Paternidad de Dios.
Aceptación.
Relacionado con el afecto está la aceptación porque una actitud afectiva adecuada de las personas hacia nosotros es una manifiestación de su aceptación. Por supuesto que lo inverso también es cierto: la falta de afecto nos hace pensar o sentir rechazo.
En una sociedad basada en los logros, como es la sociedad moderna en que vivimos, no solo nuestros padres sino todo a nuestro alrededor nos transmite consciente o inconscientemente, clara o subliminalmente, desde niños, el mensaje de que si alcanzabamos metas, tenemos logros, cumplimos las expectativas que los demás tienen acerca de nosotros, nos comportamos de manera aceptable de acuerdo al “status quo” social, etc., entonces los demás nos van a aceptar, apreciar y amar, pero si hacemos lo contrario entonces nos van a rechazar, señalar, apartar y hasta odiar.
Esa clima emocional en el que nos desarrollamos desde la niñez hasta la vejez, nos convierte paulatinamente en “hacedores humanos”, contrario a lo que es el plan de Dios que es que seamos “seres humanos”, creando una gran tensión en nosotros, por cuanto que nuestro valor no está dado socialmente por quienes somos sino por lo que hacemos, y alrededor de ese valor va a girar el amor, la seguridad, la pertenencia, el afecto, etc., que alcancemos en nuestras relaciones con los demás, y que son necesidades humanas básicas, además de los ingresos económicos que logremos generar, y por ende, el nivel de vida material que alcancemos. Si no logramos ser unos buenos hacedores de obras, entonces buscaremos la forma de aparentarlas con el fin de alcanzar aceptación social.
Por cierto, si hacemos algún análisis de nuestra vida nos vamos a dar cuenta que hasta ahora, sin importar la etapa en la que nos encontremos, las metas alcanzadas nunca han sido, para los demás y aún para nosotros mismos, suficientes, y en consecuencia, sigue siendo necesario más y más, convirtiendose esa lucha por alcanzar logros en la parte esencial de la vida de muchas personas y que las lleva, sin darse cuenta, a vivir su vida como una carrera angustiante por agradar y encontrar aceptación de los demás.
Y, por supuesto, cuando se trata de Dios, pensamos lo mismo acerca de El y por ende nos comportamos tratando de hacer con El lo mismo que hacemos a nivel de las personas con las que nos relacionamos. Como si El fuera un humano más, le asignamos a Dios la misma actitud de amarnos y aceptarnos si somos y hacemos buenas cosas, y de rechazarnos y no amarnos si hacemos malas cosas. Esa actitud interna es la base del legalismo externo que puede haber en nuestras vidas, y que lleva a convertir la relación con Dios en religiones cuyo corazón o base central es no Dios sino las normas, mandatos, y penas por incumplirlas, en lugar del Dios justo pero lleno de gracia y misericordia como el que nos revela la Biblia.
La consecuencia de todo ello es que, o bien mantenemos una relación superficial o nos alejamos de Dios porque consideramos que es alguién muy difícil de complacer y ya tenemos bastante con tener que agradar a los demás, o nos volvemos legalistas, buscando llenar una gran cantidad de requisitos, hacer una gran cantidad de tareas y recopilar una gran cantidad de méritos y habilidades para poder complacer a un Dios que pensamos exigente y perfeccionista, lo que hace nuestra vida cristiana y de hijos de El sumamente ansiosa y extenuante.
Sin embargo, nuestro Padre Dios no es así. Es es amor perfecto, amor incondicional, que no espera nada para derramarse en el ser que ama. De hecho, El nos amó aún antes de adoptarnos como sus hijos. Fuímos adoptados por El por el amor que nos tenía aún desde antes, cuando eramos pecadores al máximo. Si El nos amó pecadores, siendo enemigos suyos, ¿cuánto más no nos va a amar siendo sus hijos? Lo que a nosotros nos corresponde es recibir su amor. Nuestras buenas obras nunca fueron ni serán una razón para que el Padre nos amé, nos acepte y nos bendiga más, sino son una consecuencia de Su amor y de Su naturaleza en nosotros que nos mueve a agradarle, a ser como El es, nada más ni mada menos. Es el resultado de haber sido amados primero por El (Luc 7:47) y de la nueva naturaleza que nos ha sido dada como consecuencia de haber recibido esa salvación tan grande que El nos envió por medio de Cristo (2 Cor 5:17).
