Estudio Bíblico

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La vida del creyente.



LA COSMOVISIÓN CRISTIANA BÍBLICA (20).

LA VIDA DEL CREYENTE.



Introducción.
Obviamente, al cambiar nuestra manera de ver a Dios, el Universo, la Creación y la vida (cosmovisión), también va a cambiar nuestra forma de ver el cristianismo y el ser iglesia (Rom 12:2), y ello va a determinar cambios, muchos cambios, en nuestra práctica de vida y cristiana (Prov 23:7):
• Nuestra manera de relacionarnos con Dios y con el prójimo.
• La oración, la intercesión y la guerra espiritual.
• El evangelismo y el discipulado.
• La alabanza y la adoración.
• La intimidad con Dios.
• Nuestra actitud hacia la Iglesia, la unidad, los dones y el ministerio.
• La forma de ver nuestras actividades diarias; etc.
Pero hay dos cambios que son fundamentales: vamos a dejar de vivir vidas y cristianismo auto-centrado en nosotros mismos, y vamos a dejar de ver prioritaria o exclusivamente a la vida eterna como la meta (“cuando allá se pase lista”), para adoptar como meta el cumplimiento del propósito de Dios en el mundo a través de nuestra actividad cotidiana (que no excluye la vida eterna, pero la pone en la perspectiva de un proceso que coloca a Dios en lo terrenal igual que en lo espiritual y por lo tanto implica la consideración e influencia de nuestro cristianismo todos los aspectos, actividades y relaciones de la vida terrenal, sin eliminarlos, satanizarlos o evadirlos, como sucede en mucho de la cristiandad del mundo moderno).



El espíritu del mundo y el cristiano.
Debido al hecho de que nosotros, por lo general, independientemente del hecho de que seamos cristianos de primera (nos convertimos a Cristo sin haber nacido dentro de familias cristianas) o de segunda generación (nacidos dentro de familias cristianas), fuimos educados primordialmente por el sistema del mundo (no dentro de la Cosmovisión Cristiana, Efe 4.22-24, 1 Jn 5:19), antes de convertirnos a Cristo vivíamos vidas auto-centradas-
Al nacer de nuevo en Cristo, si bien es cierto que las cosas viejas pasaron y todas fueron echas nuevas, ello se refiere a nuestro espíritu, no a la realidad de nuestra alma y de nuestro cuerpo. Por ende, el espíritu que controla nuestra mente sigue siendo el espíritu del mundo, que necesita ser resistido, minimizado, restringido a la mínima expresión, para que podamos vivir vidas cristianas plenas. Y ese propósito nos toca realizarlo a cada uno de nosotros. No solo consiste en cambios formales en nuestra manera de pensar, o cambios cosméticos. Significa un cambio de orientación total (Efe 4:22-24: el espíritu que dirige nuestra mente, es decir, pensamientos, sentimientos, decisiones, voluntad), que generalmente no estamos conscientes que necesitamos. Por lo general solo cambiamos algunos de los pensamientos conscientes de lo inmediato, que son una mínima parte de lo que es nuestra mente, pero no llegamos muy profundo en ello, porque no estamos conscientes, la mayor parte de las veces, de la influencia que ejerce, desde el inconsciente, el espíritu del mundo. Descubrirlo requiere un constante análisis de la fuente última, del espíritu que está dirigiendo todo lo que pensamos, sentimos, decidimos y hacemos (Prov 23:7).
El espíritu del mundo es un espíritu egocéntrico, egoísta, carnal, que busca lo suyo propio exclusivamente (1 Jn 2.15-17), y que nos llevó a vivir vidas, establecer propósitos y metas, y buscar cosas centrados en nosotros mismos (primero yo, segundo nuestro bienestar, tercero nuestros gustos y deseos, cuarto nuestra comodidad y seguridad, etc., y al final de la cadena, los demás y Dios). Es el mismo espíritu por el cual “Lucero, hijo de la mañana”, el querubín grande y protector del Trono de Dios cayó y se convirtió en Satanás (Isa 14:12-15) y con el cual tentó a Adán y Eva (“serán como dioses y conocerán el bien y el mal”, Gen 3:4-6), David (cuando cayó en pecado con Betsabé, 2 Sam 11.1-4), Salomón (Ecle 1.12-2:11), Jesús en la tentación en el desierto (El único que no pecó, Mat 4.1-11, Jn 14:30), y en fin, todos los seres humanos (1 Ped 5:8-10).
Si no somos conscientes de la influencia de ese espíritu en nuestras vidas, aún después de haber conocido a Cristo, todo lo cristiano lo vamos a auto-centrar en lugar de centrarlo en Dios y en el prójimo, como nos lo enseña Jesús cuando le preguntan acerca del gran mandamiento de la ley (Mat 22:36-40). Y este no es un problema nuevo. Es un problema que enfrentó la Iglesia primitiva tal como nos lo enseñan las Escrituras (San 4.1-5, 1 Cor 3.1-3).
Según no enseña Santiago, entre los miembros de la iglesia (que ya eran cristianos, nacidos de nuevo) existían “guerras” y pleitos que derivaban de sus pasiones (codicia, envidia, etc.), pedían para sus deleites, y todo ello porque seguían en “amistad” con el espíritu del mundo; por ello, el Espíritu Santo los anhelaba, porque aún no los tenía con El, a pesar de que El estaba morando en ellos.
Pablo en la primera epístola a los Corintios también señala lo mismo cuando les dice a los hermanos (cristianos, nacidos de nuevo) que no les puede hablar como a espirituales porque aún son carnales (guiados por el espíritu del mundo) porque entre ellos habían celos, contiendas y disensiones.
En ambos casos, los hermanos, aún cuando estaban manifestando algunos frutos como cristianos y eran miembros de la iglesia, todavía no se habían renovado en el espíritu de su mente. Ya estaban renovados en su espíritu por el Espíritu Santo, pero no habían renovado el espíritu de su mente, el espíritu del mundo, que aún tenía sus mentes bajo control (no estaban poseídos, pero si estaban bajo sugestión y control).
Ello nos indica la necesidad y urgencia de renovarnos en ese espíritu de la mente (Efe 4.22-24, Rom 12:2, Sal 1.1-3, 3 Jn 2, Jos 1:8) y esforzarnos en ello poniendo toda la diligencia que nos sea posible (2 Tim 2.1-6), para presentarnos delante de Dios como obreros aprobados, que no tienen nada de que avergonzarse (2 Tim 2.15), lo que implica que no necesariamente los cristianos podríamos ser aprobados delante de Dios, como sucede con aquellos a los que se refiere Jesús en Mat 7:21-23, que a pesar de que tenían dones y manifestación de dones, no hacían la voluntad de Dios (por lo tanto hacían su voluntad, dirigidos por el espíritu del mundo).
Un caso interesante de estudio es también el de la Iglesia de Laodicea (Apo 3:14-22), que era una iglesia cristiana (Jesús se dirige al ángel, al mensajero, de ella), pero sus miembros, por estar dirigidos en sus mentes por el espíritu del mundo, podían ser vomitados por el Señor. Nótese en cuanto a Iglesia, que era tal el problema de su manera de pensar, que Jesús no estaba dentro de ella. Habían comenzado bien, con un amor apasionado por Cristo (el primer amor), lo que implican que habían sido salvos, pero no habían seguido en ese amor por cuanto no se habían renovado en el espíritu de su mente y seguían pensando mundanalmente (de nada tengo necesidad, soy rico, egocentrismo).



