La necesidad de la revelación del Padre.
LA NECESIDAD DE LA REVELACIÓN DEL PADRE
Gen 1.26-28.
Cuando Dios creó a Adán y Eva, además del regalo de la vida y de la provisión para sus necesidades materiales básicas representada por el Jardín del Edén, les impartió tres cosas esenciales para la vida en plenitud:
Una identidad: hijos, hechos a imagen y semejanza de Dios (lo que eran).
Una activación o habilitación para que les fuera bien en todo lo que hicieran en la vida: los bendijo (lo que podían).
Un destino y un propósito (una visión): fructificar, multiplicar, llenar, sojuzgar y señorear (para lo que nacieron).
La caída.
El diablo, en la caída, vino a robarles las tres cosas para neutralizarlos, hacerlos ineficaces, distraerlos del propósito de Dios para sus vidas, y por lo tanto, evitar que alcanzaran la plenitud de la vida que Dios había diseñado para ellos. Les robó:
La identidad: ustedes no son hijos de Dios, no son como Dios, hasta que no coman del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, entonces serán como Dios (Gen 3:4-5).
La activación para que les fuera bien en la vida (la bendición): como resultado de la desobediencia, sabía que ellos “ciertamente morirían” si comían del árbol (Gen 2:16-17).
El destino, el propósito y la visión: “maldita será la tierra por tu causa, con dolor comerás de ella todos los días de tu vida (Gen 3.17); espinas y cardos te producirá (Gen 3:18); con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra (Gen 3.19)”.
Nosotros.
A partir de Adán y Eva, con nosotros, todos los seres humanos, el diablo hace lo mismo.
A pesar de la caída de Adán y Eva, Dios nos creó, al igual que sucedió con Adán y Eva, con una identidad, una activación y un propósito (Sal 139.13-16, Hch 17:26-28).
Pero a través de muchas cosas (el sistema de pensamiento del mundo, las personas de influencia en nuestra vida que no conocen a Cristo, la “educación”, la carne, etc.), el diablo nos roba la identidad, la activación para que nos vaya bien en la vida, y el destino que Dios determinó para nosotros en el día de nuestra concepción para alejarnos de la vida en plenitud que El quiere que nosotros vivamos, y sumirnos en una vida de maldición, frustración, fracaso, limitación, etc., y trata de mantenernos allí, distrayéndonos con muchas otras cosas (Exo 1:8-11, Exo 1:13-14, Efe 2:12).
Pero Jesús.
Vino a rescatar, redimir, restaurar, todo lo que se había perdido (Luc 19:10).
Nos trasladó del dominio de satanás al dominio de Cristo (Col 1:13), para que los planes originales de Dios, nuestro Padre, se puedan cumplir en nuestra vida:
Que vivamos una vida constantemente en aumento (Prov 4.18, Fil 1:6).
Que Sus planes de bien y no de mal, para darnos un futuro y una esperanza se cumplan (Jer 29:11).
Que nos vaya bien en todo lo que hagamos (3 Jn 2).
Que vivamos en plenitud bajo la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta (Rom 12.2).
El primer paso.
Todo lo que Cristo hizo por nosotros para que nosotros vivamos en la plenitud de la vida de Dios para nosotros, ya fue hecho en la Cruz del Calvario.
Cristo nos compró al precio de Su Sangre en el mercado de esclavos donde el diablo nos tenía aprisionados (1 Cor 6:20, 1 Ped 1.17-19) despojando al diablo y a sus principados y potestades de cualquier derecho que tuvieran contra nosotros (Col 2.13-15).
Para hacer plenamente vigente esa compra, necesitamos, en primer lugar, aceptar la compra, porque Dios no nos lleva consigo a la fuerza (como el diablo) sino voluntariamente, por decisión propia (Jn 3:16-21), recibiendo a Cristo como nuestro Señor y Salvador (Rom 10:8-10).
A todos los que lo reciben, Dios les da la potestad (capacidad, privilegio, libertad, derecho, poder) de ser hechos hijos de Dios (Jn 1:12). En consecuencia, es un derecho (no un título o una posición simplemente), sino algo que tiene que ser ejercido totalmente para concretarse. Recibimos el título inmediatamente, pero necesitamos aprender a vivir como tales. Tener un título no implica vivir como tales automáticamente.
El segundo paso.
Necesitamos aprender lo que significa que El es nuestro Padre (tampoco es un título solamente, sino una esencia, una naturaleza, una forma de ser y de relacionarse con nosotros) y lo que implica que nosotros seamos sus hijos (implica lo mismo: no es un título solamente, sino una esencia, una naturaleza, una forma de ser y de relacionarnos con El).