Nuestro Padre, aún cuando nos va a transformar paulatina y continuamente en personas con el carácter de Cristo (Rom 8:28-29, Fil 1:6), hoy nos ama tal como somos. De hecho El participó activamente en nuestra formación desde el vientre de nuestra madre (Sal 139). Somos hechura suya (Efe 2:10) y El sabe todo acerca de nosotros aún antes de que ocurra (Sal 139). Nada nuestro le es ajeno. A pesar de nosotros mismos, de nuestros errores, pecados, imperfecciones, etc., El nos ama con amor eterno e incondicional, con el tipo de amor que manifiesta 1 Cor 13:4-8, que de hecho, es el retrato del carácter de Dios porque El es amor.
Aún cuando durante toda nuestra vida nos hemos visto obligados y esclavizados a hacer algo y a competir para agradar a los demás, con Dios somos totalmente libres de ese esfuerzo y de esa esclavitud porque ya somos plena, total y absolutamente aceptados en Cristo y no podremos ser aceptados más plenamente porque ya lo somos completamente. Las buenas obras que hacemos no son una base para ganar el amor de El, sino más bien, el resultado de sabernos amados y aceptados tal como somos y el agradecimiento por lo que El ha hecho en nuestras vidas.
“Por su amor, nos predestinó para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado.” (Efe 1:5-6)
Primero es la fe y después las obras como nos lo enseña la Epístola de Santiago, primero es el amor y después las obras que se derivan de ser amados. Su aceptación nunca ha dependido ni depende de nosotros mismos, de nuestros méritos, de nuestras habilidades, de nuestros éxitos. Su aceptación hacia nosotros depende únicamente de su amor y El no cambia. De hecho nada ni nadie nos podrá separar de Su amor (Rom 8). Que El va a tomar acción respecto a nuestros pecados, nuestros errores y nuestras equivocaciones, eso es otra cosa. Pero ello no implica que nos deje de amar y aceptar.
De hecho, su Palabra dice que El, que fue quién comenzó la buena obra en nosotros (de hacernos de nuevo), la perfeccionará hasta el día en que nos presentemos delante de El (Fil 1:6). El no espera de nosotros, en este preciso momento de nuestra vida, perfección. Aún cuando es un Dios perfecto, no es perfeccionista como muchos de nosotros y como mucha gente que durante nuestro crecimiento nos rodeo. Es un Padre que conoce la naturaleza de sus hijos y de sus luchas, que sabe que pueden fallar y que tiene la provisión para esas fallas y que no va a disminuir su amor y aceptación hacia nosotros por ellas, sino que más bien, nos va a ayudar a salir de ellas:
“Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse;” (Prov 24:16).
“Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo”. (Sal 55:22).
Presencia.
Nosotros somos el resultado de una generación que del hogar como el centro de su vida se cambio al trabajo, derivado del cambio de las condiciones socio-económicas del mundo derivadas, entre otras cosas, o que se hicieron visibles a partir de la segunda guerra mundial.
Ello incidió en una generación que creció sin una cercanía constante a sus padres, de los que pudiera aprender vivencialmente – y no solo en teoría- actitudes, ideas, formas de actuar y resolver los problemas de la vida, etc., en fin, una educación para la vida. Esa carencia de tiempo y la necesidad de aprendizaje para el trabajo, hizo de la escuela el centro de formación de los niños y niñas, en el que los padres delegaron su responsabilidad dada por Dios. Ello ha dado como resultado, muchas personas preparadas eficientemente para el trabajo, pero que fracasan estrepitosamente en sus vidas familiares como pareja y/o como padres.