La vida centrada en Dios.
El cumplimiento del gran mandamiento de Dios (y por el que depende la plenitud del bienestar de nuestra vida, Mat 22:36-40, Jn 10:10, 3 Jn 2, Efe 1:3, Gal 3:13-14, Jos 1:8, Sal 1:1-3), y del que depende toda la ley (Mat 22:40. Gal 5:14), que es el mandamiento del amor, nunca va a ser pleno en tanto que no salgamos de nuestra antigua manera de vivir, del viejo espíritu egoísta, egocéntrico, de nuestra mente que controla la gran mayoría de nuestras acciones, del espíritu que lleva nuestras vidas a vivir centrados en nosotros mismos: nuestras necesidades, nuestros gustos, nuestras agendas, las oraciones por nosotros mismos y nuestras cosas, la iglesia como el lugar al cual vamos para ver que Dios va a hacer por nosotros, la relación con Dios para tener acceso a sus manos (sus bendiciones) sin llegar a tocar su corazón (Su Amor y Su cuidado) y Su mente (Sus propósito, Sus deseos, Su agenda, Su voluntad).
La vida centrada en Dios no consiste solo en seguir la agenda de Dios y hacer Su voluntad cuando estoy en la Iglesia o en las actividades religiosas, y después seguir las mías: agenda, voluntad, deseos, sueños, planes, propósitos, etc. Es vivir bajo la agenda de Dios y hacer Su voluntad las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año, todos los años que nos restan de vida en la tierra (Jn 4:23, Jn 12.25, Luc 14.26, Jn 3:30), creciendo en todo en El (Efe 4.11-16), buscando todo el tiempo que el Reino de Dios y su justicia (Mat 6:33) sean manifiestos en todo lo que hacemos (familia, trabajo, relaciones, actividades), buscar en todos los momentos las oportunidades de servirle a El (Mar 10:42-45), y testificar de El en lo que hacemos (sin necesidad de predicar, Col 3:22-24), vivir una vida de total consagración a El en nuestros corazones, pensamientos, sentimientos, decisiones, acciones.
Para comprender los cambios que vivir una vida centrada en Dios implican, necesitamos también desarrollar el otro punto, el de vivir a Cristo en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana.



“Cuando allá se pase lista”.

Generalmente, los cristianos vivimos nuestro cristianismo desde la perspectiva de:
• Privado.
• Estrictamente espiritual.
• Relacionado con la Iglesia y las cosas eclesiásticas.
• Relacionado más con la vida eterna (sagrada) que con la vida terrenal (mundana, carnal).

