanidad, estudiando las culturas y religiones paganas de diferentes épocas y pueblos se puede observar la superioridad y/o importancia del culto a diosas mujeres cuya popularidad ha sido mayor que la de los dioses hombres debido a dificultades de este tipo, porque la figura de la madre terrenal, en la gran mayoría de los casos, está menos cargada de episodios traumáticos y/o rechazantes que la figura del padre terrenal, y en consecuencia, provoca menos sentimientos defensivos en las personas.
Eso se refleja en el catolicismo tradicional, por ejemplo, en la importancia del culto a María, que en algunos casos como por ejemplo en México, deja totalmente de lado a Jesús, y aún en las iglesias cristocéntricas se da una variación del mismo tema en el sentido que la mayoría de creyentes le damos más énfasis a nuestra relación con Jesús que a nuestra relación con Dios, porque es más fácil relacionarnos con un “hermano”, con el que desarrollamos relaciones de solidaridad por ser parte del mismo “sufrimiento” y afectados por las mismas situaciones, que con un “padre” que nos creó muchas heridas emocionales. Es menos amenazador, por nuestras experiencias pasadas, relacionarnos con Jesús y/o con el Espíritu Santo que con el Padre.
Derivado de las dificultades que tuvimos en nuestra relación con nuestros padres terrenales y con las figuras de autoridad en nuestra infancia, es sintomático que en las mismas áreas en que tuvimos esas dificultades, en esas mismas áreas tenemos problemas para relacionarnos con Dios. Por ejemplo:
Valor.
Nuestra cultura hoy, y desde algunas generaciones atrás, ha girado alrededor del materialismo que ha vuelto a las cosas más importantes que a las personas, y que ha invertido el orden natural de las cosas diseñado por Dios, de amar a las personas y usar las cosas, por el de amar las cosas y usar las personas.
Nuestro crecimiento y desarrollo como niños y niñas se desarrollo bajo ese paradigma de tal manera que en nuestras experiencias de vida en crecimiento, muchísimas veces fuimos objeto de tratos duros por arruinar cosas que los adultos amaban y fuimos usados como objetos para quedar bien de los adultos a nuestro alrededor (nos lucían nuestros maestros cuando obteníamos logros como ejemplos de su buen trabajo, nos lucían nuestros padres y familiares por nuestro buen comportamiento como resultado de la buena educación que ellos nos habían impartido, nos lucían nuestros jefes por nuestros éxitos como resultado de lo bien que ellos nos habían entrenado y dirigidos y como ejemplo de cómo debían comportarse sus subalternos, etc.), pero al mismo tiempo éramos desechados cuando sucedía algo malo que ellos no pudieran usar de nosotros. El mensaje subliminal que crecimos oyendo constantemente fue, entonces, el de la importancia y el valor de las cosas, y tuvimos, por lo general, pocas oportunidades de oír un “te amo mucho” incondicional. Cuando teníamos la oportunidad de oírlo generalmente era acompañado de un “por tal y tal cosa”, que por lo general, era un logro, un acierto, un buen comportamiento, algo sin error, con lo que crecíamos en la idea de que el amor es condicional, derivado de nuestras acciones.
Por supuesto, esa clase de amor también se la asignamos a Dios. Cuando estimamos que nos hemos comportado bien entonces sentimos que Dios nos ama, pero cuando estimamos que no nos hemos comportado adecuadamente, entonces sentimos que Dios no nos ama y procuramos alejarnos de El por temor a sus regaños, tal como lo hacían los adultos cuando haciamos algo equivocado en nuestra niñez.
Pero Dios no es así. El ama a las personas por sobre todas las cosas. De hecho, dio lo más valioso del cielo, a Jesús, por nosotros, no por las cosas (Jn 3:16) y puso toda su Creación al servicio de las personas (Gen 1) y no al revés. Para nuestro Padre, nosotros somos más valiosos que cualquier otra cosa creada.
“Digo: ¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar: todo cuanto pasa por los senderos del mar.” (Sal 8:4-8).
Afecto.
Con demasiada frecuencia, en el inicio de nuestra vida, las relaciones con el mundo de los adultos estuvieron condicionadas a nuestro comportamiento o actuación. Si hacíamos lo que a los adultos les parecía bien, éramos aceptados y nos mostraban afecto, en tanto que si no hacíamos lo que esperábamos, entonces éramos rechazados y en lugar de afecto recibíamos enojo y castigo. Para lograr un comportamiento apropiado, según los adultos, éramos sometidos al temor o al miedo.