Somos una generación que ha crecido con una carencia de presencia y atención de parte de sus padres, carencias que también le asignamos equivocadamente a Dios. Ningún ser humano, por más amoroso que sea con nosotros, puede ponernos atención y cuidar de nosotros las veinticuatro horas del día por más que lo quisiera. El primer impedimento para ello es que necesita dormir y descansar. No puede permanecer despierto indefinidamente. Por otro lado, durante el tiempo que está despierto, tiene que apartar el necesario para atender sus propias necesidades. Sin embargo, nuestro Papito Celestial no tiene esas limitaciones. De hecho El ha prometido que va a estar con nosotros todo el tiempo, sin faltar un solo minuto y que nos dará su atención íntegramente
“...echando toda vuestra ansiedad sobre El, porque El tiene cuidado de vosotros” (1 Ped 5:7).
“Alzaré mis ojos a los montes; ¿De dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra. No dará tu pie al resbaladero, ni se dormirá el que te guarda. He aquí, no se adormecerá ni dormirá El que guarda a Israel. Jehová es tu guardador; Jehová es tu sombra a tu mano derecha. El sol no te fatigará de día, ni la luna de noche. Jehová te guardará de todo mal; El guardará tu alma. Jehová guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre”. (Sal 121).
“Yo te he invocado, por cuanto tú me oirás, oh Dios; inclina a mí tu oído, escucha mi palabra. Muestra tus maravillosas misericordias, tú que salvas a los que se refugian a tu diestra, de los que se levantan contra ellos. Guárdame como a la niña de tus ojos, escóndeme bajo la sombra de tus alas, de la vista de los malos que me oprimen, de mis enemigos que buscan mi vida.” (Sal 17:6-9).
“Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia han plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre.” (Sal 16:11).
“Los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos...Claman los justos, y Jehová oye, y los libra de todas sus angustias. Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu.” (Sal 34:15, 17-18).
Comunicación.
Por una diversidad de razones, a la mayoría de los adultos en nuestra infancia, incluyendo a nuestros padres terrenales, se les dificultaba mucho tener con nosotros una comunicación significativa y fluida, dejándonos la impresión de que no les interesaba lo que nosotros podíamos o queríamos decir ni nuestra opinión respecto a las cosas.
Además, aunque la gran mayoría de ellos eran buenos y sinceros para con nosotros en sus pensamientos e intenciones internas, por el patrón en el que ellos mismos fueron educados, que los hizo callados y tímidos respecto a sus emociones, y hasta inexpresivos, al punto de que apenas hablaban, nunca o casi nunca nos dijeron que nos amaban, que estaban orgullosos de nosotros y que éramos valiosos para ellos, componentes esenciales para formar una sana identidad y emocionalidad en el niño y la niña que les permita enfrentar y superar con éxito los retos de la vida de tal manera que su vida sea como dice Prov 4:18, una que sea como la luz de la aurora que va en aumento hasta que el día es perfecto.
Ellos tienen, en ese sentido, una deuda con nosotros, con nuestra sana identidad y emocionalidad, por sus carencias que les impidieron fortalecernos en esas dos áreas básicas de la vida, que son las que nos ayudan a alcanzar el éxito. El Salmo 127, versículo 4 dice que los hijos son como las flechas que están en manos de los guerreros. Y como todos sabemos, los guerreros dirigen sus flechas hacia un blanco. Así nuestros padres, a través de formar en nosotros, a través de sus palabras y de sus actitudes afectivas constantes, una sana identidad y emocionalidad, eran los responsables de parte de Dios de dirigirnos hacia el éxito, pero si por la deformación del diablo respecto a los patrones de sana paternidad, no lo logran, entonces nos convierten en “mendigos” y “minusválidos” de identidad y emocionalidad, y en lugar de buscar el éxito, nuestra vida se convierte en una búsqueda de llenar el vacío de ellas mediante la aceptación de los demás.
Por supuesto, cuando tenemos la oportunidad de relacionarnos con Dios, todos esos problemas de comunicación que enfrentamos hacia las personas terrenales con autoridad en nuestra vida, las traemos a la relación con Dios, y muchas veces, procuramos mantenernos con El de lejos, con una comunicación intrascendente o mínima.
