Las divisiones en las Iglesias.
Estas notas son un resumen, con mis propios comentarios y agregados, del folleto "Las divisiones en la Iglesia" del Apóstol Norman Parish
Las divisiones no son nada nuevo en la Iglesia Cristiana, aunque también es evidente que a medida que se acerque la Segunda Venida de Cristo van a ir en aumento.
La Iglesia del primer siglo tuvo que enfrentar la amenaza y la posibilidad de un cisma por las siguientes razones:
UNO. Económicas y raciales: la distribución de la ayuda a las viudas griegas (Hch 6:1-7).
DOS. Doctrinales: la circuncisión y la observancia de la ley (Hch 15:1-21).
TRES. Personales: la preferencia por ciertos líderes de renombre (1 Cor 1:10-13, 3:1-8).
Gracias a Dios, en la mayoría de los casos, la Iglesia tuvo la suficiente sabiduría, humildad y paciencia para enfrentar estos conatos de división y resolverlos, antes que dañaran irreparablemente la buena imagen del Evangelio en el mundo.
La primera rebelión y división ocurrió en los mismos cielos, cuando Lucifer, un ser angelical, no quiso sujetarse a Dios, su Creador, sino que se levantó contra El e intentó ser semejante a El (Isa 14:12-15). En su intento (por cierto vano), logró persuadir a una tercera parte de los ángeles para que se unieran a su rebelión (Apo 12:4). Como resultado de ello, todos fueron arrojados del cielo (Isa 14:15, Ezeq 28.16), convirtiéndose, uno, en satanás (enemigo declarado de Dios y Su pueblo --Mat 13.39, 1 Ped 5:8-- y el autor final de toda rebelión y división, y los demás en demonios.
Debido a esa enemistad declarada, y en su deseo de vengarse de Dios, ellos hoy atacan con seducción y saña al pueblo del Señor en la tierra para crear divisiones con el fin de debilitar, desprestigiar y destruír la obra del Señor en la tierra.
En las "matemáticas espirituales", el Espíritu Santo siempre suma o añade (Hch 2:41-47) y multiplica (Hch 6:7, Hch 9:31). En cambio, satanás resta, detrae (2 Cor 12.20, 1 Ped 2:1) y divide (Rom 16:17, Jud 19). Por eso, nunca debemos prestarnos a liderear o ser cómplices de una acción tan reprobable como es la de provocar una separación o división en el pueblo de Dios (Rom 1:32).
La Palabra de Dios nos enseña que en muchos casos es preciso que ocurran divisiones dentro del seno de la Iglesia (1 Cor 11.18-19, 30-32) para que se haga manifiesto quienes son las personas que sirven a Dios con corazón puro y quienes no. En una división, todas las personas involucradas están bajo observación y prueba de parte del Señor. Lastimosamente, muchos fallan la prueba, dejándose arrastrar y dominar por sus ambiciones, pensamientos, sentimientos, caprichos, amarguras, y demás problemas del corazón (el hombre natural, 1 Cor 3.3), y aunque aduzcan hacerlo en el nombre de la "sana doctrina", por "amor a Dios", etc., en la práctica no les importa el efecto que pueda tener sobre la obra de Cristo en general, sobre el mundo inconverso que nos está viendo con ojos escudriñadores, y sobre las mismas personas involucradas.
No hay ningún motivo, razón o circunstancia que justifique la división, porque, como ya mencionamos antes, la división siempre, sin excepción, es una obra del diablo, no de Dios, por lo que no se justifica entre personas que se dicen creyentes. En todo caso, la forma de resolver el asunto debería ser la de perdonar y salir callada la boca, sin buscar adeptos. No tenemos que estar de acuerdo en todo, pero tenemos que mantener siempre la unidad.