Derivado de esa forma de pensamiento:
Separamos la vida terrenal de la vida espiritual, y situamos la vida espiritual en el ámbito de lo privado, y por ende, nuestro cristianismo no tiene por que ser relevante ni influyente y menos determinante en los aspectos de la vida terrenal que no tienen que ver con nuestra familia (a veces) y la iglesia.
Aceptamos la imperfección y pecaminosidad de la vida terrenal como algo que así tiene que ser, que no puede cambiar, y esa aceptación pasiva nos lleva a adaptarnos sin hacer nada, o a vivir en un participar en lo estrictamente necesario y “escapar” a la iglesia y lo eclesiástico lo más que podamos (escuelas cristianas, periódicos cristianos, televisión cristiana, radio cristiana, cafés cristianos, librerías cristianas, etc.), esperando que todo cambie en la vida eterna o cuando Cristo venga.
Situamos el cumplimiento de las oraciones de Jesús por la venida del Reino de Dios a la tierra (Mat 6.10) y la unidad de la Iglesia (Jn 17:11. 17:21-22) en la vida eterna.
La asistencia y servicio en la Iglesia se convierte en una costumbre, un escape, un requisito para tener acceso a las bendiciones de Dios y a la vida eterna.

Y por supuesto que todo ello afecta e influye nuestra perspectiva de las cosas y actividades que tienen relación con la vida cristiana como:
La oración (pedir por nosotros y nuestras necesidades), la intercesión (pedir para que nuestros familiares y amigos se conviertan, y para que Dios supla sus necesidades) y la guerra espiritual (eso es solo para privilegiados, y para que el diablo no nos ataque).
La intimidad con Dios (pedir), la alabanza (dar gracias por lo que nos da hado) y la adoración (un poco de romanticismo con Dios).
Los diezmos y las ofrendas (dar para recibir y tener más para tener éxito como el éxito mundano).
La evangelización (vengan en lugar de vamos) y el discipulado (formar para el servicio y las necesidades organizacionales, no el carácter).
La actividad de la iglesia (club exclusivo: pago de membresía, alabanza, predicación, ministración para nuestras situaciones personales, ir a recibir de Dios).
Cambio de vida (ya está hecho, las cosas viejas pasaron): lo que no ha cambiado, que Dios se encargue (quítame mi pecado, cámbiame mi carácter, dame la santidad, enamórame, etc.).



Las características de la vida centrada en Dios en lo cotidiano.
Obviamente, si vemos el cristianismo desde una perspectiva auto-centrada en lugar de centrada en Dios y en el prójimo, así como desde la perspectiva de la vida eterna como única meta, en lugar de en las metas previas terrenales y adicionalmente la vida eterna, todas las cosas que pensamos y hacemos como parte de nuestra vida cristiana y cotidiana, van a experimentar, por lo menos, algunos cambios, si no es que cambios radicales (Mat 9.17, Mar 2:22, Luc 5:37-38) que van a implicar vivir en un nivel más profundo de la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta (Rom 12.2), lo que a su vez implica que vamos a experimentar nuevos y más profundos niveles de la vida en abundancia que Cristo nos trajo (Jn 10:10, Deut 28.1-14, Sal 1:1-3, 3 Jn 2) que equivalen al estado “Shalom” (paz, bienestar, progreso, felicidad, prosperidad, dichoso, pacífico, bueno, propicio, completo, victorioso) del Antiguo Testamento, y que nos implica no solo a nosotros, sino también a nuestras familias y progresivamente, a nuestras organizaciones, comunidades y naciones (Sal 33:12, Mat 28.18-20). Algunos de esos cambios los describimos a continuación.



De Miembros de la Iglesia a Ministros.
La Palabra de Dios, cuando se refiere a los miembros de la Iglesia lo hace, básicamente, en referencia a los miembros de un Cuerpo (Rom 7:5, 7:23, 12.4-5, 1 Cor 12, Efe 3:6, 4.25, 5.30) , no como membrecía de una organización. Y esta consideración bíblica tiene la connotación de una parte activa del Cuerpo, que sostiene, sirve, coordina y activa con todos los demás miembros del cuerpo en una función específica que es parte del propósito total, global, del Cuerpo.
La perspectiva usual de la Iglesia, que se origina en el espíritu del mundo, pero que se manifiesta en la práctica cotidiana de la vida de la iglesia, es la de una iglesia de muchos miembros y pocos ministros. Esta consideración de miembros de la iglesia tiene una connotación pasiva: de demandantes y receptores, pero no de ofertantes y dadores de los dones, capacidades y habilidades que Dios les ha dado. Ello es así porque en el fondo de esta consideración, está que el cristianismo solo se vive dentro de la iglesia, y por lo tanto, solo se necesita predicar, servir, ministrar, orar, alabar, etc., dentro de la iglesia, y obviamente, para ello se requiere de pocos atendiendo a muchos.
Sin embargo, la Biblia habla no solo de ser parte asistente del Cuerpo, sino de ser ministros de Dios para el cumplimiento de sus planes y propósitos en el mundo (2 Cor 5.18): la reconciliación de todas las personas, relaciones, actividades, y cosas con el propósito original de Dios en Su Creación y el establecimiento del Reino de Dios sobre ellas (Rom 8:19-21, Col 1:15-20, Efe 1:9-10, Mat 28.18-20).
La connotación de la palabra “ministro” es servidor, y el mandato de Dios para nosotros es servirle a El y al prójimo (Mar 10:42-45). Entonces, el significado del ser un ministro de la reconciliación, es el de servir a Dios a través de todo lo que hacemos: relaciones y actividades, en todos los ámbitos de la vida, para dar testimonio de Sus virtudes (1 Ped 2:9-10), de tal manera que todas las personas, todas las relaciones y todas las actividades en las que estemos involucradas, se establezcan bajo los principios de Dios y de esa manera se reconcilien con El y Su Reino y su justicia se extiendan a ellos. De esa manera servimos a nuestro prójimo y se realiza el cumplimiento de nuestra calidad de ministros de Dios.
Por ello es que la Iglesia recibió en la Gran Comisión el mandato de “ir” y Jesús se los reiteró a los discípulos en Hch 1:8: porque el ministerio (servicio) de la Iglesia y de los cristianos se realiza principal y mayoritariamente, no en las reuniones de la iglesia, sino en nuestros lugares cotidianos: familia, trabajo, comunidad. El ministerio está allí básicamente.
En consecuencia, necesitamos cambiar nuestra perspectiva de la calidad en la que estamos en la Iglesia.
Los que solo se ven como miembros, necesitan recibir, entender, comprender y vivir en la calidad de ministros de Dios, enviados como misioneros a su familia, sus trabajos, sus comunidades, sus relaciones y sus actividades, para dar en ellas y a través de ellas, un testimonio de las maravillas de Dios (1 Ped 2:9, Mat 5:13-16, Mat 13.33).
Los que ya ejercen activamente el ministerio, necesitan recibir, entender, comprender y vivir en la calidad de entrenadores de otros ministros de Dios (Efe 4.11-16), cambiando su rol de solo predicadores de miembros a entrenadores, mentores, discipuladores, de todos aquellos a los que Dios ha puesto bajo su cuidado, con la misión de convertirlos en mejores ministros que ellos mismos (Jn 14:12, Isa 59:21).




