El prójimo (la parábola del buen samaritano).
EL PRÓJIMO (LA PARÁBOLA DEL BUEN SAMARITANO, Luc 10:25-37).
Introducción.
Esta parábola tiene una nota muy interesante, que a menudo pasamos por alto.
Si asumimos que el buen samaritano es un tipo de Cristo y el mesón un tipo de la Iglesia, esta parábola nos estaría dando una indicación acerca del tiempo de la venida de Cristo. Veamos.
La Palabra, en la parábola de los obreros de la viña (Mat 20:1-16) nos enseña que el salario por un día de trabajo, en el tiempo de Jesús era de un denario.
Luego, también la Palabra nos enseña que en el Señor un día es como mil años y mil años como un día (2 Ped 3:8).
En consecuencia, el pago de dos denarios nos indica que dejó pagados dos días de estancia y los dos días de estancia entonces serían el equivalente a dos mil años.
Entonces podríamos deducir que el tiempo del regreso de Jesús es después de dos mil años, los cuales no están muy lejos de cumplirse.
El tiempo de la venida de Cristo al que esta parábola apunta concuerda muy bien con otras señales y tiempos que nos enseña la Palabra, por lo que necesitamos estar entendidos en los tiempos (1 Cro 12:32) de tal manera que estemos preparados para la venida de Cristo y el arrebatamiento con El, vistiéndonos de la manera como Jesús espera encontrar a Su Novia: de pureza, santidad, sin mancha, sin arruga (Efe 5:27).
Y esta parábola nos enseña algunas de las cosas que Jesús está esperando de Su Iglesia.
Las excusas (vrs. 25 al 29).
La parábola inicia con un interprete de la ley que interroga a Jesús acerca de los dos principales mandamientos de ella, principalmente el segundo, que es el de amar al prójimo como a si mismos.
Notemos esto, que este personaje era un interprete de la ley, y por lo tanto, conocedor amplio de ella. Por lo tanto resulta extraño que le esté preguntando a Jesús quién es el prójimo.
La Biblia nos enseña cuál es la razón de esa pregunta: “queriendo justificarse a sí mismo”.
En esto, este personaje no se diferencia mucho de nosotros, que ante los pasajes de la Palabra que requieren algo de nosotros como santidad, perdón, amar, no murmurar ni chismear, etc., buscamos excusas para evadir el requerimiento de la Palabra.
Las excusas no sirven delante de Dios. El, que conoce nuestro corazón, sabe perfectamente que no son sino solo formas de evadir nuestra responsabilidad, no verdaderas razones.
El mismo dicho popular reconoce este asunto cuando expresa que “obras son amores, no buenas razones” (o excusas).
Ya no es el tiempo de andar buscando excusas para evadir vivir el tipo de vida que Cristo quiere que vivamos. Recordemos que la voluntad de Dios para nosotros, antes que cualquier otra cosa, es que el carácter de Cristo sea formado en nosotros (Rom 8.29) y solamente eso, y ello implica: obediencia a la Palabra, santidad, la manifestación del fruto del Espíritu y sus resultados (Gal 5:22-23).
De Jerusalén a Jericó (vrs. 30).
Jerusalén era la ciudad en la cual, en el tiempo de Jesús, estaba el templo, y por ende, el lugar de la presencia de Dios.
Por otro lado, Jericó era la primera ciudad que encontraron los israelitas cuando entraron a la tierra prometida, una ciudad impía que impedía el ingreso al cumplimiento de las promesas de Dios para ellos.
De tal manera que podemos deducir que este hombre que estaba medio muerto en el camino iba descendiendo de la presencia de Dios hacia el mundo, es decir, estaba “caído” como hoy hay muchos que han conocido la gloria y la presencia de Dios en la salvación, pero volviendo su mirada al mundo, se han apartado del Señor.
Cayó en manos de ladrones (vrs 30).
La Palabra nos enseña que este hombre cayó en manos de ladrones, que lo despojaron, lo hirieron y lo dejaron medio muerto a la orilla del camino.