Por ello Pablo, a los de Efeso, que ya eran salvos, les escribe en Efe 1:15-23: que a pesar de que ya conocían la salvación en Cristo (Efe 1.15-16), ahora necesitaban ir más allá, recibiendo espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento del Padre (conocer lo que implica que Dios es nuestro Padre, pero no un conocimiento natural –logos-, sino un conocimiento revelado, vivencial, práctico,
–rhema- El), para que nuestra identidad como hijos este afirmada y sea real, de tal modo que podamos saber con plenitud cual es nuestro propósito, herencia y poder (Efe 1:17-19), para que nos convirtamos de hecho y en verdad en la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo (Efe 1:21-23), y vivamos en esa misma plenitud.
Como podemos observar atentamente en este versículo, el conocimiento del Padre y de nuestra identidad de hijos, no es un conocimiento intelectual, sino un conocimiento revelado, profundo, íntimo, que no viene así por así, sino que hay que buscarlo, anhelarlo, desearlo (la palabra “conocimiento” que se emplea en el pasaje de Efe 1:15-23 es la palabra griega “epignosis”, que significa “reconocimiento, pleno discernimiento, ciencia).
Jesús, en Mat 11:27 nos enseña que El es quién revela, a quién Él quiere, el conocimiento del Padre. Es una revelación que está disponible para todos, pero que no todos alcanzamos, o por ignorancia de que hay que buscarla (Ose 4:6), o por falta de esfuerzo, dedicación, valoración, aprecio, hacia buscar, alcanzar y poseer esa revelación (2 Tim 2.1).
La necesidad de buscar esa revelación (Luc 15:11-32).
El hecho de tener el título de hijos, no implica necesariamente que vivamos como tales. Eso es lo que nos enseña Jesús en la parábola del hijo pródigo.
El hijo menor recibió su herencia material (Dios, como Padre, suple todas nuestras necesidades conforme a sus riquezas en gloria en Cristo, Fil 4.19). Pero el hijo, por cuanto no tenía una verdadera mentalidad de hijo, se fue de la casa, y desperdició su herencia. Cuando la hubo perdido regresó a la casa de su padre, pero en ese regreso se evidencia la mentalidad que tenía: de jornalero no de hijo (le pide a su padre que lo haga como a uno de sus jornaleros). Era hijo pero no vivía como tal.
Igual cosa sucedió con el hermano mayor. Igual que el menor había recibido su herencia material, pero no la estaba viviendo en plenitud, por cuanto a pesar de haberla recibido, le reclama a su padre que no le había dado nunca nada para compartir con sus amigos a pesar de servirle siempre (otro que tenía mentalidad de salario, no de herencia).
Cuando no tenemos la mentalidad de hijos, ni vivimos como tales, detrás de lo que vamos es de salario (empleados, siervos, obreros) en lugar de herencia (hijos).
Sin menospreciar el salario, el salario es para los empleados, la herencia para los hijos.
Nunca el salario va a ser igual que la herencia, la herencia es mayor.
Lo que los hijos de Dios necesitamos es la herencia, no el salario.
Pero como vemos con los hijos del padre en esta parábola, no basta tener la posición de hijos para disfrutar de la plenitud de la herencia (los dos tenían la posición de hijos, pero no la mentalidad de hijos, y como consecuencia, no podían disfrutar de la plenitud de su herencia).
Necesitamos la revelación de hijos para disfrutar de la plenitud de la herencia, que es más que solamente ver nuestras necesidades suplidas. La plenitud de la herencia también implica:
Un vestido nuevo: la habilidad para vivir en santidad, sin la cual nadie verá al Señor, y el pleno ejercicio de la unción para servir y operar en la plenitud del propósito de Dios para ejercer nuestro llamado en El (1 Sam 2.18, 2 Sam 6:14, Luc 4.18-19) y bendecir a otros en Su Nombre (Efe 2.10).
Un anillo: la plenitud del poder y la autoridad de Él (Mat 28:18, Mat 16:18-19, Efe 1.23).
Calzado para los pies: la plenitud de la revelación de la Palabra en nuestras vidas y abundancia de paz (Efe 6:15, Nah 1.15, Fil 4:7) una paz que implica ausencia de temor, seguridad, protección, poder (Jn 14:27, 2 Tim 1:7, Sal 91).
Becerro gordo: abundancia y prosperidad en todo, carencia de límites (3 Jn 2, Prov 4.18, Fil 1:6, 2 Cor 6:12, Isa 54.1-3).
Fiesta: regocijo, realización, gozo, refrigerio (Hch 3:19, Sal 16:11).
Conclusión.
Vivir en la plenitud del hecho de que Dios sea nuestro PADRE y nosotros seamos sus HIJOS, no es solamente resultado de la salvación en Cristo. Necesitamos anhelar, buscar, perseguir con ahínco, la REVELACIÓN de Su Paternidad en nosotros para vivir como verdaderos hijos de El.