La Iglesia: de lugar de reunión a lugar de formación y entrenamiento.
Derivado de lo anterior, Efe 4.11-16, nos habla de la Iglesia, no como un lugar de reunión, sino como un lugar de entrenamiento, para el desarrollo de nuestra función de ministros de Dios en los ámbitos cotidianos de la vida: familia, trabajo, comunidad. Dios le dio los dones y/u oficios ministeriales a ciertos santos (apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros) para perfeccionar (enseñar, instruir, madurar, ejercitar, entrenar, hacer aptos) a todos los demás santos para la obra del ministerio (la reconciliación de todas las cosas con Dios), que se manifiesta en el cumplimiento de los siguientes objetivos:
UNO. La edificación del Cuerpo de Cristo (el crecimiento numérico y cualitativo, el fortalecimiento y el desarrollo, del Cuerpo de Cristo en la tierra, lo que implica el evangelismo y el discipulado bíblicos; Mar 16:15-18, Mat 28.18-20, 2 Tim 2.2)
DOS. La unidad de la fe (creer en lo fundamental, la misma cosa; unidad doctrinal básica; estar unánimes, tener el mismo sentir que hubo también en Cristo; en un mismo propósito: que el Reino de Dios venga a la tierra y se haga en ella Su voluntad como en el cielo; Mat 6:10, Rom 12.16, Rom 15:5-7, 2 Cor 13:11, Fil 2.1-8).
TRES. La unidad del conocimiento del Hijo de Dios (conocer a Cristo, Su carácter, Su obra, Su servicio, tener intimidad con El, y a través de El, como la puerta, a Dios el Padre, y al Espíritu Santo a quién El ha enviado; Jn 14:6-11, Efe 1:17-19).
CUATRO. Llegar a un varón perfecto (que el carácter de Cristo sea formado en nosotros; Jn 3.30, Rom 8:28-29)
CINCO. Llegar a la medida de la plenitud de Cristo (que la calidad del ministerio de Cristo esté presente en el nuestro; Jn 14:12)
SEIS. Estar firmes en Cristo (afirmados, fortalecidos, establecidos y perfeccionados, inamovibles; 1 Ped 5:8-10, Luc 22:32, 1 Cor 15:58, 1 Cor 16:13, Gal 5:1, Efe 6:11).
SIETE. Seguir la verdad en amor (dar nuestra vida por Dios y por nuestro prójimo; 1 Cor 13:1-8, 1 Jn 4:8, Jn 13:35, Jn 15.13).
OCHO. Crecer en todo en Cristo (fruto del Espíritu, relaciones, trabajo, actividades; Gal 5:22-23, Mat 7:12, Col 3:22-24).
NUEVE. La unidad del Cuerpo (un solo Cuerpo, con diferentes miembros, un solo propósito: que Su Reino sea establecido en la vida de las personas y en toda la tierra, Jn 17.11, Jn 17:20-23).
DIEZ. El trabajo en equipo con todo el resto del Cuerpo (1 Cor 12, Ecle 4:9-12).
ONCE. El ejercicio de los dones (los instrumentos sobrenaturales de que Dios nos ha dotado para la obra del ministerio; 1 Cor 12:1-12).
En consecuencia, todos los creyentes en Cristo necesitamos entender, comprender y vivir la Iglesia, no como un lugar de solo recibir y cumplir con un requisito del cristianismo los domingos y algunos otros días, sino como un lugar de formación, entrenamiento y desarrollo, y aplicarnos a ello, no solo en la iglesia sino en todo tiempo y momento.
Nuestra escogencia de Iglesia no debería ser dirigida por nuestros gustos sino por la dirección de Dios al lugar de entrenamiento en todas las cosas y áreas que mencionamos y que requerimos para desarrollar el ministerio en el lugar y las condiciones específicas en las cuales El nos ha establecido para reconciliarlas con El.