Lamentablemente, la separación entre hermanos en Cristo no siempre es cordial o amigable, como debería ser de acuerdo a los parámetros establecidos en la Palabra de Dios, sino que en muchos casos se da lugar a la carne, soliviantada por espíritus inmundos que satanás envía para promover esas divisiones (espíritus religiosos, de legalismo, misticismo, dogmatismo, sectarismo, divisionismo, etc.). Para alcanzar el fin deseado en muchas ocasiones (si no es que casi siempre) se usan armas carnales (2 Cor 10.4) que la Biblia repudia y condena (mentira, intriga, seducción, amenaza, coacción, manipulación, chantaje, difamación, engaño, crítica, juicio, menosprecio, etc.) y que en algunos casos pueden degenerar en violencia que provoca escándalos que desprestigian aún más la obra del Señor que el bando divisionista generalmente asume defender.
Las Escrituras enseñan claramente que las divisiones son usualmente provocadas por personas "sensuales" (o carnales) que no tienen el Espíritu (Jud 19) o no son guiadas por El (aunque generalmente aducen falsamente ser guiadas por El) porque el Espíritu no puede guiar a hacer algo que está en contra de la forma de ser de Dios. En Gal 5:20 las divisiones son incluídas en la lista de "obras de la carne" que nos descalifican para participar en el Reino de Dios. En Rom 16:17 se nos enseña a mirar (marcar o señalar) a los hermanos que causan divisiones y tropiezos (o escándalos) y que nos apartemos de ellos.
Por ser una obra engendrada directamente en la mente de satanás, la Biblia es tremendamente dura en el tratamiento de ella. Por ser una temible enfermedad espiritual "infecto-contagiosa", que contamina el alma y el espíritu y a otros (Heb 12.14-15), los hermanos infectados por este "virus" espiritual deben ser aislados (puestos en cuarentena) para que se avergüencen (2 Tes 3.14) y arrepientan. En Rom 16:18, Pablo también afirma que las personas que encabezan una división "no sirven al Señor Jesucristo, sino a sus vientres" (eso quiere decir que son motivados por intereses meramente personales (poder, económicos, envidia, reconocimiento, resentimiento, falta de perdón, etc.) y no por un auténtico amor al Señor Jesús, a Su Iglesia y a los hermanos (aun sus adeptos), porque si los amaran, jamás cometerían una acción semejante que va en detrimento de la obra de Dios en la tierra.
Las Escrituras nos muestran con claridad que, debido a la naturaleza destructiva de las divisiones, las personas que las encabezan y apoyan están en peligro de caer bajo juicio (los diez espías, Coré, Absalón, 1 Cor 3:16-17).
A la persona que "siembra discordia entre hermanos" (Prov 6:19) le espera un duro castigo (Prov 6:14-15). Cuando la división es el resultado de una rebelión en contra de la autoridad delegada o establecida por Dios entre Su pueblo, los resultados siempre son funestos para el culpable, o los culpables de ella (Prov 29.1, Rom 13.1-2).
En Num 12 se relata la rebelión de María y Aarón, hermanos de Moisés y ministros de Dios, en contra de Moisés, movidos quizás por la ambición o por un celo doctrinal excesivo que los hizo transgredir los principios de Dios respecto a la autoridad. Dios, que siempre es celoso por la honra de Sus siervos (Prov 30.10, Rom 14:4) y que siempre respalda sus dones y su llamado (Rom 11.29), tomó en sus manos el asunto. El resultado fue fatídico para María, la instigadora de este incidente, pues de la noche a la mañana resultó "leprosa como la nieve". Su pecado afectó a todo el pueblo de Dios, que tuvo que detener la marcha hacia la Tierra Prometida siete días en espera de que fuera curada y restaurada.
Al leer esta historia bíblica uno descubre que esta rebelión en contra de Moisés fue causada por la falta de "temor de Dios" en el corazón de Aarón y María (Num 12:8). El temor de Dios nos hace aborrecer (Prov 8.13) lo que Dios aborrece: el pecado (Prov 6:16-19) y entre ellos, el pecado de la rebelión y la división. El temor reverencial a Dios nos detiene o frena cuando nos sentimos tentados a transgredir una ley divina (Exo 20.20).
La Biblia nos advierte que especialmente en los fines de los tiempos habrá divisiones en las iglesias (2 Ped 2:1), provocadas por personas que, no temiendo a Dios, seguirán la carne y se levantarán en contra de las autoridades espirituales establecidas por Dios (2 Ped 2.10).