(Continua en “El amor total del Padre”).
Gen 1.26-28.
Cuando Dios creó a Adán y Eva, además del regalo de la vida y de la provisión para sus necesidades materiales básicas representada por el Jardín del Edén, les impartió tres cosas esenciales para la vida en plenitud:
Una identidad: hijos, hechos a imagen y semejanza de Dios (lo que eran).
Una activación o habilitación para que les fuera bien en todo lo que hicieran en la vida: los bendijo (lo que podían).
Un destino y un propósito (una visión): fructificar, multiplicar, llenar, sojuzgar y señorear (para lo que nacieron).
La caída.
El diablo, en la caída, vino a robarles las tres cosas para neutralizarlos, hacerlos ineficaces, distraerlos del propósito de Dios para sus vidas, y por lo tanto, evitar que alcanzaran la plenitud de la vida que Dios había diseñado para ellos. Les robó:
La identidad: ustedes no son hijos de Dios, no son como Dios, hasta que no coman del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, entonces serán como Dios (Gen 3:4-5).
La activación para que les fuera bien en la vida (la bendición): como resultado de la desobediencia, sabía que ellos “ciertamente morirían” si comían del árbol (Gen 2:16-17).
El destino, el propósito y la visión: “maldita será la tierra por tu causa, con dolor comerás de ella todos los días de tu vida (Gen 3.17); espinas y cardos te producirá (Gen 3:18); con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra (Gen 3.19)”.
Nosotros.
A partir de Adán y Eva, con nosotros, todos los seres humanos, el diablo hace lo mismo.
A pesar de la caída de Adán y Eva, Dios nos creó, al igual que sucedió con Adán y Eva, con una identidad, una activación y un propósito (Sal 139.13-16, Hch 17:26-28).
Pero a través de muchas cosas (el sistema de pensamiento del mundo, las personas de influencia en nuestra vida que no conocen a Cristo, la “educación”, la carne, etc.), el diablo nos roba la identidad, la activación para que nos vaya bien en la vida, y el destino que Dios determinó para nosotros en el día de nuestra concepción para alejarnos de la vida en plenitud que El quiere que nosotros vivamos, y sumirnos en una vida de maldición, frustración, fracaso, limitación, etc., y trata de mantenernos allí, distrayéndonos con muchas otras cosas (Exo 1:8-11, Exo 1:13-14, Efe 2:12).
Pero Jesús.
Vino a rescatar, redimir, restaurar, todo lo que se había perdido (Luc 19:10).
Nos trasladó del dominio de satanás al dominio de Cristo (Col 1:13), para que los planes originales de Dios, nuestro Padre, se puedan cumplir en nuestra vida:
Que vivamos una vida constantemente en aumento (Prov 4.18, Fil 1:6).
Que Sus planes de bien y no de mal, para darnos un futuro y una esperanza se cumplan (Jer 29:11).
Que nos vaya bien en todo lo que hagamos (3 Jn 2).
Que vivamos en plenitud bajo la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta (Rom 12.2).
El primer paso.
Todo lo que Cristo hizo por nosotros para que nosotros vivamos en la plenitud de la vida de Dios para nosotros, ya fue hecho en la Cruz del Calvario.
Cristo nos compró al precio de Su Sangre en el mercado de esclavos donde el diablo nos tenía aprisionados (1 Cor 6:20, 1 Ped 1.17-19) despojando al diablo y a sus principados y potestades de cualquier derecho que tuvieran contra nosotros (Col 2.13-15).
Para hacer plenamente vigente esa compra, necesitamos, en primer lugar, aceptar la compra, porque Dios no nos lleva consigo a la fuerza (como el diablo) sino voluntariamente, por decisión propia (Jn 3:16-21), recibiendo a Cristo como nuestro Señor y Salvador (Rom 10:8-10).
A todos los que lo reciben, Dios les da la potestad (capacidad, privilegio, libertad, derecho, poder) de ser hechos hijos de Dios (Jn 1:12). En consecuencia, es un derecho (no un título o una posición simplemente), sino algo que tiene que ser ejercido totalmente para concretarse. Recibimos el título inmediatamente, pero necesitamos aprender a vivir como tales. Tener un título no implica vivir como tales automáticamente.
El segundo paso.
Necesitamos aprender lo que significa que El es nuestro Padre (tampoco es un título solamente, sino una esencia, una naturaleza, una forma de ser y de relacionarse con nosotros) y lo que implica que nosotros seamos sus hijos (implica lo mismo: no es un título solamente, sino una esencia, una naturaleza, una forma de ser y de relacionarnos con El).