Sin embargo, Dios no es solo bueno y sincero sino que además es comunicativo y no es callado ni tímido. El nos comunica claramente y de muchas formas su amor por nosotros y la identidad de la cual El nos dota cuando venimos a Cristo (justos, santos, hijos amados, más que vencedores, que todo lo podemos con El, que en El haremos proezas, etc.) hasta el extremo de que “de tal manera nos amó que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en El cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3:16).
Dios es nuestro Padre Perfecto. Aún cuando El nos discipline (siempre que lo hace es porque nos ama y desea lo mejor para nosotros, no por que esté enojado) lo va a hacer con amor, generosidad, amabilidad y justicia. Además de ello, el anhelo de su corazón es pasar tiempo con nosotros, y no como dice la frase tan usada ahora para justificar la poca cantidad de tiempo que pasamos con nuestros hijos, “tiempo de calidad”, sino también cantidad de tiempo, porque El nunca nos deja ni nos abandona, El está con nosotros todo el tiempo, aún cuando nosotros no seamos conscientes de Su presencia con nosotros (Sal 121).
Quiere que recibamos su amor y sepamos que somos especiales y únicos ante sus ojos. El no tiene ningún problema para comunicarnos Su amor y recordarnos nuestra nueva identidad, no solo en la intimidad de una relación personal con El sino además en Su Palabra, siendo toda ella un testimonio de Su amor por nosotros, y todas las circunstancias de nuestras vidas, en las que se manifiesta su benignidad hacia nosotros.
Muchas veces no somos conscientes de esa benignidad representada, entre otras muchísimas cosas más, por ejemplo, en la perfección del funcionamiento de nuestro cuerpo, la pareja y los hijos e hijas que tenemos a nuestro lado acompañándonos en el proceso de la vida, las cosas materiales que tenemos a nuestra disposición, los buenos y maravillosos momentos que vivimos cada día, la ropa que vestimos, la casa que habitamos, la comida que comemos, el paisaje que vemos, etc., porque estamos tan metidos en la mentalidad de logros, que creemos que nos los merecemos y nos los hemos ganado, y no los podemos apreciar como manifestación de la bondad de Dios.
Relacionado con el afecto está la aceptación porque una actitud afectiva adecuada de las personas hacia nosotros es una manifiestación de su aceptación. Por supuesto que lo inverso también es cierto: la falta de afecto nos hace pensar o sentir rechazo.
En una sociedad basada en los logros, como es la sociedad moderna en que vivimos, no solo nuestros padres sino todo a nuestro alrededor nos transmite consciente o inconscientemente, clara o subliminalmente, desde niños, el mensaje de que si alcanzabamos metas, tenemos logros, cumplimos las expectativas que los demás tienen acerca de nosotros, nos comportamos de manera aceptable de acuerdo al “status quo” social, etc., entonces los demás nos van a aceptar, apreciar y amar, pero si hacemos lo contrario entonces nos van a rechazar, señalar, apartar y hasta odiar.
Esa clima emocional en el que nos desarrollamos desde la niñez hasta la vejez, nos convierte paulatinamente en “hacedores humanos”, contrario a lo que es el plan de Dios que es que seamos “seres humanos”, creando una gran tensión en nosotros, por cuanto que nuestro valor no está dado socialmente por quienes somos sino por lo que hacemos, y alrededor de ese valor va a girar el amor, la seguridad, la pertenencia, el afecto, etc., que alcancemos en nuestras relaciones con los demás, y que son necesidades humanas básicas, además de los ingresos económicos que logremos generar, y por ende, el nivel de vida material que alcancemos. Si no logramos ser unos buenos hacedores de obras, entonces buscaremos la forma de aparentarlas con el fin de alcanzar aceptación social.
Por cierto, si hacemos algún análisis de nuestra vida nos vamos a dar cuenta que hasta ahora, sin importar la etapa en la que nos encontremos, las metas alcanzadas nunca han sido, para los demás y aún para nosotros mismos, suficientes, y en consecuencia, sigue siendo necesario más y más, convirtiendose esa lucha por alcanzar logros en la parte esencial de la vida de muchas personas y que las lleva, sin darse cuenta, a vivir su vida como una carrera angustiante por agradar y encontrar aceptación de los demás.