Cuando una iglesia se divide, es posible que muchos hermanos "tiernos" en la fe sean duramente afectados, optando por irse a otras iglesias (pueden ser aquellas en donde estaban antes de conocer a Cristo) o regresar al mundo decepcionados. En tales casos, al instigador de la división le hubiera sido mejor que se "atase al cuello una piedra de molino y arrojarse al mar que hacer tropezar a uno de estos pequeñitos" (Luc 17:1-2). Pecar contra ellos es pecar contra Cristo mismo (Mat 25.40, 1 Cor 8:12).
Por todas estas razones, los hermanos que se ven envueltos voluntaria o involuntariamente en un conato o amenaza de división deberían agotar todas las instancias y, en el amor de Dios, buscar a toda costa la reconciliación, aún sacrificando sus propios intereses con tal de proteger los intereses comunes de la congregación. Aunque en la iglesia existan graves problemas espirituales, doctrinales, morales, económicos, etc., con paciencia, cordura, humildad, amor y voluntad, la maoría de ellos pueden resolverse. Antes de tomar una fatídica determinación en tal "conjuración" deberían buscar a Dios en oración y ayuno para que el Señor les hable respecto a sus planes. Tristemente, rara vez lo hacen, apresurándose a tomar decisiones que tendrán consecuencias imprevisibles.
La Palabra de Dios nos exhorta a "guardar (preservar) la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz" (Efe 4:3) y "del amor" (Col 3:14). En obediencia al Señor y Su Palabra, si verdaderamente amamos al Señor, debemos hacer todo lo que está de nuestra parte por evitar vernos envueltos en una división, ya que esta es un atentado directo contra el Cuerpo de Cristo, "por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen" (1 Cor 11:27-30).
Luchemos, más bien, por promover el amor, la comprensión y la paz, contribuyendo en esta forma a mantener la Iglesia fuerte y unida en estos tiempos tan críticos que nos toca vivir antes del retorno de nuestro Señor Jesucristo.
Las divisiones no son nada nuevo en la Iglesia Cristiana, aunque también es evidente que a medida que se acerque la Segunda Venida de Cristo van a ir en aumento.
La Iglesia del primer siglo tuvo que enfrentar la amenaza y la posibilidad de un cisma por las siguientes razones:
UNO. Económicas y raciales: la distribución de la ayuda a las viudas griegas (Hch 6:1-7).
DOS. Doctrinales: la circuncisión y la observancia de la ley (Hch 15:1-21).
TRES. Personales: la preferencia por ciertos líderes de renombre (1 Cor 1:10-13, 3:1-8).
Gracias a Dios, en la mayoría de los casos, la Iglesia tuvo la suficiente sabiduría, humildad y paciencia para enfrentar estos conatos de división y resolverlos, antes que dañaran irreparablemente la buena imagen del Evangelio en el mundo.
La primera rebelión y división ocurrió en los mismos cielos, cuando Lucifer, un ser angelical, no quiso sujetarse a Dios, su Creador, sino que se levantó contra El e intentó ser semejante a El (Isa 14:12-15). En su intento (por cierto vano), logró persuadir a una tercera parte de los ángeles para que se unieran a su rebelión (Apo 12:4). Como resultado de ello, todos fueron arrojados del cielo (Isa 14:15, Ezeq 28.16), convirtiéndose, uno, en satanás (enemigo declarado de Dios y Su pueblo --Mat 13.39, 1 Ped 5:8-- y el autor final de toda rebelión y división, y los demás en demonios.
Debido a esa enemistad declarada, y en su deseo de vengarse de Dios, ellos hoy atacan con seducción y saña al pueblo del Señor en la tierra para crear divisiones con el fin de debilitar, desprestigiar y destruír la obra del Señor en la tierra.