Por ello Pablo, a los de Efeso, que ya eran salvos, les escribe en Efe 1:15-23: que a pesar de que ya conocían la salvación en Cristo (Efe 1.15-16), ahora necesitaban ir más allá, recibiendo espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento del Padre (conocer lo que implica que Dios es nuestro Padre, pero no un conocimiento natural –logos-, sino un conocimiento revelado, vivencial, práctico,
–rhema- El), para que nuestra identidad como hijos este afirmada y sea real, de tal modo que podamos saber con plenitud cual es nuestro propósito, herencia y poder (Efe 1:17-19), para que nos convirtamos de hecho y en verdad en la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo (Efe 1:21-23), y vivamos en esa misma plenitud.
Como podemos observar atentamente en este versículo, el conocimiento del Padre y de nuestra identidad de hijos, no es un conocimiento intelectual, sino un conocimiento revelado, profundo, íntimo, que no viene así por así, sino que hay que buscarlo, anhelarlo, desearlo (la palabra “conocimiento” que se emplea en el pasaje de Efe 1:15-23 es la palabra griega “epignosis”, que significa “reconocimiento, pleno discernimiento, ciencia).
Jesús, en Mat 11:27 nos enseña que El es quién revela, a quién Él quiere, el conocimiento del Padre. Es una revelación que está disponible para todos, pero que no todos alcanzamos, o por ignorancia de que hay que buscarla (Ose 4:6), o por falta de esfuerzo, dedicación, valoración, aprecio, hacia buscar, alcanzar y poseer esa revelación (2 Tim 2.1).
La necesidad de buscar esa revelación (Luc 15:11-32).
El hecho de tener el título de hijos, no implica necesariamente que vivamos como tales. Eso es lo que nos enseña Jesús en la parábola del hijo pródigo.
El hijo menor recibió su herencia material (Dios, como Padre, suple todas nuestras necesidades conforme a sus riquezas en gloria en Cristo, Fil 4.19). Pero el hijo, por cuanto no tenía una verdadera mentalidad de hijo, se fue de la casa, y desperdició su herencia. Cuando la hubo perdido regresó a la casa de su padre, pero en ese regreso se evidencia la mentalidad que tenía: de jornalero no de hijo (le pide a su padre que lo haga como a uno de sus jornaleros). Era hijo pero no vivía como tal.
Igual cosa sucedió con el hermano mayor. Igual que el menor había recibido su herencia material, pero no la estaba viviendo en plenitud, por cuanto a pesar de haberla recibido, le reclama a su padre que no le había dado nunca nada para compartir con sus amigos a pesar de servirle siempre (otro que tenía mentalidad de salario, no de herencia).
Cuando no tenemos la mentalidad de hijos, ni vivimos como tales, detrás de lo que vamos es de salario (empleados, siervos, obreros) en lugar de herencia (hijos).
Sin menospreciar el salario, el salario es para los empleados, la herencia para los hijos.
Nunca el salario va a ser igual que la herencia, la herencia es mayor.
Lo que los hijos de Dios necesitamos es la herencia, no el salario.
Pero como vemos con los hijos del padre en esta parábola, no basta tener la posición de hijos para disfrutar de la plenitud de la herencia (los dos tenían la posición de hijos, pero no la mentalidad de hijos, y como consecuencia, no podían disfrutar de la plenitud de su herencia).
Necesitamos la revelación de hijos para disfrutar de la plenitud de la herencia, que es más que solamente ver nuestras necesidades suplidas. La plenitud de la herencia también implica:
Un vestido nuevo: la habilidad para vivir en santidad, sin la cual nadie verá al Señor, y el pleno ejercicio de la unción para servir y operar en la plenitud del propósito de Dios para ejercer nuestro llamado en El (1 Sam 2.18, 2 Sam 6:14, Luc 4.18-19) y bendecir a otros en Su Nombre (Efe 2.10).
Un anillo: la plenitud del poder y la autoridad de Él (Mat 28:18, Mat 16:18-19, Efe 1.23).
Calzado para los pies: la plenitud de la revelación de la Palabra en nuestras vidas y abundancia de paz (Efe 6:15, Nah 1.15, Fil 4:7) una paz que implica ausencia de temor, seguridad, protección, poder (Jn 14:27, 2 Tim 1:7, Sal 91).
Becerro gordo: abundancia y prosperidad en todo, carencia de límites (3 Jn 2, Prov 4.18, Fil 1:6, 2 Cor 6:12, Isa 54.1-3).
Fiesta: regocijo, realización, gozo, refrigerio (Hch 3:19, Sal 16:11).
Conclusión.
Vivir en la plenitud del hecho de que Dios sea nuestro PADRE y nosotros seamos sus HIJOS, no es solamente resultado de la salvación en Cristo. Necesitamos anhelar, buscar, perseguir con ahínco, la REVELACIÓN de Su Paternidad en nosotros para vivir como verdaderos hijos de El.
(Continua en “El amor total del Padre”).
06
Dic
2009