Y, por supuesto, cuando se trata de Dios, pensamos lo mismo acerca de El y por ende nos comportamos tratando de hacer con El lo mismo que hacemos a nivel de las personas con las que nos relacionamos. Como si El fuera un humano más, le asignamos a Dios la misma actitud de amarnos y aceptarnos si somos y hacemos buenas cosas, y de rechazarnos y no amarnos si hacemos malas cosas. Esa actitud interna es la base del legalismo externo que puede haber en nuestras vidas, y que lleva a convertir la relación con Dios en religiones cuyo corazón o base central es no Dios sino las normas, mandatos, y penas por incumplirlas, en lugar del Dios justo pero lleno de gracia y misericordia como el que nos revela la Biblia.
La consecuencia de todo ello es que, o bien mantenemos una relación superficial o nos alejamos de Dios porque consideramos que es alguién muy difícil de complacer y ya tenemos bastante con tener que agradar a los demás, o nos volvemos legalistas, buscando llenar una gran cantidad de requisitos, hacer una gran cantidad de tareas y recopilar una gran cantidad de méritos y habilidades para poder complacer a un Dios que pensamos exigente y perfeccionista, lo que hace nuestra vida cristiana y de hijos de El sumamente ansiosa y extenuante.
Sin embargo, nuestro Padre Dios no es así. Es es amor perfecto, amor incondicional, que no espera nada para derramarse en el ser que ama. De hecho, El nos amó aún antes de adoptarnos como sus hijos. Fuímos adoptados por El por el amor que nos tenía aún desde antes, cuando eramos pecadores al máximo. Si El nos amó pecadores, siendo enemigos suyos, ¿cuánto más no nos va a amar siendo sus hijos? Lo que a nosotros nos corresponde es recibir su amor. Nuestras buenas obras nunca fueron ni serán una razón para que el Padre nos amé, nos acepte y nos bendiga más, sino son una consecuencia de Su amor y de Su naturaleza en nosotros que nos mueve a agradarle, a ser como El es, nada más ni mada menos. Es el resultado de haber sido amados primero por El (Luc 7:47) y de la nueva naturaleza que nos ha sido dada como consecuencia de haber recibido esa salvación tan grande que El nos envió por medio de Cristo (2 Cor 5:17).
Nuestro Padre, aún cuando nos va a transformar paulatina y continuamente en personas con el carácter de Cristo (Rom 8:28-29, Fil 1:6), hoy nos ama tal como somos. De hecho El participó activamente en nuestra formación desde el vientre de nuestra madre (Sal 139). Somos hechura suya (Efe 2:10) y El sabe todo acerca de nosotros aún antes de que ocurra (Sal 139). Nada nuestro le es ajeno. A pesar de nosotros mismos, de nuestros errores, pecados, imperfecciones, etc., El nos ama con amor eterno e incondicional, con el tipo de amor que manifiesta 1 Cor 13:4-8, que de hecho, es el retrato del carácter de Dios porque El es amor.
Aún cuando durante toda nuestra vida nos hemos visto obligados y esclavizados a hacer algo y a competir para agradar a los demás, con Dios somos totalmente libres de ese esfuerzo y de esa esclavitud porque ya somos plena, total y absolutamente aceptados en Cristo y no podremos ser aceptados más plenamente porque ya lo somos completamente. Las buenas obras que hacemos no son una base para ganar el amor de El, sino más bien, el resultado de sabernos amados y aceptados tal como somos y el agradecimiento por lo que El ha hecho en nuestras vidas.
“Por su amor, nos predestinó para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado.” (Efe 1:5-6)
Primero es la fe y después las obras como nos lo enseña la Epístola de Santiago, primero es el amor y después las obras que se derivan de ser amados. Su aceptación nunca ha dependido ni depende de nosotros mismos, de nuestros méritos, de nuestras habilidades, de nuestros éxitos. Su aceptación hacia nosotros depende únicamente de su amor y El no cambia. De hecho nada ni nadie nos podrá separar de Su amor (Rom 8). Que El va a tomar acción respecto a nuestros pecados, nuestros errores y nuestras equivocaciones, eso es otra cosa. Pero ello no implica que nos deje de amar y aceptar.