Por esta razón, muchas veces, nuestra relación con Dios se basa en el temor o el miedo al castigo en lugar del amor que El nos tiene, y debido a nuestra pecaminosidad antes de recibir a Cristo, y a los pecados que eventualmente cometemos como cristianos, no podemos aceptar en el fondo de nuestro corazón que somos perdonados, amados y aceptados por El, y vivimos nuestra vida como creyentes con inseguridad, culpabilidad y condenación por nuestras faltas.
Es cierto que Dios aborrece el pecado y que el pecado de uno de nosotros quebranta su corazón, pero esa no es una causa para que nos rechace a nosotros a quienes nos ha dicho reiteradamente que nos “ama con amor eterno”.
“Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”. (Jer 31:3)
Como el Padre del hijo pródigo, El nos sale a encontrar (Luc 15). Muchos de nosotros hemos dicho que lo hemos encontrado a El, pero la realidad es que El nos sale al encuentro a nosotros. El ha dicho que se dejará hallar de nosotros, por el amor que nos tiene.
Otra dificultad en el área de mostrar y recibir afecto la tenemos, particularmente, aunque no exclusivamente, los hombres, en que cuando niños, por una mal entendida educación para ser triunfados, recibimos muy pocas muestras físicas de afecto de nuestro padre (cariño) y casi ninguna aceptación cuando cometíamos errores o fracasábamos, aceptación que sirviera para curar o por lo menos aliviar en parte nuestros sufrimientos. De hecho, nuestros sufrimientos como niños muchas veces fueron menospreciados (“¿y por eso estas sufriendo o llorando” o “molesto” o “preocupado”) al igual que nuestros sentimientos (“los hombres no lloran”, “¿y por eso tanto escándalo?”) y nuestras opiniones (“los niños no tienen que opinar en asuntos de los adultos”). No obstante, nuestro Padre no condena nuestros fracasos, ni minimiza nuestro dolor, no rechaza nuestros sentimientos ni menosprecia nuestros pensamientos, sino que se hace comprensivo y uno con nosotros (como el padre que siente con mayor fuerza el dolor que sienten sus hijos) no importando la dimensión del mismo, En Cristo y desde la Cruz del Calvario, El ha hecho la provisión para que seamos sanados de todos nuestros dolores, conflictos y traumas emocionales (Jesús llevó sobre sí el castigo –la paga-- de nuestra paz, Isa 53) tanto los hombres como las mujeres.
CON DIOS COMO PADRE.
La mayoría de personas que experimentamos dificultades para establecer una relación íntima, abierta, espontánea con Dios como nuestro “Abba Padre” tenemos como común denominador el haber recibido heridas emocionales en nuestra infancia, la mayor parte de las veces de manera inconsciente, de parte de las personas con roles de autoridad sobre nosotros en esa parte de la vida. Estas heridas emocionales son de una amplia gama: rechazo, dureza o rudeza, frialdad o indiferencia, decepción, temor, maltrato, violencia, traición, abandono, etc., y su consecuencia más inmediata es el rechazo a todo y todos los que representan algún tipo de autoridad, y por supuesto, ello incluye a Dios.
Estas heridas a menudo dan como resultado cicatrices alrededor de nuestro corazón que lo endurecen, protegiéndolo de la posibilidad de seguir recibiendo esas u otras heridas de parte de las mismas personas y de parte de otras también y que tienen como consecuencia hacernos dudar o sentirnos temerosos o a la defensiva cuando tratamos de confiar completamente en otras personas y principalmente en Dios como nuestro Padre. Esas defensas que levantamos alrededor de nuestro corazón son lo que los psicólogos y psiquiatras llaman los “mecanismos de defensa” que empleamos los seres humanos y que no son otra cosa que los “caminos que al hombre le parecen derechos en su propia opinión pero cuyo fin es muerte” (Prov 16:25), mecanismos que defensa que en sí mismos constituyen pecados que nos separan, distancian ponen una muralla, entre nosotros y nuestro Padre Dios.
Otras personas experimentamos un bloqueo emocional o mental cuando intentamos llamar a Dios “Padre”, porque no hemos podido establecer una relación personal, íntima, espontánea, con El debido a que no pudimos tampoco establecer una relación de ese tipo con nuestro padre terrenal o con las figuras de autoridad que experimentamos en nuestra infancia, debido a distancia física o emocional, o ausencia parcial o definitiva.