La vida y el trabajo como lugar de ministerio.
Desde la perspectiva de Dios (cosmovisión) y siendo ministros de la reconciliación de El para reconciliar todas las cosas con Dios (2 Cor 5.18), la consideración del lugar de ministerio sufre un cambio conceptual importante: de la Iglesia se traslada a la vida y al trabajo (Col 3:22-24). Con ello, nuestra vida entera se convierte en el lugar de ministerio, de la cual el trabajo es una parte importante. La vida entera y el trabajo se convierten en una oportunidad de servicio a Dios y al prójimo, de poner en práctica los dones que hemos recibido de Dios para ese servicio, de aplicar los principios de la Palabra de Dios en todas las situaciones y circunstancias de la vida, de dedicar nuestra vida entera, el tiempo completo, al servicio de Dios.
Esta consideración pone fin a conceptos erróneos que hemos manejado dentro del Cuerpo de Cristo, entre ellos, el de ministro a tiempo parcial y ministro a tiempo completo, por cuanto todos nos convertimos en ministros de tiempo completo.
También sufre un cambio importante el concepto de ministerios: ya no son solo el de apóstol, profeta, evangelista, pastor y maestro (que son oficios eclesiásticos de entrenamiento para ministros), sino se amplia no solo a otros ministerios eclesiásticos como el de la alabanza, la oración, la intercesión, la guerra espiritual, el diaconado, etc., sino la lista se amplia con los ministerios de negocios, educativo, artístico, cultural, deportivo, político y de gobierno, legal, profesional, etc.
De hecho, con esta cosmovisión, el trabajo “secular” que realizamos, pasa de ser algo natural, terrenal, mundano y hasta satanizado, a un ministerio espiritual del mismo nivel y la misma calidad (aunque diferente en cuanto al sitio y a las especificidades) que el ministerio eclesiástico, por cuanto, de hecho y por derecho, el trabajo junto con la familia es el primer y único ministerio que Dios le dio al ser humano en el jardín del Edén (Gen 2.15, Gen 2.23-25, Gen 1.26-28), y el cual, a pesar de la caída, nunca fue abrogado (eliminado). De hecho, Jesús situó Su ministerio y el del Padre en el cielo (Jn 5:17), al calificarlos de trabajo, en el mismo nivel que el ministerio del trabajo humano.



Nuestra manera de relacionarnos con el prójimo.
Generalmente, los cristianos tenemos una forma de relacionarnos con las personas en la iglesia y otra en el trabajo y la vida cotidiana. En la Iglesia y en nuestra relación con los hermanos y las personas asistentes, generalmente hacemos uso del amor, la misericordia, el servicio, la gracia, la mansedumbre, etc., en tanto que en nuestras relaciones en el trabajo y la vida, con las personas que no son cristianas (y aún con los hermanos de otras congregaciones), no somos tan amorosos, misericordiosos, pacientes, etc.
Sin embargo, bajo el entendimiento de que las personas en el trabajo y en la vida cotidiana son el objetivo de nuestro servicio y ministerio, y que nuestro lugar de ministerio es precisamente la vida y el trabajo, nuestra consideración hacia todas las personas, sean creyentes o no creyentes, debe ser la misma y equivalente a la consideración y a la actitud que les tenemos en la iglesia: amor, misericordia, servicio, mansedumbre, etc.



Nuestra forma de relacionarnos con Dios.
Tradicionalmente, en el Cuerpo de Cristo, y por las limitaciones de un enfoque no acorde con la cosmovisión bíblica, se espera de los pastores de las iglesias, y de los cabezas de ministerios eclesiásticos, que tengan una comunión con Dios más amplia que el de las demás personas de la congregación. Que tengan un mayor conocimiento de Dios, y por ende, que oren más, que busquen más la dirección y los planes de Dios, que busquen una visión de Dios para la congregación, que busquen Su dirección para cada circunstancia que enfrenta el ministerio, que lean, conozcan y estudien más la Palabra de Dios, etc.
Bajo el enfoque de la cosmovisión bíblica, esos requerimientos se amplían, ya no solo a los que realizan actividades eclesiásticas, sino a todas y todos los creyentes, implicando que también nuestra forma de relacionarnos con Dios cambia radicalmente. Generalmente, la mayoría de creyentes establecemos una relación con Dios de alcance limitado para los aspectos privados y familiares de la vida y para las actividades de la Iglesia, pero generalmente no lo hacemos para con el trabajo y la vida en comunidad. Sin embargo, por cuanto ahora ya no somos solo hijos de Dios, sino ministros de tiempo completo, con la responsabilidad de testificar, ganar, cuidar y nutrir a todas las personas que están a nuestro alrededor en la vida cotidiana, y reconciliar todas las cosas con Dios (hacerlas de la forma que El las haría y las diseñó, bajos Sus principios) requerimos también una mayor intimidad con Dios y de Su dirección para con todos los aspectos de la vida y el trabajo cotidiano, buscar Su dirección y Sus planes para todos los aspectos de la vida, buscar y desarrollar una visión de Dios para nuestra familia, nuestro trabajo y nuestra comunidad, leer, conocer y estudiar más la Palabra de Dios para ser más efectivos y eficientes en el ministerio que El nos ha dado, etc. Como consecuencia, nuestra relación con El amplia en horizontes, dimensiones, perspectivas y alcances, y con ello también las oportunidades para ver la manifestación de Su gloria.