Esto refuerza nuestra interpretación del apartado anterior, por cuanto el diablo (y sus demonios) son los que roban, matan y destruyen (Jn 10:10); exactamente lo que le pasó a este hombre.
Es más, la misma Palabra nos enseña que cuando alguien ha experimentado la liberación de Dios y los demonios que lo retenían son expulsados, cuando encuentran la casa vacía, vienen siete peores, y el postrer estado de la persona es peor que el primero (Mat 12:45, Luc 11:26).
Entonces, nos encontramos, según la parábola con un hermano “caído” necesitado de ayuda, medio muerto.
El sacerdote y el levita (vrs. 31 y 32).
Ambos son tipos de unos que ministran delante del Señor y otros que conocen la Palabra de Dios, y en general, tipos de creyentes. Uno esperaría, si no existiera esta parábola, que ellos serían los primeros en atender a este personaje medio muerto, sin embargo, oh sorpresa, la Palabra nos enseña que ellos pasaron de largo.
Seguramente estaban muy ocupados en “su agenda” espiritual, en su servicio, eventos u obras eclesiásticas, y no tenían tiempo para esta persona.
Esta actitud es muy usual en muchos creyentes hoy en día: están tan ocupados de sus actividades, en sus proyectos, en sus gustos y deseos, que se les olvida que para el Señor, a quién supuestamente sirven al haber declarado Su Señorío sobre ellos, está más interesado en las personas que en las obras, en la gracia que en el servicio, en la misericordia que en el conocimiento.
Desgraciadamente es una experiencia muy usual en la iglesia, que cuando un hermano está “caído”, pareciera que es un leproso del que hay que huír, alguien al que hay que poner en cuarentena, con el que no hay que relacionarse de ninguna manera, olvidándonos de dos cosas:
Primero, que aún a los leprosos se les acercó el Señor Jesús, y no solo se les acercó, sino que los tocó sin temor a la “contaminación” ni a su situación (Mat 1:40-41) sabiendo que ese leproso había sido rechazado por mucho tiempo, y como resultado, nadie se le había acercado para darle un toque significativo de aprecio.
Segundo, que la Palabra claramente nos enseña que si hay algún hermano “caído”, los que somos espirituales lo restauremos con un espíritu de mansedumbre (amor, paciencia, misericordia, gracia, etc.) (1 Cor 4:21, Gal 6:1).
Necesitamos mucho cuidarnos de apartarnos del no creyente y del “caído”. Ellos son más bien los que necesitan nuestra cercanía para volverse al Señor de todo su corazón; ellos son los verdaderos necesitados de este tiempo.
Un samaritano (vrs. 33)
Los samaritanos, en el tiempo de Jesús, eran los despreciados del mundo religioso de su tiempo. Este samaritano está en contraste totalmente con los religiosos, que en ese tiempo como ahora, estaban llenos de vanagloria y de juicio, llenos de actividades para demostrar su supuesta “espiritualidad” pero carentes de la gracia y la misericordia que refleja el carácter de Dios.
Este samaritano es un tipo de un creyente maduro en misericordia y gracia, que al igual que el samaritano, antes de conocer a Cristo era lo vil del mundo, lo menospreciado, lo débil (1 Cor 1:26-29).
El samaritano fue movido a misericordia, y a pesar de sus ocupaciones (estaba viajando) y de su comodidad (iba montado a caballo, no caminando) y posiblemente, de ser una persona de recursos en su mundo (llevaba consigo un caballo, dinero, aceite y vino), no le importó en nada todo ello sino que fue movido a misericordia y se paró a atender al personaje medio muerto.
Este samaritano también es un tipo de Cristo: a El no le importó su condición de Hijo de Dios y Su gloria, sino que se despojó de todo ello para hacerse como uno de nosotros y salvarnos cuando no lo merecíamos.
De tal manera, que este samaritano, como tipo de un creyente, está reflejando el carácter de Cristo, Su gracia y Su misericordia, y haciendo con el medio muerto, lo mismo que Dios hace con él: dar de gracia lo que de gracia ha recibido (Mat 10:8).
