Paternidad de Dios.
El amor no hace nada indebido, no se goza de la injusticia.
Dios es bueno, es santo, es justo. En el momento en el que Dios hiciera algo indebido, o algo injusto, en ese momento mismo dejaría de ser Dios porque esas actitudes serían contrarias a su naturaleza esencial.
Hoy, y siempre han existido muchas personas que piensan que Dios castiga, que Dios solo está esperando el momento de nuestras equivocaciones para hacernos cualquier cosa mala o descargar sobre nosotros todo el peso de su ira, como si El fuera equivalente a un ser humano iracundo. Los dioses griegos, romanos y de muchas culturas paganas reflejan ese pensamiento. Pero también dentro de la cultura occidental cristiana, hay numerosas personas que piensan que Dios es así a pesar de que nos demostró tan grande amor enviando a Su Hijo Jesucristo a morir por todos nosotros, sus enemigos, cuando estábamos en delitos y pecados y cuyo único merecimiento era la muerte y la condenación eterna.
Hay muchas personas que en su resistencia a entregar sus vidas a Aquel que es el Unico que merece ser dueño de ellas, como argumento a su resistencia manifiestan casi literalmente: “como es posible que un Dios de amor puede permitir que gente vaya al infierno, que haya guerras donde mueran miles, que hayan enfermedades y pobrezas que causan la muerte de miles de personas todos los años, etc., Yo no puedo creer en un Dios así”. Sin embargo, la verdad es lo contrario: por nuestros pecados y nuestra desobediencia y rebelión a las instrucciones buenas y perfectas de El, todos mereceríamos ir al infierno, pagar las consecuencias de ellas y hasta morir por el daño que les hemos causado a otros, intencional o no intencional, pero El que es misericordioso y lleno de amor evita que nosotros y con nosotros otra gran cantidad, que creemos en Jesucristo como nuestro Salvador, vayamos al infierno. Lo verdaderamente cierto, aunque resulte redundante, es que por su misericordia y su amor hacia nosotros las cosas no son peor de lo que ya son.
La responsabilidad por todas esas cosas, que son consecuencia del pecado de la humanidad desde Adán hasta nosotros, son del ser humano, no del Padre. Son la consecuencia de nuestras decisiones equivocadas de siglos y milenios, consecuencias que no son peores solo por la benignidad y misericordia de Dios, que no ha permitido que sus efectos sean de la magnitud que merecen nuestros pecados, dándonos el suficiente tiempo como para que nos arrepintamos y volvamos nuestras vidas a El.
Dios es un Dios de amor pero también un Dios justo, que no puede dar por inocente al culpable, ni al culpable por inocente:
“¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!” (Isa 5:20).
Dios es santo y bueno, no puede, por su misma naturaleza, hacer algo malo. Ello no implica que algunas veces lo que Dios hace o permite que nos pase no sea doloroso o difícil para nosotros, pero siempre es para nuestro bien y/o el de alguién más.
“Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman. Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte. Amados hermanos míos, no erréis. Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación. El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.” (Sant 1:12-18).
No busca lo suyo.
El amor que mi Padre siente por mí y todo lo que El hace por mí todo el tiempo no es porque El tenga segundas intenciones o por interés de ver que obtiene de mí. De hecho, El no necesita de mí. El creó todo lo que existe, y puede seguir creando todo lo que quiera, sin mi consejo ni mi intervención ni mi permiso. El es Todopoderoso, Sabio y Perfecto. Si El me busca, y lo hace constantemente, no es porque necesite de mí. Es porque simple y llanamente, me ama.
Hay muchas personas que no se acercan al Padre o lo hacen con temor pensando incorrectamente que El les quiere quitar algo que ellos no quieren entregar. Esa forma de pensamiento es derivada de experiencias pasadas en la vida, en las que amaron a alguien, y ese alguien asumieron o en verdad sucedió que les traicionó, los hirió o lastimó, les quitó algo, les demandó algo, etc., y porque alguien humano lo hizo de alguna manera, creen que Dios es igual y que va a hacer lo mismo. Es el viejo truco del diablo para impedirnos llegar a nuestro Padre en quién se encuentran todas nuestras bendiciones, y por ende, evitar que seamos bendecidos y tengamos la mayor de todas las bendiciones: vida eterna en la casa de nuestro Padre.