Una nueva actitud.
Generalmente, los creyentes, en tanto no estemos involucrados en el servicio a Dios y al prójimo (la mayoría) tenemos para con Dios una actitud de demandantes (pedir para nosotros y estar concentrados en nosotros, y cuando mucho, en nuestras familias y amigos cercanos). Cuando nos involucramos en el servicio al Señor y al prójimo, por las responsabilidades involucradas, necesitamos dejar la dimensión de demandantes para entrar en la dimensión de ofertantes (pedir para otros y por otros, pedir dirección para ministrarles de parte de Dios; nos concentramos en Dios y en los otros), y comienza a producirse un cambio en nuestra actitud, en todos los aspectos de la vida. De receptores nos convertimos en receptores y dadores, hasta llegar a estar más concentrados en el dar que en el recibir (Hch 20:35), y ello implica entrar en otro nivel de madurez de vida delante de Dios.



La oración y la intercesión.
El cambio de actitud, entonces, implica un cambio también en los contenidos de la oración: de pedir por nosotros y nuestras necesidades, nuestros planes, nuestros deseos, nuestras agendas, pasamos a pedir por las necesidades de los otros y los planes de Dios para ellos, por el cumplimiento de la agenda de Dios para nuestras vidas y trabajos y para los de ellos. De pedirle a Dios que haga nuestra voluntad, pasamos a rendir nuestra voluntad a El para que El haga Su voluntad en, con y a través de nosotros (Luc 22:42), con respecto a Sus planes y el prójimo. Pasamos mucho más tiempo en la intercesión por otros, que en la oración por nosotros. Y ello nos lleva a entrar en nuevos niveles y dimensiones de la obra de Dios a nuestro alrededor, recibiendo revelación de Dios de nuevas tareas, acciones y servicios que El quiere que hagamos en nuestro entorno.



La guerra espiritual.
De la intercesión pasamos a la guerra espiritual, a romper, destruir, arrancar y arruina la influencia y la obra del maligno y de sus principados, potestades, gobernadores y huestes espirituales de maldad, ya no solo sobre nuestras vidas y las de nuestros familiares y amigos cercanos, sino sobre la vida de las personas, las organizaciones y la nación enteras. A la intercesión por la ampliación y el desarrollo del Reino de Dios sobre la nación, por la Iglesia, por todos los y las ministras de la reconciliación de Dios, por el cumplimiento de la agenda de Dios en el mundo. Y ello nos lleva a entrar en nuevos niveles y dimensiones de la obra de Dios, ensanchando nuestro territorio, nuestras responsabilidades y nuestro campo de acción más allá de nuestro entorno inmediato, hacia la nación y otras naciones.



El conocimiento de Dios.
A medida que pasamos de la actitud de demandantes a ofertantes, y experimentamos la ampliación de los campos de la oración, la intercesión y la guerra espiritual, se amplía también la dimensión de nuestro conocimiento de Dios, de Su obra, de Sus planes, de Su amor, etc., y con ello, experimentamos una necesidad aún mayor de la acción de gracias, la alabanza y la adoración a El, ampliándose no solo el tiempo que invertimos en ellas, sino también su calidad, llegando a convertirnos, poco a poco, en los adoradores en espíritu y en verdad que El está buscando (Jn 4.23).



La acción de gracias, la alabanza y la adoración.
De ser una actividad casi exclusivamente a desarrollar en las actividades eclesiásticas, pasa a ser una actividad cotidiana, constante, por la magnificencia de la bondad de Dios que observamos en todos los aspectos de la vida. Si vemos a Dios solo en la Iglesia, pues solo le vamos a dar gracias, a alabar y a adorar, por Su manifestación en ella, pero si lo vemos en acción en nuestras vidas privadas y familia, pues le vamos a dar gracias, alabar y adorar por Su manifestación en la Iglesia y en ellas, pero si lo vemos en acción en todo lo cotidiano, todo el tiempo, le vamos a dar gracias, alabanza y adoración por todo y en todo (Efe 5:20, Col 3:17). Y todo ello nos lleva a la verdadera adoración: ya no solo un tiempo dedicado, mediante cantos y/o frases al reconocimiento de Dios, sino al reconocimiento de que nuestra vida entera, personal, familiar, laboral y social, le pertenece a El y solo a El, y que nosotros vivimos solo para estar consagrados a El y para El (Hch 17.28, Gal 2.20, Fil 1:21, Col 3:4, Col 1:27).