El creyente transformado, cuyo corazón está siendo formado a la imagen del corazón de Cristo, no repara ni escatima en su agenda ni en el gasto de sus recursos para atender las necesidades de los que tocan a su puerta, y seguro, a la puerta de las vidas de cada uno de nosotros, siempre hay un “medio muerto” tocando en busca de ayuda, aunque no lo oigamos ni lo veamos. Muchas veces solo necesitamos detenernos un poco para encontrarlo.
Vendó sus heridas con aceite y vino (vrs. 34).
El aceite y el vino son tipos o figuras del Espíritu Santo, y de la unción del Espíritu Santo.
Y la Palabra de Dios dice que sobre cada uno de nosotros, los que hemos creído en Cristo, está y permanece esa unción (1 Jn 2:20, 1 Jn 2:27).
Esa unción no es, básicamente, para nuestro propio deleite (caer en el espíritu y/o gozo), aunque produce ese resultado en nosotros, ni tampoco para “lucirnos” como super-espirituales o super-usados por Dios. Básicamente es para bendecir la vida de los que están en necesidad (Luc 4.18-19):
Dar buenas nuevas a los pobres.
Sanar a los quebrantados de corazón.
Liberar a los que están cautivos.
Dar vista a los ciegos.
Sacar a los presos de la cárcel.
Predicar las Buenas Nuevas de salvación, redención, liberación, transformación, santidad, sanidad, paz, etc.
Y eso es, precisamente, lo que cada uno de nosotros necesitaríamos estar haciendo cada día, todos los días, como parte de la obra del ministerio que nos ha sido encomendada por Dios a todos y cada uno de nosotros (2 Cor 5.18) como ministros de la reconciliación, y para la cual la Iglesia nos tendría que estar preparando (Efe 4:11-16).
No es posible que hayan tantos creyentes cuyo cristianismo solo se trata de ir a la iglesia, oír prédicas, orar y leer la Palabra, y que no están sirviendo en la obra de rescatar al mundo necesitado con el poder que Dios les ha dado.
Para muchos, la iglesia es un lugar de refugio, de estar, de convivir, de vivir su cristianismo en comunidad, de estar seguros y protegidos, pero fuera de ella, nada. Eso es religión, no cristianismo, o tal vez club social, pero no vida cristiana auténtica.
Conclusión.
El escapismo, la indiferencia, ocultarnos de lo que está pasando a nuestro alrededor, y de las personas que están necesitadas de lo que por gracia nos ha sido dado (todas las que están a nuestro alrededor), de ninguna manera es cristianismo. Es, de acuerdo a lo que nos enseña la Palabra, pecado, y un pecado serio delante de Dios (Mat 25:31-46, Isa 58, etc.).
No podemos seguir quejándonos de la situación a nuestro alrededor (inseguridad, pobreza, enfermedad, violencia, muerte, dolor, etc.), y no hacer nada, cuando nosotros hemos sido llamados y equipados con el poder de Dios para ser la solución a todos los problemas a nuestro alrededor (Efe 1:21-23).
Si bien solo Dios es la respuesta a nuestra situación y la de nuestras familias, vecindarios, comunidades y nación, esa respuesta pasa por nosotros y nuestro compromiso con El para ser sus co-laboradores (1 Cor 3:1, 1 Cor 3:9, 2 Cor 6:1, 1 Ped 4.10) en la redención de este mundo que está medio muerto, esperando una respuesta de transformación de algún lado, sin querer entender que la única respuesta proviene de Dios (Rom 8:19-21, Mat 28.18-20, Mat 13:33).
Ya basta de nuestro escapismo, indiferencia, ocultamiento y hasta negación de la realidad, ya basta de excusas “mistificadas” para justificar esos pecados en la Iglesia. Es hora de que la Iglesia, y todos los que somos parte de ella, nos levantemos a “arrancar” de las manos del diablo, tanto orando como haciendo, a nuestros compatriotas y naciones, que de otra manera, seguirán experimentando vidas desde vacías e insatisfactorias hasta miserables, y lo que es peor, pasarán la vida eterna sin Cristo.