Otras personas más tenemos dificultad en relacionarnos con Dios como Padre porque se nos enseñó durante toda la vida a “respetar” al padre terrenal (falso respeto basado en el miedo a la persona y en el temor al castigo) lo que significaba tratarlo con el pronombre lejano “usted”, que llevaba implícito el mensaje de difícilmente alcanzables, lejanos, apartados, clase aparte, o algo similar a eso. En tal situación, usar términos informales como “papa” o “papito” para dirigirse a Dios les parece irrespetuoso.
Consecuencias:
Una gran cantidad de creyentes no tenemos ninguna dificultad en relacionarnos con Dios como Dios pero si enfrentamos dificultades para relacionarnos con El como Padre en toda la plenitud de lo que ello significa. Más parecemos jornaleros o hermanos mayores de los que menciona en Lucas 15 la parábola del hijo pródigo, que hijos. Si nos percatamos, ambos hijos habían vivido toda su vida bajo el mismo techo que su padre, pero ninguno de los dos lo conocía realmente, lo que se evidencia por lo que cada uno de ellos le dijo a su papá en su propia situación particular que relata la parábola. Eso mismo es lo que nos pasa a muchos de nosotros actualmente en el Cuerpo de Cristo, y ello derivado, entre otras posibles y múltiples causas a cosas parecidas o similares a las siguientes:
1) Los hombres, por la dureza de los padres terrenales al educarlos cuando eran niños y jóvenes, prefieren mantenerse lejos de Dios, y por consecuencia, son más escasos en las iglesias.
2) Las mujeres, si bien en una buena medida recibieron muestras de cariño de parte de sus padres terrenales, fueron educadas como “objetos de uso” para servir a los hombres. Ello incide en que se acerquen a Dios a través de las iglesias, pero no se relacionen con El como hijas sino como siervas.
A lo largo de la historia de la humanidad, estudiando las culturas y religiones paganas de diferentes épocas y pueblos se puede observar la superioridad y/o importancia del culto a diosas mujeres cuya popularidad ha sido mayor que la de los dioses hombres debido a dificultades de este tipo, porque la figura de la madre terrenal, en la gran mayoría de los casos, está menos cargada de episodios traumáticos y/o rechazantes que la figura del padre terrenal, y en consecuencia, provoca menos sentimientos defensivos en las personas.
Eso se refleja en el catolicismo tradicional, por ejemplo, en la importancia del culto a María, que en algunos casos como por ejemplo en México, deja totalmente de lado a Jesús, y aún en las iglesias cristocéntricas se da una variación del mismo tema en el sentido que la mayoría de creyentes le damos más énfasis a nuestra relación con Jesús que a nuestra relación con Dios, porque es más fácil relacionarnos con un “hermano”, con el que desarrollamos relaciones de solidaridad por ser parte del mismo “sufrimiento” y afectados por las mismas situaciones, que con un “padre” que nos creó muchas heridas emocionales. Es menos amenazador, por nuestras experiencias pasadas, relacionarnos con Jesús y/o con el Espíritu Santo que con el Padre.
Derivado de las dificultades que tuvimos en nuestra relación con nuestros padres terrenales y con las figuras de autoridad en nuestra infancia, es sintomático que en las mismas áreas en que tuvimos esas dificultades, en esas mismas áreas tenemos problemas para relacionarnos con Dios. Por ejemplo:
Valor.
Nuestra cultura hoy, y desde algunas generaciones atrás, ha girado alrededor del materialismo que ha vuelto a las cosas más importantes que a las personas, y que ha invertido el orden natural de las cosas diseñado por Dios, de amar a las personas y usar las cosas, por el de amar las cosas y usar las personas.
Nuestro crecimiento y desarrollo como niños y niñas se desarrollo bajo ese paradigma de tal manera que en nuestras experiencias de vida en crecimiento, muchísimas veces fuimos objeto de tratos duros por arruinar cosas que los adultos amaban y fuimos usados como objetos para quedar bien de los adultos a nuestro alrededor (nos lucían nuestros maestros cuando obteníamos logros como ejemplos de su buen trabajo, nos lucían nuestros padres y familiares por nuestro buen comportamiento como resultado de la buena educación que ellos nos habían impartido, nos lucían nuestros jefes por nuestros éxitos como resultado de lo bien que ellos nos habían entrenado y dirigidos y como ejemplo de cómo debían comportarse sus subalternos, etc.), pero al mismo tiempo éramos desechados cuando sucedía algo malo que ellos no pudieran usar de nosotros. El mensaje subliminal que crecimos oyendo constantemente fue, entonces, el de la importancia y el valor de las cosas, y tuvimos, por lo general, pocas oportunidades de oír un “te amo mucho” incondicional. Cuando teníamos la oportunidad de oírlo generalmente era acompañado de un “por tal y tal cosa”, que por lo general, era un logro, un acierto, un buen comportamiento, algo sin error, con lo que crecíamos en la idea de que el amor es condicional, derivado de nuestras acciones.