Los diezmos y las ofrendas.
Generalmente los cristianos, cuando comenzamos a diezmar (cuando lo hacemos) y ofrendar, es porque nos atrae el hecho de que dando vamos a recibir, y queremos tener más para mejorar nuestro estatus y tener éxito al estilo del mundo. Un poco más adelante, nuestra actitud hacia los diezmos y las ofrendas se convierte en un acto de obediencia a Dios. Todavía un poco más adelante, diezmamos y ofrendamos porque entendemos que ello implica una mejora en la calidad de nuestras vidas y las de nuestra familia. Pero cuando vivimos bajo la cosmovisión bíblica, diezmamos y ofrendamos por todo ello, pero por sobre todo, para ser tenidos por dignos de ser los canales que reciban la bendición de Dios para Su obra en el mundo de bendecir a otros (Gen 12:2.3). Ya no es tan importante lo que Dios va a hacer y tener para nosotros (Fil 4:11-12), sino que vengan los recursos de Dios para realizar Su obra, Sus planes, Su visión, para ser de bendición para otros (Fil 4:17-19, 2 Cor 8:13-15, 2 Cor 9:6-12). Nuestros diezmos y ofrendas, entonces, se convierten en un instrumento de adoración (Prov 3:9-10), reconociendo que son un acto de reconocimiento a Aquel que es nuestro suplidor de todo lo que necesitamos conforme a sus riquezas en gloria (Fil 4.19, Sal 23:1), y en arma de guerra espiritual para traer los recursos al Reino que se requieren para establecerlo, ensancharlo, ampliarlo, desarrollarlo, y derrotar las obras de las tinieblas en el mundo.



La evangelización y el discipulado.
Por lo general, la Gran Comisión (Mat 28.18-20) la hemos reducido a la gran evangelización (Mar 16:15-18), y a una confesión hablada de reconocimiento a Jesús como el Salvador, sin el debido entendimiento de sus implicaciones como Señor (Rom 10:8-10), y a actividades de tipo masivo eclesiástico, que son buenas, pero que su efectividad no es tan alta como la del modelo diseñado por Dios y que aplicó la Iglesia Primitiva. Bajo el entendimiento de la Cosmovisión Bíblica, y de nuestro rol como ministros de la reconciliación (2 Cor 5:18), la Gran Comisión, que implica el evangelismo y el discipulado, cobran una nueva dimensión y una nueva forma de trabajarlos. Se retoma el evangelismo de uno a uno, en los lugares de trabajo que es por lo general donde se encuentran los inconversos, mediante nuestro testimonio de vida y servicio a los demás, acompañando del compartir de la Palabra con la guianza del Espíritu Santo (1 Cor 12:3, Jn 16:8), que produce en ellos el convencimiento de la necesidad de recibir a Cristo como Señor (Rom 10:8-10), y permite el seguimiento y consolidación de la conversión y el discipulado del nuevo convertido (Hch 2:41-47), por cuanto que con ellos no hay que provocar reuniones especiales, sino que las relaciones que por lo general mantenemos con ellos son cotidianas: relaciones familiares, de amistad, de trabajo, de negocios y/o de vecindad, a las que solo se necesita (y a partir del compartir la fe, ello es más que posible) agregarles el componente del discipulado para que permitan el crecimiento y desarrollo del nuevo creyente. Este cambio de perspectiva demanda de nosotros el entendimiento de que somos misioneros (Hch 1:8) de Dios en medio de los lugares en donde desarrollamos nuestras actividades cotidianas, donde además de realizar lo cotidiano, también vivimos y servimos manifestando el evangelio a través de nuestros cambio de vida, de nuestro servicio y de la diligencia en nuestras actividades (Mat 5:13-16, Mat 13.33), provocando un cambio en el clima espiritual, lo que nos abre la puerta para compartir las maravillas de lo que Dios ha hecho con nosotros (1 Ped 2:9) y el evangelio con todas las personas que nos rodean y compartiendo con otros todo lo que el Señor nos ha enseñado y mandado (2 Tim 2:2).



La unidad de la Iglesia.
Bajo la perspectiva actual de hacer iglesia, la unidad parece algo imposible de lograr, por cuanto que cada ministerio está interesado en su crecimiento y fortalecimiento organizacional, y las personas no son más que los medios para alcanzar esos objetivos. Entonces, lo que hay entre las diversas iglesias locales no es un trabajo de colaboración, en equipo, como partes de un solo Cuerpo, para establecer el Reino de Dios y su justicia, sino una competencia que genera celos, contiendas, disensiones, etc., dificultando la unidad y haciéndole el juego al enemigo que divide la Casa (la Iglesia) para seguir prevaleciendo él (Mar 3:25, Luc 11.17).