Introducción.
Esta parábola tiene una nota muy interesante, que a menudo pasamos por alto.
Si asumimos que el buen samaritano es un tipo de Cristo y el mesón un tipo de la Iglesia, esta parábola nos estaría dando una indicación acerca del tiempo de la venida de Cristo. Veamos.
La Palabra, en la parábola de los obreros de la viña (Mat 20:1-16) nos enseña que el salario por un día de trabajo, en el tiempo de Jesús era de un denario.
Luego, también la Palabra nos enseña que en el Señor un día es como mil años y mil años como un día (2 Ped 3:8).
En consecuencia, el pago de dos denarios nos indica que dejó pagados dos días de estancia y los dos días de estancia entonces serían el equivalente a dos mil años.
Entonces podríamos deducir que el tiempo del regreso de Jesús es después de dos mil años, los cuales no están muy lejos de cumplirse.
El tiempo de la venida de Cristo al que esta parábola apunta concuerda muy bien con otras señales y tiempos que nos enseña la Palabra, por lo que necesitamos estar entendidos en los tiempos (1 Cro 12:32) de tal manera que estemos preparados para la venida de Cristo y el arrebatamiento con El, vistiéndonos de la manera como Jesús espera encontrar a Su Novia: de pureza, santidad, sin mancha, sin arruga (Efe 5:27).
Y esta parábola nos enseña algunas de las cosas que Jesús está esperando de Su Iglesia.
Las excusas (vrs. 25 al 29).
La parábola inicia con un interprete de la ley que interroga a Jesús acerca de los dos principales mandamientos de ella, principalmente el segundo, que es el de amar al prójimo como a si mismos.
Notemos esto, que este personaje era un interprete de la ley, y por lo tanto, conocedor amplio de ella. Por lo tanto resulta extraño que le esté preguntando a Jesús quién es el prójimo.
La Biblia nos enseña cuál es la razón de esa pregunta: “queriendo justificarse a sí mismo”.
En esto, este personaje no se diferencia mucho de nosotros, que ante los pasajes de la Palabra que requieren algo de nosotros como santidad, perdón, amar, no murmurar ni chismear, etc., buscamos excusas para evadir el requerimiento de la Palabra.
Las excusas no sirven delante de Dios. El, que conoce nuestro corazón, sabe perfectamente que no son sino solo formas de evadir nuestra responsabilidad, no verdaderas razones.
El mismo dicho popular reconoce este asunto cuando expresa que “obras son amores, no buenas razones” (o excusas).
Ya no es el tiempo de andar buscando excusas para evadir vivir el tipo de vida que Cristo quiere que vivamos. Recordemos que la voluntad de Dios para nosotros, antes que cualquier otra cosa, es que el carácter de Cristo sea formado en nosotros (Rom 8.29) y solamente eso, y ello implica: obediencia a la Palabra, santidad, la manifestación del fruto del Espíritu y sus resultados (Gal 5:22-23).
De Jerusalén a Jericó (vrs. 30).
Jerusalén era la ciudad en la cual, en el tiempo de Jesús, estaba el templo, y por ende, el lugar de la presencia de Dios.
Por otro lado, Jericó era la primera ciudad que encontraron los israelitas cuando entraron a la tierra prometida, una ciudad impía que impedía el ingreso al cumplimiento de las promesas de Dios para ellos.
De tal manera que podemos deducir que este hombre que estaba medio muerto en el camino iba descendiendo de la presencia de Dios hacia el mundo, es decir, estaba “caído” como hoy hay muchos que han conocido la gloria y la presencia de Dios en la salvación, pero volviendo su mirada al mundo, se han apartado del Señor.
Cayó en manos de ladrones (vrs 30).
La Palabra nos enseña que este hombre cayó en manos de ladrones, que lo despojaron, lo hirieron y lo dejaron medio muerto a la orilla del camino.
Esto refuerza nuestra interpretación del apartado anterior, por cuanto el diablo (y sus demonios) son los que roban, matan y destruyen (Jn 10:10); exactamente lo que le pasó a este hombre.