Cuando Dios me ama no lo hace pensando en lo que le puedo servir o en lo que puedo bendecirlo. De hecho no puedo darle nada que sea realmente mío, porque en mí no hay nada que valga la pena a no ser que El lo haya puesto antes en mí. No puedo darle nada que El no me haya dado antes o que El no pueda obtener de otra forma. Es más bien al revés: cuando Dios me ama lo que El está pensando es en lo que El me puede bendecir a mí en todas, absolutamente todas, las áreas de la vida, en todo tiempo y en toda circunstancias. El es un Padre de bendición, un Padre que agrega, no un padre que maldiga o reste.
“Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan? Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas.” (Mat 7:7-12).
“Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿o si pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Luc 11:9-13).
Todo lo cree, todo lo espera.
A lo largo de mi vida, en las relaciones con mis padres, con mis familiares, y con todo tipo de personas, muchas veces y quizá más de las que hubiera querido, cuando me equivoqué, cuando les platiqué de mis sueños y de los anhelos de mi corazón, cuando les compartí de decisiones de mi vida que para mi eran importantes, ellos en respuesta me manifestaron incredulidad, pesimismo, y muchos hasta se pudieron haber burlado de ello. Sin embargo, mi Padre nunca ha dejado de creer en mí. El cree en mí con una fe que mueve más que montañas. Y al que cree, todo lo es posible.
Mucha gente puede no creer en mí. De hecho, en mi propia vida, he experimentado esa falta de fe de los demás en mí de muchas maneras muy dolorosas en su momento. Recuerdo una en particular, una vez, hace más de diez años, cuando Dios restauró mi vida después de que había caído habiéndome ido de regreso al mundo. Llevaba alrededor de tres o cuatro años después de que Dios me había comenzado a restaurar, y estaba comenzando a servir en un ministerio inter denominacional de restauración y sanidad, y la dirección del ministerio había planificado uno de los cursos que veníamos impartiendo en otras iglesias y a otros grupos de creyentes en una congregación específica. Cuando llegó el momento de definir quienes iban a enseñar en ese curso, uno de los líderes de esa congregación, al oír mi nombre como uno de los maestros indicó que todos los demás podían compartir ese curso con los miembros de la congregación pero que a mí no me autorizaba porque él sabía que yo había caído, y aunque el director del ministerio le compartió de cómo el Señor me había restaurado y todo lo que durante tres o cuatro años había venido haciendo en esa dirección, él no aceptó de ninguna manera, igual que el hermano del hijo pródigo no podía aceptar que su padre hubiera restaurado a su posición y derechos de hijo a su hermano (Luc. 15.11-31). Para la gloria de Dios, El sanó esa situación y ahora con ese particular hermano compartimos una relación bastante cercana y de bendición para ambos, pero en el proceso de no permitir que el dolor de ese rechazo hiciera nido en mi corazón, Dios me mostró que aún cuando nosotros recordamos constantemente el pecado de David con Betsabé y muchos nombraban a David adultero después de muchos cientos de años de que su pecado había ocurrido y de que ya conocíamos las consecuencias de su arrepentimiento y restauración, no olvidando su pecado, rechazándolo por ese hecho, El le llamaba “varón conforme al corazón de Dios” y de que El había creído en David, ungiéndolo para ser rey y escogiéndolo para ser la raíz humana de donde nacería el Mesías, aún a sabiendas de que David iba a cometer ese pecado. Pero nuestro Padre más atento que a sus caídas, estaba atento a sus levantadas. Con razón, David escribió:
“Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo.” (Sal 55:22).
Y no solo lo escribió, sino que lo vivió en su propia experiencia y se lo enseñó a Salomón, quién escribió posteriormente:
“Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse;” (Prov 24:16).