La unción, los dones y el ministerio.
En la perspectiva actual, la unción (Luc 4:18-19). los dones y el ministerio solo se manifiestan, desarrollan y llevan a cabo, dentro de las actividades puramente eclesiásticas, dentro de las cuatro paredes del edificio, o en las actividades que se puedan realizar eventualmente fuera del edificio pero eclesiásticamente organizadas y coordinadas, como eventos especiales, visitas a hospitales, cárceles, etc. Y como en la Iglesia solo se requieren de pocos para ministrar a muchos, entonces la mayoría de los creyentes se sienten frustrados o se acomodan a la pasividad, por cuanto no tienen suficientes oportunidades ni espacios de poner en acción sus dones ni de encontrar un lugar para ejercer el ministerio. El entendimiento de la Cosmovisión Bíblica y de nuestro rol como ministros de Dios en medio de lo cotidiano, abre posibilidades enormes para la visibilización, utilización y desarrollo de los dones y el ministerio específico de cada creyente (que los tiene, 1 Cor 12.1-31), evitando la frustración y la pasividad, y levantando y movilizando al ejército más poderoso (Mat 16:18-19, Mar 16:15-18) que existe sobre la faz de la tierra para el cambio de nuestras naciones (2 Cro 7.14) y el establecimiento del Reino de Dios y su justicia (Mat 6:10, Mat 6:33) en ellas. Si hacemos un estudio cuidadoso de los dones y de su utilidad, nos vamos a dar cuenta de que la posibilidad y necesidad del mayor uso de la mayoría de ellos no es en la Iglesia sino en los lugares donde llevamos a cabo nuestra vida cotidiana, por cuanto los dones constituyen, en su mayoría, una forma de intervención sobrenatural y milagrosa de Dios para corregir situaciones de la vida natural, y para testimonio a los incrédulos del poder de Dios (los creyentes no deberíamos requerir milagros, toda nuestra vida debería ser una vida sobrenatural). La mayoría de los milagros que Jesús hizo, no los hizo para los discípulos y otros creyentes, sino para los incrédulos, y no los hizo tampoco en el templo ni en reuniones eclesiásticas, sino en los lugares donde la gente estaba realizando sus actividades cotidianas, a los que Jesús iba para encontrarse con ellos y bendecir sus vidas. Igualmente, los milagros que se registran en el Libro de Hechos, que fueron realizados por los apóstoles y demás creyentes, en su mayoría, fueron realizados también para incrédulos y en los lugares de las actividades cotidianas de las personas (la sombra de Pedro sanando a los enfermos –Hch 5:15-16--, y los paños de Pablo con el mismo fin --Hch 19:11-12--, por ejemplo). Ello implica que nosotros, los creyentes, necesitamos perder el temor y vencer “el que dirán”, y dejar de estar llevando a las personas a la Iglesia para que otros oren por ellas, y poner en práctica nuestra unción (Luc 4.18-19), nuestros dones, operaciones y ministerios (1 Cor 12:4-7) en los lugares en donde llevamos a cabo nuestra vida cotidiana y detectamos necesidades de y en los demás, que necesitan una intervención milagrosa de Dios para ser resueltos (enfermedades, problemas, situaciones difíciles, etc.), para que los que aún no han creído, crean en el poder de Dios, y anhelen Su intervención en sus vidas.



Conclusión.
Bajo la perspectiva de la Cosmovisión Biblica, necesitamos, no solo renovarnos en el espíritu de nuestra mente (Efe 4:23), renovar nuestro entendimiento (Rom 12.2), sino también vestirnos del hombre nuevo (Efe 4.24) que implica no solo una nueva forma de ver a Dios, el Universo, la vida, la Iglesia y el Cristianismo, sino una nueva práctica, acorde a la práctica bíblica.
Sabernos, entendernos y vivir como Ministros de Dios (2 Cor 5.18), para servirle a El y a nuestro prójimo, en los lugares de vida cotidiana y con las personas con las que nos relacionamos continuamente (Col 3:22-24). Vernos y vivir como misioneros (2 Cor 5:20) en nuestra vida cotidiana, descubriendo la unción, los dones y el ministerio que Dios nos ha dado en medio de las circunstancias diarias de la vida, poniéndolos en práctica, ejercitándolos y desarrollándolos para la gloria de Dios (1 Cor 12:4-7) en medio de esas circunstancias. Descubrir, y poner en práctica la vida y el trabajo como los lugares de ministerio.
Ello implica ver el cristianismo no como algo que practicamos en la iglesia y en lo privado, sino como un estilo de vida que abarca todos nuestros días, semanas y años y que implica todos los lugares, aspectos, relaciones y actividades, privados y públicos (Sal 90:12) y que implica nuestro testimonio de vida, el servicio, la evangelización y el discipulado en medio de las actividades cotidianas.
Ello determinará en nosotros la necesidad de tener más intimidad y comunión con Dios para recibir su dirección y sabiduría para dar un testimonio de vida coherente con nuestra fe (Jn 3:30, Hch 17.28) en todo tiempo y bajo toda circunstancia, lo que nos llevara a experimentar más de Su presencia y más de Su gloria y de Su acción en medio de nuestras circunstancias diarias.
Ello producirá en nosotros cambios en muchos aspectos: nuestra actitud hacia Dios y el prójimo, hacia la oración, la intercesión y la guerra espiritual, la acción de gracias, la alabanza y la adoración auténticas como un estilo de vida en todos los aspectos (Jn 4.23), el entendimiento de los diezmos y las ofrendas como instrumentos de adoración a Dios y armas de guerra espiritual contra el diablo y todo espíritu inmundo, etc.
Algo que sufrirá un cambio drástico también es la consideración de la Iglesia, no como un lugar de reunión periódico y de satisfacción de nuestros gustos personales, sino como un lugar de entrenamiento para la obra del ministerio de lunes a sábado; no como organizaciones en competencia, sino como miembros de un solo Cuerpo que necesitan trabajar juntas no para consolidarse institucionalmente, sino para establecer el Reino de Dios y su justicia en el ámbito local (Mat 6:9, Mat 6:33).









27 Jun 2009
Referencia: Tema No. 20.