Es más, la misma Palabra nos enseña que cuando alguien ha experimentado la liberación de Dios y los demonios que lo retenían son expulsados, cuando encuentran la casa vacía, vienen siete peores, y el postrer estado de la persona es peor que el primero (Mat 12:45, Luc 11:26).
Entonces, nos encontramos, según la parábola con un hermano “caído” necesitado de ayuda, medio muerto.
El sacerdote y el levita (vrs. 31 y 32).
Ambos son tipos de unos que ministran delante del Señor y otros que conocen la Palabra de Dios, y en general, tipos de creyentes. Uno esperaría, si no existiera esta parábola, que ellos serían los primeros en atender a este personaje medio muerto, sin embargo, oh sorpresa, la Palabra nos enseña que ellos pasaron de largo.
Seguramente estaban muy ocupados en “su agenda” espiritual, en su servicio, eventos u obras eclesiásticas, y no tenían tiempo para esta persona.
Esta actitud es muy usual en muchos creyentes hoy en día: están tan ocupados de sus actividades, en sus proyectos, en sus gustos y deseos, que se les olvida que para el Señor, a quién supuestamente sirven al haber declarado Su Señorío sobre ellos, está más interesado en las personas que en las obras, en la gracia que en el servicio, en la misericordia que en el conocimiento.
Desgraciadamente es una experiencia muy usual en la iglesia, que cuando un hermano está “caído”, pareciera que es un leproso del que hay que huír, alguien al que hay que poner en cuarentena, con el que no hay que relacionarse de ninguna manera, olvidándonos de dos cosas:
Primero, que aún a los leprosos se les acercó el Señor Jesús, y no solo se les acercó, sino que los tocó sin temor a la “contaminación” ni a su situación (Mat 1:40-41) sabiendo que ese leproso había sido rechazado por mucho tiempo, y como resultado, nadie se le había acercado para darle un toque significativo de aprecio.
Segundo, que la Palabra claramente nos enseña que si hay algún hermano “caído”, los que somos espirituales lo restauremos con un espíritu de mansedumbre (amor, paciencia, misericordia, gracia, etc.) (1 Cor 4:21, Gal 6:1).
Necesitamos mucho cuidarnos de apartarnos del no creyente y del “caído”. Ellos son más bien los que necesitan nuestra cercanía para volverse al Señor de todo su corazón; ellos son los verdaderos necesitados de este tiempo.
Un samaritano (vrs. 33)
Los samaritanos, en el tiempo de Jesús, eran los despreciados del mundo religioso de su tiempo. Este samaritano está en contraste totalmente con los religiosos, que en ese tiempo como ahora, estaban llenos de vanagloria y de juicio, llenos de actividades para demostrar su supuesta “espiritualidad” pero carentes de la gracia y la misericordia que refleja el carácter de Dios.
Este samaritano es un tipo de un creyente maduro en misericordia y gracia, que al igual que el samaritano, antes de conocer a Cristo era lo vil del mundo, lo menospreciado, lo débil (1 Cor 1:26-29).
El samaritano fue movido a misericordia, y a pesar de sus ocupaciones (estaba viajando) y de su comodidad (iba montado a caballo, no caminando) y posiblemente, de ser una persona de recursos en su mundo (llevaba consigo un caballo, dinero, aceite y vino), no le importó en nada todo ello sino que fue movido a misericordia y se paró a atender al personaje medio muerto.
Este samaritano también es un tipo de Cristo: a El no le importó su condición de Hijo de Dios y Su gloria, sino que se despojó de todo ello para hacerse como uno de nosotros y salvarnos cuando no lo merecíamos.
De tal manera, que este samaritano, como tipo de un creyente, está reflejando el carácter de Cristo, Su gracia y Su misericordia, y haciendo con el medio muerto, lo mismo que Dios hace con él: dar de gracia lo que de gracia ha recibido (Mat 10:8).