En las "matemáticas espirituales", el Espíritu Santo siempre suma o añade (Hch 2:41-47) y multiplica (Hch 6:7, Hch 9:31). En cambio, satanás resta, detrae (2 Cor 12.20, 1 Ped 2:1) y divide (Rom 16:17, Jud 19). Por eso, nunca debemos prestarnos a liderear o ser cómplices de una acción tan reprobable como es la de provocar una separación o división en el pueblo de Dios (Rom 1:32).
La Palabra de Dios nos enseña que en muchos casos es preciso que ocurran divisiones dentro del seno de la Iglesia (1 Cor 11.18-19, 30-32) para que se haga manifiesto quienes son las personas que sirven a Dios con corazón puro y quienes no. En una división, todas las personas involucradas están bajo observación y prueba de parte del Señor. Lastimosamente, muchos fallan la prueba, dejándose arrastrar y dominar por sus ambiciones, pensamientos, sentimientos, caprichos, amarguras, y demás problemas del corazón (el hombre natural, 1 Cor 3.3), y aunque aduzcan hacerlo en el nombre de la "sana doctrina", por "amor a Dios", etc., en la práctica no les importa el efecto que pueda tener sobre la obra de Cristo en general, sobre el mundo inconverso que nos está viendo con ojos escudriñadores, y sobre las mismas personas involucradas.
No hay ningún motivo, razón o circunstancia que justifique la división, porque, como ya mencionamos antes, la división siempre, sin excepción, es una obra del diablo, no de Dios, por lo que no se justifica entre personas que se dicen creyentes. En todo caso, la forma de resolver el asunto debería ser la de perdonar y salir callada la boca, sin buscar adeptos. No tenemos que estar de acuerdo en todo, pero tenemos que mantener siempre la unidad.
Lamentablemente, la separación entre hermanos en Cristo no siempre es cordial o amigable, como debería ser de acuerdo a los parámetros establecidos en la Palabra de Dios, sino que en muchos casos se da lugar a la carne, soliviantada por espíritus inmundos que satanás envía para promover esas divisiones (espíritus religiosos, de legalismo, misticismo, dogmatismo, sectarismo, divisionismo, etc.). Para alcanzar el fin deseado en muchas ocasiones (si no es que casi siempre) se usan armas carnales (2 Cor 10.4) que la Biblia repudia y condena (mentira, intriga, seducción, amenaza, coacción, manipulación, chantaje, difamación, engaño, crítica, juicio, menosprecio, etc.) y que en algunos casos pueden degenerar en violencia que provoca escándalos que desprestigian aún más la obra del Señor que el bando divisionista generalmente asume defender.
Las Escrituras enseñan claramente que las divisiones son usualmente provocadas por personas "sensuales" (o carnales) que no tienen el Espíritu (Jud 19) o no son guiadas por El (aunque generalmente aducen falsamente ser guiadas por El) porque el Espíritu no puede guiar a hacer algo que está en contra de la forma de ser de Dios. En Gal 5:20 las divisiones son incluídas en la lista de "obras de la carne" que nos descalifican para participar en el Reino de Dios. En Rom 16:17 se nos enseña a mirar (marcar o señalar) a los hermanos que causan divisiones y tropiezos (o escándalos) y que nos apartemos de ellos.
Por ser una obra engendrada directamente en la mente de satanás, la Biblia es tremendamente dura en el tratamiento de ella. Por ser una temible enfermedad espiritual "infecto-contagiosa", que contamina el alma y el espíritu y a otros (Heb 12.14-15), los hermanos infectados por este "virus" espiritual deben ser aislados (puestos en cuarentena) para que se avergüencen (2 Tes 3.14) y arrepientan. En Rom 16:18, Pablo también afirma que las personas que encabezan una división "no sirven al Señor Jesucristo, sino a sus vientres" (eso quiere decir que son motivados por intereses meramente personales (poder, económicos, envidia, reconocimiento, resentimiento, falta de perdón, etc.) y no por un auténtico amor al Señor Jesús, a Su Iglesia y a los hermanos (aun sus adeptos), porque si los amaran, jamás cometerían una acción semejante que va en detrimento de la obra de Dios en la tierra.