También tengo experiencias muy especiales, contrarias a la que acabo de relatarles, que constituyen un testimonio de esa faceta del carácter de mi Padre manifestada en sus hijos. Recuerdo en especial una, que quedó marcada en mi corazón y transformó mi relación con las demás personas, y que fue la que experimenté con un pastor cuando comencé a congregarme en la iglesia que él tenía a su cargo. Ello fue también posterior a cuando había caído y que El Señor me había traído de vuelta a El. Después de unas dos o tres semanas de estarme congregando en la iglesia, y una vez con la certeza en mi corazón de que era el lugar que Dios tenía para nosotros como familia, pedí una cita con el pastor para indicarle el deseo de nuestro corazón de congregarnos allí así como que él supiera de lo que había sucedido conmigo anteriormente. Cuando nos concedió la cita a mi esposa y a mí, después de expresarle nuestro deseo y antes de que él nos pudiera dar una respuesta, le comencé a contar de mi caída y de todo lo que había sucedido al respecto y las consecuencias pasadas y presentes de ella, y su respuesta, que realmente me quebrantó, fue más o menos la siguiente: “Si Dios ya te perdonó y te restauró, yo no tengo porqué no recibirte en la congregación. Si El ya olvidó tu pecado yo no tengo porqué recordarlo y si Dios te quiere restaurar en el llamado y los dones, yo no soy quien para impedirlo. Eres bienvenido en la iglesia”. Y no solo me recibió, sino que a pesar de mi resistencia a exponerme a los problemas del servicio y del ministerio a los que ya había estado expuesto y que de alguna manera fueron parte de las circunstancias que determinaron mi decisión equivocada de apartarme primero de una iglesia, posteriormente del Señor e irme de regreso al mundo, hizo algo más: fue conduciendo personalmente un proceso de meses y años que me fue llevando poco a poco, casi imperceptiblemente, a vencer esa resistencia y a reincorporarme al servicio de Dios, la iglesia y los hermanos. La fe de Dios en mi, manifestada a través del pastor, me llevó a superar y derribar todos esos obstáculos y fortalezas que había levantado en mi interior, a salir de la cueva como Elías, y a emprender de nuevo el camino.
También recuerdo muy especialmente, y ello ha motivado toda mi vida desde hace 27 años, la fe que mi esposa tuvo en mí cuando le pedí que se casara conmigo. En ese tiempo, tenía 21 años, estaba comenzando el tercer año de cinco de mi carrera universitaria, trabajaba como cajero en una oficina bancaria y de suelo ganaba el equivalente a $ 100 mensuales, mis únicas posesiones eran una moto, una cama imperial (para una persona), una mesa de pino con su silla del mismo material y un gavetero viejo y no tenía ningún ahorro ni siquiera para afrontar los gastos mínimos de la boda. Y a pesar de que la posición económica de la familia de mi esposa era equivalente a una familia de clase media más bien alta o con posibilidades de llegarlo a ser, y mi posición económica era tan mala en ese momento, ella aceptó porque creyó que yo podría lograr superar esa situación y darle la vida que ella esperaba y podría cumplir sus sueños y sus aspiraciones. Esa fe que ella tuvo en mí y la ayuda de Dios aún cuando en ese tiempo y en los primeros años de nuestro matrimonio no éramos creyentes, constituyó un aliciente para salir adelante con creces. Y esa fe de mi esposa en mí me llevó también a superar los efectos de una separación de dos años (antes de conocer al Señor) y de la caída que tuve después de conocerle.
Pero aún cuando ninguna persona hubiera creído en mí nunca, Dios, mi Padre amoroso y amante, cree en mí con una fe inconmovible, al punto que está preparando una morada para mí en la casa de mi Padre, me llama santo y justo, más que vencedor y me expresa constantemente que en El todo lo puedo. La fe mueve montañas. Y la fe de mi Padre en mí me lleva a mover las montañas de pecado, imposibilidades, decepción, frustración, desmotivación, rechazo, dolor y cualquier otra montaña que esté presente en mi vida. El cree en mí y nunca ha dejado de hacerlo y de confiar en mí a pesar de todas mis equivocaciones, pecados, derrotas, caídas y fracasos. El piensa de mí que si siete veces caigo, siete veces seré levantado, para El sigo siendo un “más que vencedor”. Yo mismo me podré dar por vencido en el proceso de ser transformado a la imagen de Cristo, pero Dios nunca se dará por vencido conmigo, más bien, “El que comenzó la buena obra en mí, la concluirá hasta en el día de Jesucristo” (Fil 1:6).