De hecho, su Palabra dice que El, que fue quién comenzó la buena obra en nosotros (de hacernos de nuevo), la perfeccionará hasta el día en que nos presentemos delante de El (Fil 1:6). El no espera de nosotros, en este preciso momento de nuestra vida, perfección. Aún cuando es un Dios perfecto, no es perfeccionista como muchos de nosotros y como mucha gente que durante nuestro crecimiento nos rodeo. Es un Padre que conoce la naturaleza de sus hijos y de sus luchas, que sabe que pueden fallar y que tiene la provisión para esas fallas y que no va a disminuir su amor y aceptación hacia nosotros por ellas, sino que más bien, nos va a ayudar a salir de ellas:
“Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse;” (Prov 24:16).
“Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo”. (Sal 55:22).
Presencia.
Nosotros somos el resultado de una generación que del hogar como el centro de su vida se cambio al trabajo, derivado del cambio de las condiciones socio-económicas del mundo derivadas, entre otras cosas, o que se hicieron visibles a partir de la segunda guerra mundial.
Ello incidió en una generación que creció sin una cercanía constante a sus padres, de los que pudiera aprender vivencialmente – y no solo en teoría- actitudes, ideas, formas de actuar y resolver los problemas de la vida, etc., en fin, una educación para la vida. Esa carencia de tiempo y la necesidad de aprendizaje para el trabajo, hizo de la escuela el centro de formación de los niños y niñas, en el que los padres delegaron su responsabilidad dada por Dios. Ello ha dado como resultado, muchas personas preparadas eficientemente para el trabajo, pero que fracasan estrepitosamente en sus vidas familiares como pareja y/o como padres.
Somos una generación que ha crecido con una carencia de presencia y atención de parte de sus padres, carencias que también le asignamos equivocadamente a Dios. Ningún ser humano, por más amoroso que sea con nosotros, puede ponernos atención y cuidar de nosotros las veinticuatro horas del día por más que lo quisiera. El primer impedimento para ello es que necesita dormir y descansar. No puede permanecer despierto indefinidamente. Por otro lado, durante el tiempo que está despierto, tiene que apartar el necesario para atender sus propias necesidades. Sin embargo, nuestro Papito Celestial no tiene esas limitaciones. De hecho El ha prometido que va a estar con nosotros todo el tiempo, sin faltar un solo minuto y que nos dará su atención íntegramente
“...echando toda vuestra ansiedad sobre El, porque El tiene cuidado de vosotros” (1 Ped 5:7).
“Alzaré mis ojos a los montes; ¿De dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra. No dará tu pie al resbaladero, ni se dormirá el que te guarda. He aquí, no se adormecerá ni dormirá El que guarda a Israel. Jehová es tu guardador; Jehová es tu sombra a tu mano derecha. El sol no te fatigará de día, ni la luna de noche. Jehová te guardará de todo mal; El guardará tu alma. Jehová guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre”. (Sal 121).
“Yo te he invocado, por cuanto tú me oirás, oh Dios; inclina a mí tu oído, escucha mi palabra. Muestra tus maravillosas misericordias, tú que salvas a los que se refugian a tu diestra, de los que se levantan contra ellos. Guárdame como a la niña de tus ojos, escóndeme bajo la sombra de tus alas, de la vista de los malos que me oprimen, de mis enemigos que buscan mi vida.” (Sal 17:6-9).
“Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia han plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre.” (Sal 16:11).
“Los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos...Claman los justos, y Jehová oye, y los libra de todas sus angustias. Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu.” (Sal 34:15, 17-18).
Comunicación.
Por una diversidad de razones, a la mayoría de los adultos en nuestra infancia, incluyendo a nuestros padres terrenales, se les dificultaba mucho tener con nosotros una comunicación significativa y fluida, dejándonos la impresión de que no les interesaba lo que nosotros podíamos o queríamos decir ni nuestra opinión respecto a las cosas.