Las Escrituras nos muestran con claridad que, debido a la naturaleza destructiva de las divisiones, las personas que las encabezan y apoyan están en peligro de caer bajo juicio (los diez espías, Coré, Absalón, 1 Cor 3:16-17).
A la persona que "siembra discordia entre hermanos" (Prov 6:19) le espera un duro castigo (Prov 6:14-15). Cuando la división es el resultado de una rebelión en contra de la autoridad delegada o establecida por Dios entre Su pueblo, los resultados siempre son funestos para el culpable, o los culpables de ella (Prov 29.1, Rom 13.1-2).
En Num 12 se relata la rebelión de María y Aarón, hermanos de Moisés y ministros de Dios, en contra de Moisés, movidos quizás por la ambición o por un celo doctrinal excesivo que los hizo transgredir los principios de Dios respecto a la autoridad. Dios, que siempre es celoso por la honra de Sus siervos (Prov 30.10, Rom 14:4) y que siempre respalda sus dones y su llamado (Rom 11.29), tomó en sus manos el asunto. El resultado fue fatídico para María, la instigadora de este incidente, pues de la noche a la mañana resultó "leprosa como la nieve". Su pecado afectó a todo el pueblo de Dios, que tuvo que detener la marcha hacia la Tierra Prometida siete días en espera de que fuera curada y restaurada.
Al leer esta historia bíblica uno descubre que esta rebelión en contra de Moisés fue causada por la falta de "temor de Dios" en el corazón de Aarón y María (Num 12:8). El temor de Dios nos hace aborrecer (Prov 8.13) lo que Dios aborrece: el pecado (Prov 6:16-19) y entre ellos, el pecado de la rebelión y la división. El temor reverencial a Dios nos detiene o frena cuando nos sentimos tentados a transgredir una ley divina (Exo 20.20).
La Biblia nos advierte que especialmente en los fines de los tiempos habrá divisiones en las iglesias (2 Ped 2:1), provocadas por personas que, no temiendo a Dios, seguirán la carne y se levantarán en contra de las autoridades espirituales establecidas por Dios (2 Ped 2.10).
Cuando una iglesia se divide, es posible que muchos hermanos "tiernos" en la fe sean duramente afectados, optando por irse a otras iglesias (pueden ser aquellas en donde estaban antes de conocer a Cristo) o regresar al mundo decepcionados. En tales casos, al instigador de la división le hubiera sido mejor que se "atase al cuello una piedra de molino y arrojarse al mar que hacer tropezar a uno de estos pequeñitos" (Luc 17:1-2). Pecar contra ellos es pecar contra Cristo mismo (Mat 25.40, 1 Cor 8:12).
Por todas estas razones, los hermanos que se ven envueltos voluntaria o involuntariamente en un conato o amenaza de división deberían agotar todas las instancias y, en el amor de Dios, buscar a toda costa la reconciliación, aún sacrificando sus propios intereses con tal de proteger los intereses comunes de la congregación. Aunque en la iglesia existan graves problemas espirituales, doctrinales, morales, económicos, etc., con paciencia, cordura, humildad, amor y voluntad, la maoría de ellos pueden resolverse. Antes de tomar una fatídica determinación en tal "conjuración" deberían buscar a Dios en oración y ayuno para que el Señor les hable respecto a sus planes. Tristemente, rara vez lo hacen, apresurándose a tomar decisiones que tendrán consecuencias imprevisibles.
La Palabra de Dios nos exhorta a "guardar (preservar) la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz" (Efe 4:3) y "del amor" (Col 3:14). En obediencia al Señor y Su Palabra, si verdaderamente amamos al Señor, debemos hacer todo lo que está de nuestra parte por evitar vernos envueltos en una división, ya que esta es un atentado directo contra el Cuerpo de Cristo, "por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen" (1 Cor 11:27-30).
Luchemos, más bien, por promover el amor, la comprensión y la paz, contribuyendo en esta forma a mantener la Iglesia fuerte y unida en estos tiempos tan críticos que nos toca vivir antes del retorno de nuestro Señor Jesucristo.
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Abr
2010