Dios es bueno, es santo, es justo. En el momento en el que Dios hiciera algo indebido, o algo injusto, en ese momento mismo dejaría de ser Dios porque esas actitudes serían contrarias a su naturaleza esencial.
Hoy, y siempre han existido muchas personas que piensan que Dios castiga, que Dios solo está esperando el momento de nuestras equivocaciones para hacernos cualquier cosa mala o descargar sobre nosotros todo el peso de su ira, como si El fuera equivalente a un ser humano iracundo. Los dioses griegos, romanos y de muchas culturas paganas reflejan ese pensamiento. Pero también dentro de la cultura occidental cristiana, hay numerosas personas que piensan que Dios es así a pesar de que nos demostró tan grande amor enviando a Su Hijo Jesucristo a morir por todos nosotros, sus enemigos, cuando estábamos en delitos y pecados y cuyo único merecimiento era la muerte y la condenación eterna.
Hay muchas personas que en su resistencia a entregar sus vidas a Aquel que es el Unico que merece ser dueño de ellas, como argumento a su resistencia manifiestan casi literalmente: “como es posible que un Dios de amor puede permitir que gente vaya al infierno, que haya guerras donde mueran miles, que hayan enfermedades y pobrezas que causan la muerte de miles de personas todos los años, etc., Yo no puedo creer en un Dios así”. Sin embargo, la verdad es lo contrario: por nuestros pecados y nuestra desobediencia y rebelión a las instrucciones buenas y perfectas de El, todos mereceríamos ir al infierno, pagar las consecuencias de ellas y hasta morir por el daño que les hemos causado a otros, intencional o no intencional, pero El que es misericordioso y lleno de amor evita que nosotros y con nosotros otra gran cantidad, que creemos en Jesucristo como nuestro Salvador, vayamos al infierno. Lo verdaderamente cierto, aunque resulte redundante, es que por su misericordia y su amor hacia nosotros las cosas no son peor de lo que ya son.
La responsabilidad por todas esas cosas, que son consecuencia del pecado de la humanidad desde Adán hasta nosotros, son del ser humano, no del Padre. Son la consecuencia de nuestras decisiones equivocadas de siglos y milenios, consecuencias que no son peores solo por la benignidad y misericordia de Dios, que no ha permitido que sus efectos sean de la magnitud que merecen nuestros pecados, dándonos el suficiente tiempo como para que nos arrepintamos y volvamos nuestras vidas a El.
Dios es un Dios de amor pero también un Dios justo, que no puede dar por inocente al culpable, ni al culpable por inocente:
“¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!” (Isa 5:20).
Dios es santo y bueno, no puede, por su misma naturaleza, hacer algo malo. Ello no implica que algunas veces lo que Dios hace o permite que nos pase no sea doloroso o difícil para nosotros, pero siempre es para nuestro bien y/o el de alguién más.
“Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman. Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte. Amados hermanos míos, no erréis. Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación. El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.” (Sant 1:12-18).
No busca lo suyo.
El amor que mi Padre siente por mí y todo lo que El hace por mí todo el tiempo no es porque El tenga segundas intenciones o por interés de ver que obtiene de mí. De hecho, El no necesita de mí. El creó todo lo que existe, y puede seguir creando todo lo que quiera, sin mi consejo ni mi intervención ni mi permiso. El es Todopoderoso, Sabio y Perfecto. Si El me busca, y lo hace constantemente, no es porque necesite de mí. Es porque simple y llanamente, me ama.
Hay muchas personas que no se acercan al Padre o lo hacen con temor pensando incorrectamente que El les quiere quitar algo que ellos no quieren entregar. Esa forma de pensamiento es derivada de experiencias pasadas en la vida, en las que amaron a alguien, y ese alguien asumieron o en verdad sucedió que les traicionó, los hirió o lastimó, les quitó algo, les demandó algo, etc., y porque alguien humano lo hizo de alguna manera, creen que Dios es igual y que va a hacer lo mismo. Es el viejo truco del diablo para impedirnos llegar a nuestro Padre en quién se encuentran todas nuestras bendiciones, y por ende, evitar que seamos bendecidos y tengamos la mayor de todas las bendiciones: vida eterna en la casa de nuestro Padre.