Además, aunque la gran mayoría de ellos eran buenos y sinceros para con nosotros en sus pensamientos e intenciones internas, por el patrón en el que ellos mismos fueron educados, que los hizo callados y tímidos respecto a sus emociones, y hasta inexpresivos, al punto de que apenas hablaban, nunca o casi nunca nos dijeron que nos amaban, que estaban orgullosos de nosotros y que éramos valiosos para ellos, componentes esenciales para formar una sana identidad y emocionalidad en el niño y la niña que les permita enfrentar y superar con éxito los retos de la vida de tal manera que su vida sea como dice Prov 4:18, una que sea como la luz de la aurora que va en aumento hasta que el día es perfecto.
Ellos tienen, en ese sentido, una deuda con nosotros, con nuestra sana identidad y emocionalidad, por sus carencias que les impidieron fortalecernos en esas dos áreas básicas de la vida, que son las que nos ayudan a alcanzar el éxito. El Salmo 127, versículo 4 dice que los hijos son como las flechas que están en manos de los guerreros. Y como todos sabemos, los guerreros dirigen sus flechas hacia un blanco. Así nuestros padres, a través de formar en nosotros, a través de sus palabras y de sus actitudes afectivas constantes, una sana identidad y emocionalidad, eran los responsables de parte de Dios de dirigirnos hacia el éxito, pero si por la deformación del diablo respecto a los patrones de sana paternidad, no lo logran, entonces nos convierten en “mendigos” y “minusválidos” de identidad y emocionalidad, y en lugar de buscar el éxito, nuestra vida se convierte en una búsqueda de llenar el vacío de ellas mediante la aceptación de los demás.
Por supuesto, cuando tenemos la oportunidad de relacionarnos con Dios, todos esos problemas de comunicación que enfrentamos hacia las personas terrenales con autoridad en nuestra vida, las traemos a la relación con Dios, y muchas veces, procuramos mantenernos con El de lejos, con una comunicación intrascendente o mínima.
Sin embargo, Dios no es solo bueno y sincero sino que además es comunicativo y no es callado ni tímido. El nos comunica claramente y de muchas formas su amor por nosotros y la identidad de la cual El nos dota cuando venimos a Cristo (justos, santos, hijos amados, más que vencedores, que todo lo podemos con El, que en El haremos proezas, etc.) hasta el extremo de que “de tal manera nos amó que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en El cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3:16).
Dios es nuestro Padre Perfecto. Aún cuando El nos discipline (siempre que lo hace es porque nos ama y desea lo mejor para nosotros, no por que esté enojado) lo va a hacer con amor, generosidad, amabilidad y justicia. Además de ello, el anhelo de su corazón es pasar tiempo con nosotros, y no como dice la frase tan usada ahora para justificar la poca cantidad de tiempo que pasamos con nuestros hijos, “tiempo de calidad”, sino también cantidad de tiempo, porque El nunca nos deja ni nos abandona, El está con nosotros todo el tiempo, aún cuando nosotros no seamos conscientes de Su presencia con nosotros (Sal 121).
Quiere que recibamos su amor y sepamos que somos especiales y únicos ante sus ojos. El no tiene ningún problema para comunicarnos Su amor y recordarnos nuestra nueva identidad, no solo en la intimidad de una relación personal con El sino además en Su Palabra, siendo toda ella un testimonio de Su amor por nosotros, y todas las circunstancias de nuestras vidas, en las que se manifiesta su benignidad hacia nosotros.
Muchas veces no somos conscientes de esa benignidad representada, entre otras muchísimas cosas más, por ejemplo, en la perfección del funcionamiento de nuestro cuerpo, la pareja y los hijos e hijas que tenemos a nuestro lado acompañándonos en el proceso de la vida, las cosas materiales que tenemos a nuestra disposición, los buenos y maravillosos momentos que vivimos cada día, la ropa que vestimos, la casa que habitamos, la comida que comemos, el paisaje que vemos, etc., porque estamos tan metidos en la mentalidad de logros, que creemos que nos los merecemos y nos los hemos ganado, y no los podemos apreciar como manifestación de la bondad de Dios.
02
Nov
2014