El creyente transformado, cuyo corazón está siendo formado a la imagen del corazón de Cristo, no repara ni escatima en su agenda ni en el gasto de sus recursos para atender las necesidades de los que tocan a su puerta, y seguro, a la puerta de las vidas de cada uno de nosotros, siempre hay un “medio muerto” tocando en busca de ayuda, aunque no lo oigamos ni lo veamos. Muchas veces solo necesitamos detenernos un poco para encontrarlo.
Vendó sus heridas con aceite y vino (vrs. 34).
El aceite y el vino son tipos o figuras del Espíritu Santo, y de la unción del Espíritu Santo.
Y la Palabra de Dios dice que sobre cada uno de nosotros, los que hemos creído en Cristo, está y permanece esa unción (1 Jn 2:20, 1 Jn 2:27).
Esa unción no es, básicamente, para nuestro propio deleite (caer en el espíritu y/o gozo), aunque produce ese resultado en nosotros, ni tampoco para “lucirnos” como super-espirituales o super-usados por Dios. Básicamente es para bendecir la vida de los que están en necesidad (Luc 4.18-19):
Dar buenas nuevas a los pobres.
Sanar a los quebrantados de corazón.
Liberar a los que están cautivos.
Dar vista a los ciegos.
Sacar a los presos de la cárcel.
Predicar las Buenas Nuevas de salvación, redención, liberación, transformación, santidad, sanidad, paz, etc.
Y eso es, precisamente, lo que cada uno de nosotros necesitaríamos estar haciendo cada día, todos los días, como parte de la obra del ministerio que nos ha sido encomendada por Dios a todos y cada uno de nosotros (2 Cor 5.18) como ministros de la reconciliación, y para la cual la Iglesia nos tendría que estar preparando (Efe 4:11-16).
No es posible que hayan tantos creyentes cuyo cristianismo solo se trata de ir a la iglesia, oír prédicas, orar y leer la Palabra, y que no están sirviendo en la obra de rescatar al mundo necesitado con el poder que Dios les ha dado.
Para muchos, la iglesia es un lugar de refugio, de estar, de convivir, de vivir su cristianismo en comunidad, de estar seguros y protegidos, pero fuera de ella, nada. Eso es religión, no cristianismo, o tal vez club social, pero no vida cristiana auténtica.
Conclusión.
El escapismo, la indiferencia, ocultarnos de lo que está pasando a nuestro alrededor, y de las personas que están necesitadas de lo que por gracia nos ha sido dado (todas las que están a nuestro alrededor), de ninguna manera es cristianismo. Es, de acuerdo a lo que nos enseña la Palabra, pecado, y un pecado serio delante de Dios (Mat 25:31-46, Isa 58, etc.).
No podemos seguir quejándonos de la situación a nuestro alrededor (inseguridad, pobreza, enfermedad, violencia, muerte, dolor, etc.), y no hacer nada, cuando nosotros hemos sido llamados y equipados con el poder de Dios para ser la solución a todos los problemas a nuestro alrededor (Efe 1:21-23).
Si bien solo Dios es la respuesta a nuestra situación y la de nuestras familias, vecindarios, comunidades y nación, esa respuesta pasa por nosotros y nuestro compromiso con El para ser sus co-laboradores (1 Cor 3:1, 1 Cor 3:9, 2 Cor 6:1, 1 Ped 4.10) en la redención de este mundo que está medio muerto, esperando una respuesta de transformación de algún lado, sin querer entender que la única respuesta proviene de Dios (Rom 8:19-21, Mat 28.18-20, Mat 13:33).
Ya basta de nuestro escapismo, indiferencia, ocultamiento y hasta negación de la realidad, ya basta de excusas “mistificadas” para justificar esos pecados en la Iglesia. Es hora de que la Iglesia, y todos los que somos parte de ella, nos levantemos a “arrancar” de las manos del diablo, tanto orando como haciendo, a nuestros compatriotas y naciones, que de otra manera, seguirán experimentando vidas desde vacías e insatisfactorias hasta miserables, y lo que es peor, pasarán la vida eterna sin Cristo.
23
Ago
2010