Cuando Dios me ama no lo hace pensando en lo que le puedo servir o en lo que puedo bendecirlo. De hecho no puedo darle nada que sea realmente mío, porque en mí no hay nada que valga la pena a no ser que El lo haya puesto antes en mí. No puedo darle nada que El no me haya dado antes o que El no pueda obtener de otra forma. Es más bien al revés: cuando Dios me ama lo que El está pensando es en lo que El me puede bendecir a mí en todas, absolutamente todas, las áreas de la vida, en todo tiempo y en toda circunstancias. El es un Padre de bendición, un Padre que agrega, no un padre que maldiga o reste.
“Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan? Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas.” (Mat 7:7-12).
“Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿o si pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Luc 11:9-13).
Todo lo cree, todo lo espera.
A lo largo de mi vida, en las relaciones con mis padres, con mis familiares, y con todo tipo de personas, muchas veces y quizá más de las que hubiera querido, cuando me equivoqué, cuando les platiqué de mis sueños y de los anhelos de mi corazón, cuando les compartí de decisiones de mi vida que para mi eran importantes, ellos en respuesta me manifestaron incredulidad, pesimismo, y muchos hasta se pudieron haber burlado de ello. Sin embargo, mi Padre nunca ha dejado de creer en mí. El cree en mí con una fe que mueve más que montañas. Y al que cree, todo lo es posible.
Mucha gente puede no creer en mí. De hecho, en mi propia vida, he experimentado esa falta de fe de los demás en mí de muchas maneras muy dolorosas en su momento. Recuerdo una en particular, una vez, hace más de diez años, cuando Dios restauró mi vida después de que había caído habiéndome ido de regreso al mundo. Llevaba alrededor de tres o cuatro años después de que Dios me había comenzado a restaurar, y estaba comenzando a servir en un ministerio inter denominacional de restauración y sanidad, y la dirección del ministerio había planificado uno de los cursos que veníamos impartiendo en otras iglesias y a otros grupos de creyentes en una congregación específica. Cuando llegó el momento de definir quienes iban a enseñar en ese curso, uno de los líderes de esa congregación, al oír mi nombre como uno de los maestros indicó que todos los demás podían compartir ese curso con los miembros de la congregación pero que a mí no me autorizaba porque él sabía que yo había caído, y aunque el director del ministerio le compartió de cómo el Señor me había restaurado y todo lo que durante tres o cuatro años había venido haciendo en esa dirección, él no aceptó de ninguna manera, igual que el hermano del hijo pródigo no podía aceptar que su padre hubiera restaurado a su posición y derechos de hijo a su hermano (Luc. 15.11-31). Para la gloria de Dios, El sanó esa situación y ahora con ese particular hermano compartimos una relación bastante cercana y de bendición para ambos, pero en el proceso de no permitir que el dolor de ese rechazo hiciera nido en mi corazón, Dios me mostró que aún cuando nosotros recordamos constantemente el pecado de David con Betsabé y muchos nombraban a David adultero después de muchos cientos de años de que su pecado había ocurrido y de que ya conocíamos las consecuencias de su arrepentimiento y restauración, no olvidando su pecado, rechazándolo por ese hecho, El le llamaba “varón conforme al corazón de Dios” y de que El había creído en David, ungiéndolo para ser rey y escogiéndolo para ser la raíz humana de donde nacería el Mesías, aún a sabiendas de que David iba a cometer ese pecado. Pero nuestro Padre más atento que a sus caídas, estaba atento a sus levantadas. Con razón, David escribió:
“Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo.” (Sal 55:22).
Y no solo lo escribió, sino que lo vivió en su propia experiencia y se lo enseñó a Salomón, quién escribió posteriormente:
“Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse;” (Prov 24:16).