Por supuesto, esa clase de amor también se la asignamos a Dios. Cuando estimamos que nos hemos comportado bien entonces sentimos que Dios nos ama, pero cuando estimamos que no nos hemos comportado adecuadamente, entonces sentimos que Dios no nos ama y procuramos alejarnos de El por temor a sus regaños, tal como lo hacían los adultos cuando haciamos algo equivocado en nuestra niñez.
Pero Dios no es así. El ama a las personas por sobre todas las cosas. De hecho, dio lo más valioso del cielo, a Jesús, por nosotros, no por las cosas (Jn 3:16) y puso toda su Creación al servicio de las personas (Gen 1) y no al revés. Para nuestro Padre, nosotros somos más valiosos que cualquier otra cosa creada.
“Digo: ¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar: todo cuanto pasa por los senderos del mar.” (Sal 8:4-8).
Afecto.
Con demasiada frecuencia, en el inicio de nuestra vida, las relaciones con el mundo de los adultos estuvieron condicionadas a nuestro comportamiento o actuación. Si hacíamos lo que a los adultos les parecía bien, éramos aceptados y nos mostraban afecto, en tanto que si no hacíamos lo que esperábamos, entonces éramos rechazados y en lugar de afecto recibíamos enojo y castigo. Para lograr un comportamiento apropiado, según los adultos, éramos sometidos al temor o al miedo.
Por esta razón, muchas veces, nuestra relación con Dios se basa en el temor o el miedo al castigo en lugar del amor que El nos tiene, y debido a nuestra pecaminosidad antes de recibir a Cristo, y a los pecados que eventualmente cometemos como cristianos, no podemos aceptar en el fondo de nuestro corazón que somos perdonados, amados y aceptados por El, y vivimos nuestra vida como creyentes con inseguridad, culpabilidad y condenación por nuestras faltas.
Es cierto que Dios aborrece el pecado y que el pecado de uno de nosotros quebranta su corazón, pero esa no es una causa para que nos rechace a nosotros a quienes nos ha dicho reiteradamente que nos “ama con amor eterno”.
“Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”. (Jer 31:3)
Como el Padre del hijo pródigo, El nos sale a encontrar (Luc 15). Muchos de nosotros hemos dicho que lo hemos encontrado a El, pero la realidad es que El nos sale al encuentro a nosotros. El ha dicho que se dejará hallar de nosotros, por el amor que nos tiene.
Otra dificultad en el área de mostrar y recibir afecto la tenemos, particularmente, aunque no exclusivamente, los hombres, en que cuando niños, por una mal entendida educación para ser triunfados, recibimos muy pocas muestras físicas de afecto de nuestro padre (cariño) y casi ninguna aceptación cuando cometíamos errores o fracasábamos, aceptación que sirviera para curar o por lo menos aliviar en parte nuestros sufrimientos. De hecho, nuestros sufrimientos como niños muchas veces fueron menospreciados (“¿y por eso estas sufriendo o llorando” o “molesto” o “preocupado”) al igual que nuestros sentimientos (“los hombres no lloran”, “¿y por eso tanto escándalo?”) y nuestras opiniones (“los niños no tienen que opinar en asuntos de los adultos”). No obstante, nuestro Padre no condena nuestros fracasos, ni minimiza nuestro dolor, no rechaza nuestros sentimientos ni menosprecia nuestros pensamientos, sino que se hace comprensivo y uno con nosotros (como el padre que siente con mayor fuerza el dolor que sienten sus hijos) no importando la dimensión del mismo, En Cristo y desde la Cruz del Calvario, El ha hecho la provisión para que seamos sanados de todos nuestros dolores, conflictos y traumas emocionales (Jesús llevó sobre sí el castigo –la paga-- de nuestra paz, Isa 53) tanto los hombres como las mujeres.
02
Nov
2014