También tengo experiencias muy especiales, contrarias a la que acabo de relatarles, que constituyen un testimonio de esa faceta del carácter de mi Padre manifestada en sus hijos. Recuerdo en especial una, que quedó marcada en mi corazón y transformó mi relación con las demás personas, y que fue la que experimenté con un pastor cuando comencé a congregarme en la iglesia que él tenía a su cargo. Ello fue también posterior a cuando había caído y que El Señor me había traído de vuelta a El. Después de unas dos o tres semanas de estarme congregando en la iglesia, y una vez con la certeza en mi corazón de que era el lugar que Dios tenía para nosotros como familia, pedí una cita con el pastor para indicarle el deseo de nuestro corazón de congregarnos allí así como que él supiera de lo que había sucedido conmigo anteriormente. Cuando nos concedió la cita a mi esposa y a mí, después de expresarle nuestro deseo y antes de que él nos pudiera dar una respuesta, le comencé a contar de mi caída y de todo lo que había sucedido al respecto y las consecuencias pasadas y presentes de ella, y su respuesta, que realmente me quebrantó, fue más o menos la siguiente: “Si Dios ya te perdonó y te restauró, yo no tengo porqué no recibirte en la congregación. Si El ya olvidó tu pecado yo no tengo porqué recordarlo y si Dios te quiere restaurar en el llamado y los dones, yo no soy quien para impedirlo. Eres bienvenido en la iglesia”. Y no solo me recibió, sino que a pesar de mi resistencia a exponerme a los problemas del servicio y del ministerio a los que ya había estado expuesto y que de alguna manera fueron parte de las circunstancias que determinaron mi decisión equivocada de apartarme primero de una iglesia, posteriormente del Señor e irme de regreso al mundo, hizo algo más: fue conduciendo personalmente un proceso de meses y años que me fue llevando poco a poco, casi imperceptiblemente, a vencer esa resistencia y a reincorporarme al servicio de Dios, la iglesia y los hermanos. La fe de Dios en mi, manifestada a través del pastor, me llevó a superar y derribar todos esos obstáculos y fortalezas que había levantado en mi interior, a salir de la cueva como Elías, y a emprender de nuevo el camino.
También recuerdo muy especialmente, y ello ha motivado toda mi vida desde hace 27 años, la fe que mi esposa tuvo en mí cuando le pedí que se casara conmigo. En ese tiempo, tenía 21 años, estaba comenzando el tercer año de cinco de mi carrera universitaria, trabajaba como cajero en una oficina bancaria y de suelo ganaba el equivalente a $ 100 mensuales, mis únicas posesiones eran una moto, una cama imperial (para una persona), una mesa de pino con su silla del mismo material y un gavetero viejo y no tenía ningún ahorro ni siquiera para afrontar los gastos mínimos de la boda. Y a pesar de que la posición económica de la familia de mi esposa era equivalente a una familia de clase media más bien alta o con posibilidades de llegarlo a ser, y mi posición económica era tan mala en ese momento, ella aceptó porque creyó que yo podría lograr superar esa situación y darle la vida que ella esperaba y podría cumplir sus sueños y sus aspiraciones. Esa fe que ella tuvo en mí y la ayuda de Dios aún cuando en ese tiempo y en los primeros años de nuestro matrimonio no éramos creyentes, constituyó un aliciente para salir adelante con creces. Y esa fe de mi esposa en mí me llevó también a superar los efectos de una separación de dos años (antes de conocer al Señor) y de la caída que tuve después de conocerle.
Pero aún cuando ninguna persona hubiera creído en mí nunca, Dios, mi Padre amoroso y amante, cree en mí con una fe inconmovible, al punto que está preparando una morada para mí en la casa de mi Padre, me llama santo y justo, más que vencedor y me expresa constantemente que en El todo lo puedo. La fe mueve montañas. Y la fe de mi Padre en mí me lleva a mover las montañas de pecado, imposibilidades, decepción, frustración, desmotivación, rechazo, dolor y cualquier otra montaña que esté presente en mi vida. El cree en mí y nunca ha dejado de hacerlo y de confiar en mí a pesar de todas mis equivocaciones, pecados, derrotas, caídas y fracasos. El piensa de mí que si siete veces caigo, siete veces seré levantado, para El sigo siendo un “más que vencedor”. Yo mismo me podré dar por vencido en el proceso de ser transformado a la imagen de Cristo, pero Dios nunca se dará por vencido conmigo, más bien, “El que comenzó la buena obra en mí, la concluirá hasta en el día de Jesucristo” (Fil 1:6).
02
Nov
2014